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Nunca pagues mi rescate
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Javier Caraballo

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Nunca pagues mi rescate

Todo el mundo es consciente de que pagar un rescate supone un fracaso, una claudicación ante el chantaje, pero nadie es capaz de asumir la muerte de alguien por su culpa

Ortega y Gasset lo llamaba el ‘síndrome del felpudo’. No estaba vinculado exactamente con el secuestro, porque iba más allá, pero podría rescatarse el concepto para aplicarlo ahora al síndrome que afecta a una sociedad cuando una mañana se conmueve con la noticia de un secuestro. En ese contexto, el ‘síndrome del felpudo’ puede entenderse como la capacidad que tiene una persona o un grupo de personas para poner a sus pies a toda una sociedad. Es la humillación la que impera en ese síndrome, un instinto más básico y primario que el conocido ‘síndrome de Estocolmo’, que parece una consecuencia del anterior. La víctima, como les ocurrió a los clientes del Banco de Crédito de Estocolmo cuando los secuestraron en 1973 y dieron nombre al síndrome, acaba desarrollando un vínculo afectivo de dependencia con sus captores. El ‘síndrome del felpudo’, si aceptamos la reutilización del término orteguiano, podríamos definirlo como la cobardía que se apodera de una sociedad cuando se enfrenta al secuestro de uno de los suyos. Sobre todo, cuando se trata del secuestro de trabajadores y los autores forman parte de un grupo terrorista.

Cuando eso sucede, todo el mundo decide mirar hacia otra parte, no hacerse preguntas cuyas respuestas puedan incomodarle y esperar a que se resuelva el problema, sin necesidad siquiera de que se aclare cómo se ha resuelto todo. Todo el mundo es consciente de que pagar un rescate supone un fracaso, una claudicación ante el chantaje, pero nadie es capaz de asumir la muerte de alguien por su culpa. Sabemos que el pago de un rescate es el triunfo de un grupo terrorista que utilizará el dinero que obtenga por el secuestro de una persona para asesinar o extorsionar a muchas más, pero la sociedad se siente tan atada, tan presa, como las propias víctimas del secuestro, cuando los sueltan en un zulo inmundo durante meses. ‘Síndrome del felpudo’, una especie de convención social en la que, sin necesidad de que nadie tenga que dar ninguna indicación al respecto, todos sabemos cómo hay que actuar ante un secuestro.

En España, además, el pago de un rescate, que se podría entender desde el punto de vista penal como financiación de un grupo terrorista o como participación en un delito de extorsión, ni siquiera se incluye en el Código Penal. No ocurre así en otros países, como Estados Unidos, Reino Unido, Canadá y Japón, aunque también en estos casos se está acabando por aceptar que no se persiga penalmente el pago de un rescate por los particulares. Es lo mismo que ha ocurrido en España, incluso durante los años más duros de la banda terrorista ETA. Solo hay un caso de condena, las hermanas Blanca Rosa y María Isabel Bruño Aspiroz, que fueron condenadas a un año y tres meses de prisión por la Audiencia Nacional y fueron absueltas luego por el Tribunal Supremo. La Audiencia consideraba en su sentencia que el pago del ‘impuesto revolucionario’ debía considerarse “voluntario”, mientras que el Supremo sostuvo lo contrario, que no existía voluntariedad y que, por lo tanto, no se les podía acusar de colaborar con una banda terrorista.

La diferencia radica en la existencia de dos tipos de secuestros por las bandas terroristas islámicas, el ‘secuestro-negocio’ y el ‘secuestro-atentado’

Con estos precedentes, el recorrido informativo, judicial y social de un secuestro terrorista en España siempre transcurre por el mismo sendero. Se llega al punto, como ocurrió por ejemplo en la crisis del 'Alakrana', en que el Estado hace las gestiones para la liberación de los secuestrados y abona la factura a cuenta, hasta que los afectados han sido liberados y sus respectivas aseguradoras liquidan con los fondos reservados el importe del rescate. Cuando el juicio del 'Alakrana' llegó a la Audiencia Nacional, se conocieron algunos detalles, pero pocos, de cómo se produjo la liberación.

El rescate de los tres periodistas secuestrados por el grupo terrorista Al Nusra habrá discurrido por cauces similares, porque como ha confesado el ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo, la “tranquilidad” de este secuestro es que lo que se perseguía era el dinero, con lo cual el problema se podía solucionar. “Si hubiese sido Daesh, hoy no estaríamos hablando en la forma y término en que lo estamos haciendo”, afirma Margallo. La diferencia, en efecto, radica en la existencia de dos tipos de secuestros por parte de las bandas terroristas islámicas, el ‘secuestro-negocio’ y el ‘secuestro-atentado’. Los primeros lo que persiguen es financiación, los segundos solo buscan el terror, con la difusión a través de las redes sociales del más cruel de los asesinatos de los secuestrados. La única conexión entre los dos es el momento inicial de chantaje a los estados democráticos: la vida de los capturados a cambio de alguna contraprestación. Si es dinero, se arregla, incluso si se busca un intercambio con otros presos. En otros casos, con exigencias fanáticas, el final siempre será cruel, doloroso, terrorífico.

[Lea aquí: 'El periodista secuestrado Ángel Sastre: "Uno se acostumbra muy pronto a la libertad"']

García Márquez decía en 'Noticia de un secuestro' que “el poder, como el amor, es de doble filo: se ejerce y se padece”. Concluyamos que a nadie le gustaría estar en la piel de un gobernante cuando tiene en su mesa de despacho la decisión terrible de tener que decidir entre emplear fondos reservados para liberar a unos ciudadanos secuestrados o mantener la fortaleza del Estado de derecho de no plegarse ante el chantaje de un grupo terrorista. En lo que a mí respecta, he de confesar que no sería capaz de tomar una decisión que no condujera a la liberación de los secuestrados. Tengo los mismos remordimientos democráticos y cívicos que cualquiera, porque el dinero, dinero público, que se le paga a una banda terrorista solo tiene un destino, pero no llego más allá del planteamiento de esta terrible contradicción ante la que nos colocan y para la que, sinceramente, no tengo respuesta. Ni siquiera si solo yo fuera el afectado. Ante la pregunta, nunca sería capaz de decirlo: “Nunca pagues mi rescate”.

Ortega y Gasset lo llamaba el ‘síndrome del felpudo’. No estaba vinculado exactamente con el secuestro, porque iba más allá, pero podría rescatarse el concepto para aplicarlo ahora al síndrome que afecta a una sociedad cuando una mañana se conmueve con la noticia de un secuestro. En ese contexto, el ‘síndrome del felpudo’ puede entenderse como la capacidad que tiene una persona o un grupo de personas para poner a sus pies a toda una sociedad. Es la humillación la que impera en ese síndrome, un instinto más básico y primario que el conocido ‘síndrome de Estocolmo’, que parece una consecuencia del anterior. La víctima, como les ocurrió a los clientes del Banco de Crédito de Estocolmo cuando los secuestraron en 1973 y dieron nombre al síndrome, acaba desarrollando un vínculo afectivo de dependencia con sus captores. El ‘síndrome del felpudo’, si aceptamos la reutilización del término orteguiano, podríamos definirlo como la cobardía que se apodera de una sociedad cuando se enfrenta al secuestro de uno de los suyos. Sobre todo, cuando se trata del secuestro de trabajadores y los autores forman parte de un grupo terrorista.

José Manuel García Margallo