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El increíble caso de la justicia desjusticiada
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Carlos Sánchez

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El increíble caso de la justicia desjusticiada

¿Cuántos jueces y magistrados en activo hay en España? La pregunta parecerá pueril. O incluso capciosa para los mal pensados. Pero aunque pueda resultar increíble, no

¿Cuántos jueces y magistrados en activo hay en España? La pregunta parecerá pueril. O incluso capciosa para los mal pensados. Pero aunque pueda resultar increíble, no es fácil dar una respuesta rigurosa.

Según la última Memoria del Poder Judicial -con datos a 1 de enero de 2007-, el número de plazas de jueces y magistrados constituidas asciende a 4.541 en todo el territorio español. Es decir, 90 más que un año antes. Sin embargo, si acudimos al Registro Central de Personal, dependiente del Ministerio de Administraciones Públicas, resulta que el número de jueces y magistrados -julio de 2008- es de 5.871. Como se ve, una sustancial diferencia. Exactamente, 1.330 funcionarios encargados de impartir justicia. La discrepancia no puede explicarse por la distinta fecha de referencia, toda vez que eso significaría que casi la tercera parte de la carrera judicial se habría incorporado al puesto de trabajo en el último año y medio. Algo a todas luces inverosímil.

Este simple ejemplo pone de manifiesto hasta qué punto el sistema judicial español es una calamidad organizativa.  Desde luego que no se trata de ningún descubrimiento. El refranero español está lleno de chascarrillos sobre el funcionamiento de la justicia, lo que indica que algo no funciona bien desde hace mucho tiempo.

 A menudo se relaciona este problema con la falta de recursos económicos. Y no hay ninguna duda de que estamos ante un déficit crónico que impide impartir justicia de calidad. Pero dicho esto, se pone poco el acento en tres cuestiones de indudable transcendencia. En primer lugar, la arquitectura institucional de la administración de justicia española, repartida en 17 reinos de taifas que hacen inviable el sistema con los parámetros actuales. El problema no es tanto que se haya concedido la transferencia, lo cual es coherente con un sistema cuasi federal como es el español, sino que las competencias se asumieron sin el mínimo de garantía de eficacia que requiere impartir justicia. Las comunidades autónomas, siempre ávidas a la hora de desnudar al Estado -aunque ellas también lo sean-, se apresuraron a aceptar las transferencias sin contar con los recursos suficientes, lo que ha derivado en la situación actual. No es que el anterior sistema fuera mejor, sino que los agujeros tienen ahora mayor visibilidad.

Ni que decir tiene que los juzgados están carentes de nuevas tecnologías, llegándose al disparate de que no existe una mínima interconexión informática entre oficinas judiciales de diferentes comunidades autónomas. Llegándose a dar la paradoja de que algunos sistemas operativos son incompatibles entre sí. ¿Se imaginan lo que hubiera sido de La Hacienda Pública si cuando nació la Agencia Tributaria (hace apenas 20 años), José Borrell –su primer responsable- se hubiera dedicado a trocear el aparato de recaudación del Estado? O se imaginan cómo funcionaría el sistema impositivo en caso de que la Agencia Tributaria no aceptara la firma electrónica o la transmisión de declaraciones por vía telemática? Parece evidente que si la Agencia Tributaria ha funcionado razonablemente en estas dos décadas, es lógico echar en falta ese modelo para el aparato de la justicia.

Fiscales, instructores de causas penales

El segundo problema tiene que ver con la existencia de un modelo de enjuiciamiento criminal que faculte los fiscales a instruir las causas penales. Así se descargaría de trabajo a los jueces, cuyo cometido fundamental debe ser dictar sentencias, que no es poca cosa. Haciendo posible su mandato constitucional. Se está hablando de que 2.678 fiscales, según los datos del Registro Central de Personal, asuman nuevas competencias, lo que permitiría desatascar la justicia. Es curioso que en este asunto los jueces de la Audiencia Nacional encabecen la oposición contra la medida, al igual que el PP. Y en ambos casos por razones corporativas. El Partido Popular habla por boca de las asociaciones de magistrados, que en este punto defienden exclusivamente sus intereses y no los de los ciudadanos. Como cuando se frena en seco el acceso a la carrera judicial a expertos con sobrada experiencia. 

Es evidente que el llamado cuarto turno u otras formas de acceso a la carrera judicial ha sido en ocasiones un coladero, pero no hay que matar al sistema porque en determinados casos haya fracasado (ahí está el juez Estevill). Abrir las puertas oxigenaría el endogámico sistema judicial y permitiría incorporar la solvencia de quienes han estado años defendiendo el derecho en los juzgados. Y nos alejaría de esa visión memorística de la justicia que tiene más que ver con un concurso de televisión que con un profesional de la ley.

La tercera reforma tiene mayor calado y tiene que ver con la necesaria simplificación de los trámites judiciales en aras de logras mayor eficiencia, dejando atrás los farragosos procedimientos heredados de la justicia decimonónica. En una palabra, caminar hacia un nuevo modelo más pragmático de corte anglosajón, lo que no es sinónimo de socavar las garantías judiciales que deben exigirse en un Estado de Derecho. No parece razonable que la duración media de los procesos en los juzgados civiles de primera instancia se sitúa en casi ocho meses.  O que en los juzgados de lo contencioso se tarde varios años como norma general sin que el sistema chirríe.

Es muy probable que estos cambios requieran cambios constitucionales, y no hay que tener miedo a ellos. Una sociedad conservadora y poco dinámica es aquella a la que le da pereza afrontar los nuevos retos, y en su lugar pone parches para tapar los problemas. El caso del juez Tirado, como  se ha dicho, no es más que la punta del iceberg. Como la política de retribuciones de los jueces, que sin lugar a dudas hay que revisar. No es de recibo que el sueldo medio de un magistrado se sitúe en 76.567 euros al año, mientras que el salario de un juez se sitúa en 51.827 euros. Para muchos asalariados ambas retribuciones serán elevadas, pero no hay ninguna duda de que estamos ante una función básica del Estado de derecho, por lo que hay que evitar –en la medida de lo posible- el trasvase del sector público al privado. Y que la judicatura –como ha ocurrido en el Parlamento- se convierta en el paraíso de los mediocres.

Estamos hablando de un colectivo en plena revolución, como lo demuestra el hecho de que prácticamente la tercera parte de los jueces tenga menos de 40 años. O que nada menos que el 67% de los jueces con menos de 30 años sean mujeres. Es decir, que se trata de colectivos muy jóvenes con capacidad de adaptación a los cambios sociales antes de que caigan atrapados por la desidia y hasta el pasotismo que impera en muchos juzgados, tomados por funcionarios añejos como la toga que los sostiene.

¿Cuántos jueces y magistrados en activo hay en España? La pregunta parecerá pueril. O incluso capciosa para los mal pensados. Pero aunque pueda resultar increíble, no es fácil dar una respuesta rigurosa.