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España y la Ley de Wagner. Por qué el modelo de Estado es un lastre para la recuperación
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Carlos Sánchez

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España y la Ley de Wagner. Por qué el modelo de Estado es un lastre para la recuperación

El economista alemán Adolph Wagner descubrió a mediados del siglo XIX una verdad incómoda. O al menos, paradójica. Observó que el tamaño del Gobierno tiende a

El economista alemán Adolph Wagner descubrió a mediados del siglo XIX una verdad incómoda. O al menos, paradójica. Observó que el tamaño del Gobierno tiende a crecer a medida que prospera el nivel de vida de los ciudadanos, lo que a priori puede parecer una contradicción. Se supone que los ciudadanos de un país desarrollado tenderán a depender menos del Estado que los habitantes de una nación emergente o en vías de desarrollo. No es así. Wagner lo vinculó a una constatación. Al hacerse las sociedades más complejas, las necesidades de gasto público son mayores. Y, por lo tanto, hay que gastar más. En países muy pobres, por el contrario, no hay demanda de bienes públicos simplemente porque falta casi todo.

Obsérvese que Wagner no crítica al papel de los poderes públicos como agentes económicos determinantes en el nivel de renta de la población, sino que formula una simple comprobación empírica a partir de sus estudios sobre el gasto público. Wagner, de hecho, es considerado la figura central de lo que se llamó el Socialismo de Estado, y era muy crítico con la libre competencia. No era, por lo tanto, ‘sospechoso’ de alentar el principio de que el mejor el Estado es el que no existe.

El argumento  que ofrece la Ley de Wagner (algunos cuestionan que se trate de una ley irrefutable) se basa en que tanto el Estado como el resto de estructuras territoriales asumen de forma recurrente nuevas funciones en aras de hacer mejor su trabajo. De esta forma, sostiene, los poderes públicos satisfacen de forma creciente y de manera más completa las necesidades económicas de la población. Por poner un ejemplo, un aumento del output privado requiere mayor inversión pública en capital físico o tecnológico. De lo contrario, se correría el peligro de que la producción privada fuera estrangulada por falta de infraestructuras. Y por eso, precisamente, crece el tamaño de las administraciones públicas en sus diferentes acepciones.

El tamaño si importa

El tamaño de la cosa pública, por lo tanto, ha ido creciendo en España a medida que se ha ensanchado la prosperidad de los ciudadanos, lo que explica que actualmente el Estado suministre servicios en cantidad y calidad (desde luego nunca suficientes) que antes no proveía: educación, cultura, sanidad o infraestructuras de transporte (ferrocarriles o carreteras). En el franquismo, por recordar el pasado histórico más cercano, el Estado era omnipresente en la actividad económica, pero el nivel de gasto público era ridículo, lo que explica en buena medida el diferencial de renta de España respecto de los países más avanzados de Europa.

La Ley de Wagner, por lo tanto, se ha cumplido en el caso español, pero sólo en parte. Es cierto que la inversión pública en infraestructuras se situó en 2007 en el 3,8% del Producto Interior Bruto, lo que representa el 147% de la media de la eurozona. Y 20 puntos de PIB más que la privada. ¿Quiere decir esto que está justificado el gasto público como una verdad absoluta? ¿Como el bálsamo de fierabrás que todo lo cura? No parece que sean así las cosas. Habrá que distinguir entre galgos y podencos. Hacer algo de cirugía, que no vendrá mal en un país acostumbrado a hacer política de trazo gordo.

No es necesario hacer un análisis detallado para llegar a la conclusión de que los recursos que los ciudadanos han puesto en los últimos años a disposición de las administraciones -en particular los ayuntamientos y las comunidades autónomas- no se han utilizado en todos los casos como un multiplicador económico, sino más bien para todo lo contrario. Como una manera de ganar peso sin ejercicios previos de musculación, lo que ha acabado por crear muchas bolsas de grasa. Hay comunidades autónomas donde el peso del sector público es mayor por su enorme gasto en plantillas, pero en las que el gasto en infraestructuras o inversión tecnológica es raquítico.

De esos polvos vienen ahora estos lodos. Si en Francia o Alemania (incluso en Italia), la recesión tiene que ver (sobre todo) con la crisis financiera y la brutal caída de sus exportaciones por el hundimiento de la economía de EEUU (el 25% del PIB mundial), en el caso español la crisis tiene otras características genuinamente ibéricas. En primer lugar, lugar, y como es de sobre conocido, el desplome de la construcción explica en buena medida el colapso económico, y de ahí el fortísimo aumento del desempleo. Pero a menudo se olvida la atrofia que supone tener un sector público altamente ineficiente acostumbrado a tirar con pólvora del rey.

La Administración central recauda, pero quienes realmente gastan son las administraciones territoriales, lo que provoca unos desfases evidentes que necesariamente estallan con virulencia en los momentos recesivos. En ningún otro país europeo ha ocurrido lo de España, que ha pasado de un superávit del 2,21% a un déficit del 3,82%, lo que significa un recorrido negativo de 60.000 millones de euros en apenas 365 días. Habría que remontarse muy lejos para encontrar una situación parecida.

Un modelo insostenible

El problema del gasto público no es, sin embargo, exclusivamente cuantitativo, sino también cualitativo. El actual modelo de Estado sólo es viable cuando la economía crece por encima del 3%, como ha sucedido en los últimos 15 años, pero a todas luces resulta insostenible en una fase de bajo crecimiento. Y no digamos cuando el país tiene ante sí la mayor recesión de los últimos 50 años.

El error de Pedro Solbes y de su equipo económico es, por lo tanto, dilapidar el dinero de los españoles en un pozo sin fondo  ¿Cuánto va a costar esta crisis? ¿200.000 millones? ¿300.000 millones? Es evidente que el Estado tiene que ‘estirarse’ en unas circunstancias como las actuales, pero parece obvio  que todos nos ahorraríamos mucho dinero si el Gobierno se decidiera por tapar las vías de agua.

Es mucho más barato reformar la Constitución racionalizando la política de competencias autonómicas o locales que seguir gastando dinero a mansalva de forma irresponsable. Un par de ejemplos. ¿Qué hacen los ayuntamientos ofreciendo cursos de formación cuando ésa debería ser una competencia estatal o autonómica en el marco de los servicios públicos de empleo? ¿O qué hacen las regiones aumentando las prestaciones económicas de los parados cuando esa debería ser una competencia exclusiva del Estado, incluyendo las no contributivas? ¿O qué hacen las comunidades autónomas ayudando a empresas en crisis de sus propios territorios cuando eso crea una competencia desleal con otras regiones españolas?

¿No parece más razonable articular medidas para el conjunto del territorio con el fin de hacerlas más eficaces sin romper el mercado interior? Es curioso que a la clase política se le llene la boca con la necesidad de que la Unión Europea coordine las políticas de choque contra la crisis, pero en casa cada uno hace de su capa un sayo. Una manera como otra cualquiera de tirar el dinero por el desagüe. 

El economista alemán Adolph Wagner descubrió a mediados del siglo XIX una verdad incómoda. O al menos, paradójica. Observó que el tamaño del Gobierno tiende a crecer a medida que prospera el nivel de vida de los ciudadanos, lo que a priori puede parecer una contradicción. Se supone que los ciudadanos de un país desarrollado tenderán a depender menos del Estado que los habitantes de una nación emergente o en vías de desarrollo. No es así. Wagner lo vinculó a una constatación. Al hacerse las sociedades más complejas, las necesidades de gasto público son mayores. Y, por lo tanto, hay que gastar más. En países muy pobres, por el contrario, no hay demanda de bienes públicos simplemente porque falta casi todo.

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