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España, retrato de un país adolescente
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Carlos Sánchez

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España, retrato de un país adolescente

Cuando el sociólogo estadounidense Dan Kiley publicó en 1983 su obra más célebre, El síndrome de Peter Pan: La persona que nunca crece, desveló algo que

Cuando el sociólogo estadounidense Dan Kiley publicó en 1983 su obra más célebre, El síndrome de Peter Pan: La persona que nunca crece, desveló algo que mucha gente sospechaba. La existencia de jóvenes inmaduros que se niegan a asumir el paso de los años. Se trata de personas (normalmente hombres) que se comportan de una manera infantil en sus relaciones sociales y personales. Como si la edad adulta no existiera.

No estamos ante ninguna patología,  pero no hay duda de que el síndrome describe un comportamiento anormal que tiene entre sus principales características el narcisismo. Los que padecen el síndrome son sujetos egocéntricos y caprichosos que están convencidos de que su forma de actuar es la único posible. Y, por supuesto, la mejor.

El libro de Kiley se refiere a personas, pero también es útil para describir el comportamiento de determinadas sociedades, que pueden llegar a abrazar ese síndrome de forma colectiva. Se trata de sociedades jóvenes que han sufrido en pocos años transformaciones radicales, lo que explica una animadversión casi patológica por los cambios. Piensan que están en el mejor de los mundos posibles y que, por lo tanto, no hay nada que cambiar.

Este cuadro clínico coincide con el comportamiento de cierta clase política y social, que no parece dispuesta a romper el statu quo económico (y político) aunque el país se desangre social y económicamente liquidando un tejido productivo que ha tardado años en construirse. El caso español es, probablemente, paradigmático. Un país que hace apenas 20 años reclamaba ayudas para sacudirse el subdesarrollo, se comporta ahora como si fuera un nuevo rico, rechazando de raíz cualquier reforma económica. Como si los cambios que ha sufrido el país en las últimas décadas no fueran consecuencia, precisamente, de su capacidad de adaptación al nuevo contexto.

Recuerda, de algún modo, a esos padres que son despedidos de su trabajo, pero que lo ocultan ante sus familias para no aparecer como fracasados, lo que les obliga a endeudarse para mantener el tren de vida de los suyos.

Lo que ha pasado en las últimas semanas con las propuestas para reformar el mercado de trabajo o la actualización del Pacto de Toledo, ilustra hasta qué punto determinados colectivos han acabado por asumir el síndrome de Peter Pan sin quererlo. No quieren cambios, no vaya a ser que el futuro sea peor. Como si el presente fuera un Eldorado económico. O como si las reformas le hubieran ido mal a la economía española.

Resulta que en el país con más parados de la OCDE –el doble de la media- tanto el Gobierno como los sindicatos se niegan a hablar de cómo hacer más racional el mercado de trabajo. Lo que desde luego nada tiene que ver con una degradación de los derechos laborales. Mientras que los empresarios aprovechan la tormenta para proponer reformas que tienen más que ver con la ley de la selva que con una sociedad estructurada y moderna.

Lo curioso del caso no es tanto el fondo de la cuestión, que también, sino sobre todo la forma. Hoy en día es imposible un debate sereno y constructivo sobre cuestiones de tanto calado como las pensiones, el empleo o la presión fiscal más adecuada para un país en el que el sistema impositvo descansa sobre las rentas del trabajo. Algo que dice muy poco  de la clase dirigente, que se ha acostumbrado a quitarse de encima los grandes debates con el expeditivo método de: ‘y tú más’. Una verdadera pena.

Cuando el sociólogo estadounidense Dan Kiley publicó en 1983 su obra más célebre, El síndrome de Peter Pan: La persona que nunca crece, desveló algo que mucha gente sospechaba. La existencia de jóvenes inmaduros que se niegan a asumir el paso de los años. Se trata de personas (normalmente hombres) que se comportan de una manera infantil en sus relaciones sociales y personales. Como si la edad adulta no existiera.