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Los sindicatos y el fantasma de Scargill: una lección a tener en cuenta
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Carlos Sánchez

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Los sindicatos y el fantasma de Scargill: una lección a tener en cuenta

Muchos lo recordarán. Hace poco más de 25 años, Arthur Scargill, minero e hijo de mineros, se convirtió en uno de los individuos más influyentes de

Muchos lo recordarán. Hace poco más de 25 años, Arthur Scargill, minero e hijo de mineros, se convirtió en uno de los individuos más influyentes de Europa. No era para menos teniendo en cuenta que lideraba un movimiento huelguista capaz de enfrentarse a Margaret Thatcher, por entonces en pleno esplendor de su carrera política tras haber salido victoriosa de la guerra de las Malvinas.

 

Scargill se puso a la cabeza de los mineros que querían impedir que el Gobierno conservador británico cerrara decenas de pozos, lo que hubiera supuesto la pérdida de más de 20.000 puestos de trabajo. La razón asistía a Scargill y a los suyos. Parece lógico pensar que lo prioritario para un dirigente sindical es defender el empleo de los trabajadores. Y eso es, precisamente, lo que hizo el pelirrojo Scargill con amplio respaldo de su sindicato.

Los sindicatos tienen dos posibilidades. O se ponen delante de la manifestación de las reformas económicas –que no tienen por qué ser lesivas para los trabajadores- o acabarán como las trade unions británicas

La batalla fue dura y a veces violenta. Los enfrentamientos con la policía se cobraron decenas de heridos, pero los mineros eran duros de roer y lograron mantener en jaque durante más de un año a la Dama de Hierro. Al final, sin embargo, perdieron. Los pozos se cerraron y el movimiento sindical británico sufrió una derrota de la que todavía no se ha recuperado. Los mineros cayeron básicamente por dos razones. La primera, por un problema de legitimación de la huelga al negarse Scargill a que el cierre en los pozos se votara en referéndum, como reclamaba Thatcher, lo cual le restó credibilidad a la convocatoria. La segunda razón tenía mucho mayor calado.

El sindicato minero no fue capaz de leer los nuevos tiempos que habían surgido en el mundo tras la estanflación de los años 70. Los ciudadanos británicos, hartos de tanto paro e inflación, estaban dispuestos a afrontar el proceso de liberalizaciones económicas que proponía el Gobierno conservador, aunque ello supusiera la reducción del peso del Estado en la economía. Y, por lo tanto, una disminución de los niveles de protección social en aras de encontrar más fácilmente un puesto de trabajo y reducir la carestía de la vida. Exactamente lo mismo había sucedido años antes en EEUU, donde Reagan había comenzado su revolución conservadora. Tanto Reagan como Thatcher fueron, por lo tanto, la pócima que estaban dispuestos a tragarse los ciudadanos para sacudirse la recesión, lo que explica el amplio consenso social que fueron capaces de generar en torno suyo.

Estos cambios sociales son los que pasaron por delante de las narices de los mineros británicos y sus líderes no fueron capaces de ver. Y por eso no es de extrañar que su capacidad de influencia en la vida política sea hoy residual.

Da la sensación de que a los sindicatos españoles les puede suceder lo mismo que a los británicos si no son capaces de entender algo muy sencillo. O se ponen al frente de las reformas económicos o, finalmente, acabaran en un rincón de la historia, como el propio Scargill, que representa una forma miope de hacer sindicalismo.

No seré yo el que critique la necesidad de contar con unos sindicatos fuertes y capaces de influir en la cosa pública. Todo lo contrario. La historia ha demostrado hasta la saciedad que el conflicto social –por otra parte inevitable- se gestiona mejor con organizaciones de trabajadores sólidas y democráticas. Capaces de defender el interés genera y no el particular de determinados colectivos, lo que les convertiría en simples ‘lobbys’. Sin embargo, con sólo echar un vistazo a la última Encuesta de Población Activa uno se da cuenta de hasta qué punto se está errando el tiro en este momento histórico.

Resulta que en los últimos doce meses la economía española ha perdido 1,31 millones de puestos de trabajo, pero de ellos nada menos que 1,04 millones son temporales, lo que indica a las claras quién está llevando el peso de la crisis. Los sindicatos, sin embargo, se han atrincherado detrás de un argumento formalmente impecable (como hacía Scargill), pero que no sirve para resolver los problemas. Sostienen, y tienen razón, que los trabajadores no son culpables de la crisis (tampoco los mineros británicos eran responsables de que los pozos fueran una ruina), pero olvidan que precisamente por eso lo que no es de recibo es que el peso del ajuste caiga sobre los más precarios. Los que tienen un contrato eventual y los jóvenes, cuyas probabilidades de encontrar un puesto de trabajo hoy en día son remotas.

Los sindicatos tienen dos posibilidades. O se ponen delante de la manifestación de las reformas económicas –que no tienen por qué ser lesivas para los trabajadores- o acabarán como las trade unions británicas. Que nadie olvide que detrás de Carter vino Reagan. Y que Thatcher sucedió al simpático James Callaghan, a quien todo el mundo conocía como sunny Jim (el alegre Jim). ¿Les suena?

Muchos lo recordarán. Hace poco más de 25 años, Arthur Scargill, minero e hijo de mineros, se convirtió en uno de los individuos más influyentes de Europa. No era para menos teniendo en cuenta que lideraba un movimiento huelguista capaz de enfrentarse a Margaret Thatcher, por entonces en pleno esplendor de su carrera política tras haber salido victoriosa de la guerra de las Malvinas.