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El senador McCarthy, España y los excesos verbales
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Carlos Sánchez

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El senador McCarthy, España y los excesos verbales

Una mirada superficial a lo publicado (y oído) estos días, dibujaría una España tremenda. Los alumnos se mueren de frío en las escuelas, la policía golpea

Una mirada superficial a lo publicado (y oído) estos días, dibujaría una España tremenda. Los alumnos se mueren de frío en las escuelas, la policía golpea sin piedad a jóvenes estudiantes en Valencia y los parados son, en realidad, unos vagos indolentes que sólo pretenden escaquearse del trabajo. Incluso, hay quien dice que España ha retrocedido 30 años en los derechos civiles desde la llegada de Rajoy a la Moncloa. Ahí es nada.

Hasta los independentistas catalanes de ERC, en un ataque irredento de patriotismo español, aseguran que tienen derecho a formar parte de la Comisión de Secretos Oficiales. De lo contrario, sostiene el diputado Bosch, nos encontraríamos ante una auténtica ‘caza de brujas’ (sic). Se supone que de la misma intensidad, al fin y al cabo es el padre de la criatura, que la iniciada en su día por el senador McCarthy, quien para algunos es el autor intelectual de la expulsión de la judicatura del protomártir Baltasar Garzón, convertido en pocas semanas en la víctima propiciatoria de la cruzada de la toga contra los derechos humanos. El fiscal retirado Jiménez Villarejo, incluso, en un alarde dialéctico que refleja su fina inteligencia de jurista ilustrado, llegó a decir que algunos magistrados del Supremo son ‘cómplices de la tortura’. Así, como suena.

Si no fuera por los cinco millones largos de parados, habría que reconocer que a este país le gusta los excesos -al menos en el terreno de la oratoria- más que a un tonto un lápiz, y que si no dispone de enemigos, se los inventa con tal de descalificar al contrario con improperios dignos del periodo de entreguerras, cuando se hablaba de ‘traidores’ y de ‘renegados’ (el más famoso fue Kautsky) por expresar libremente sus ideas.

Si hacemos caso a los que se escribe y escucha diariamente, España es hoy un país lleno de ‘fascistas’, ‘ultraderechistas’, ‘ultraizquierdistas’, ‘antisistema’ o ‘rojos’. Hasta el punto de que una determinada prensa ha recuperado el término ‘cabecilla’ para describir a los líderes juveniles valencianos, como hacía la policía franquista que, por cierto, también hablaba del 'enemigo' (casi siempre exterior). Sólo falta que en los partes oficiales se hable de los detenidos como ‘sujetos’ o  ‘individuos’, y de sus actos como de ‘felonías’

No es difícil suponer que ante tanta palabrería -convenientemente aireada por los medios de comunicación en un sentido o en otro- no sea fácil centrar el debate, y eso es lo que explica, sin lugar a dudas, que este país sea incapaz de resolver mucho problemas que sólo con la palabra se podrían solucionar.

El país que no es capaz de centrar su agenda está condenado a divagar y a perderse en naderías. Y lo mismo les sucede a los partidos políticos

Ocurre, sin embargo, que la agenda está repleta de insidias y de improperios que empobrecen el clima político y hacen imposible el sano debate intectual. ¿La consecuencia? Una situación insólita: los problemas de la inmensa mayoría de los ciudadanos no se ven reflejados en el parlamento, con lo que ello supone de desapego de la cosa pública. El célebre: ‘y tu más…’ continúa siendo el principal argumento ideológico de la clase política.

No es, desde luego, un problema menor. El país que no es capaz de centrar su agenda está condenado a divagar y a perderse en naderías. Y lo mismo les sucede a los partidos políticos. Como, de hecho, le ocurrió al Partido Popular durante la primera legislatura de Zapatero, cuando abducido por un grupo de iluminados se alejó de los problemas de los españoles. Sólo cuando centró su agenda en los problemas reales de la gente, logró ganar las elecciones.

Pero no sólo los partidos políticos corren el riesgo de alejarse de la ciudadanía. También los medios de comunicación son víctima de tanto exceso, y ahora que, desgraciadamente, ha tenido que cerrar el diario ‘Público’ conviene recordar lo obvio: un medio de comunicación no es un arma ideológica ni mucho menos un aparato propagandístico; sino, simplemente, un instrumento informativo destinado a ser útil a la gente. El caso de ‘Libération’, que acabó en manos de la familia Rothcshild, es un buen ejemplo. Y por ello no estará de más recordar unas palabras del gran Pulitzer en las que recomendaba que un diario fuera escrupulosamente exacto y a la vez prolijo, capaz de evitar toda ambigüedad o tendenciosidad. Y, sobre todo, entregado a defender el buen gusto y el tono moral de sus lectores. Pero dentro de esos límites, sostenía, el diario tiene la obligación de publicar las noticias. Todas las noticias.

El caso de 'Público' no es, desde luego, el único, ni siquiera el más llamativo; pero el fin impreso del rotativo de Roures y sus socios -un gran diario en otros aspectos- pone de relieve las miserias y flaquezas de una profesión -que muchos siguen viendo como un negocio- que ha acabado por confundir un periódico con esas cruces que blandían los frailes españoles cuando desembarcaban en América para cristianizar a los indios.

No se trata, por supuesto, de reivindicar la asepsia informativa ni la ausencia de compromiso político. Ni, por supuesto, se pretende proclamar el fin de las ideologías o la renuncia a la firme defensa de unos valores legítimamente construidos. Al fin y al cabo, no hay un producto más ideológico -la palabra es la materia prima de un periodista- que un medio informativo. Pero sin duda que detrás de la crisis de la prensa no sólo se esconde la recesión económica o la revolución tecnológica que ha significado la irrupción de Internet. Ni siquiera el despropósito que ha supuesto la creación de grupos multimedia que han convertido la información en una mercancía de usar y tirar.

La crisis del papel también esconde en sus tripas una forma de hacer periodismo de otro siglo que, como en el tiempo de los libelos, se alimenta de palabras gruesas y de 'buenos' (los míos) y de 'malos' (los otros) que para nada refleja el mundo poliédrico y lleno de aristas y matices que nos ha tocado vivir. Nada justifica tanta palabrería simplemente inútil.