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Choque de legitimidades: ¿quién manda realmente aquí?
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Carlos Sánchez

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Choque de legitimidades: ¿quién manda realmente aquí?

La crisis de las democracias representativas forma parte de un viejo debate en la teoría política. Pero pocas veces se ha puesto de manifiesto con tanta

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La crisis de las democracias representativas forma parte de un viejo debate en la teoría política. Pero pocas veces se ha puesto de manifiesto con tanta claridad desde que la crisis de la deuda soberana sacude a todas las cancillerías europeas. Cada vez se observa con mayor nitidez la distancia que separa a los ciudadanos de los gobernantes, y eso explica el creciente malestar de los electores con el sistema político. Incluso, cuando un partido gana las elecciones por mayoría aplastante, como ocurrió en el caso de España con el Partido Popular.

Esa victoria, sin embargo, puede llegar a nublar la vista y hacer pensar que la democracia tiene un pulso saludable; pero lo cierto es que el PP nunca hubiera obtenido la mayoría absoluta si no hubieran coincidido en el tiempo dos fenómenos extraordinarios y casi irrepetibles: la mayor crisis económica desde el Plan de Estabilización (1959) y el hecho de que en Moncloa estuviera instalado el peor Gobierno de todos y cada uno de los que ha habido en España desde 1977.

Algo parecido le sucedió al PSOE en 1982. Felipe González nunca habría obtenido esa apabullante mayoría absoluta (202 diputados) si no se hubieran producido dos fenómenos excepcionales coincidentes en el tiempo, como fueron el suicidio político de UCD y el intento de golpe de Estado.

Es indudable que el parlamento español es quien formalmente debe aprobar el techo de gasto y la estrategia de política fiscal, pero resulta fuera de lugar reclamar a estas alturas soberanía cuando tanto el sistema financiero como el propio Estado sobreviven gracias a fondos del Banco Central Europeo, convertido en el salvavidas de la economía nacional

El Partido Popular, por supuesto, que también ganó el 20-N por méritos propios. La principal virtud de los jerarcas de la calle Génova es, sin duda, haber construido un partido fuerte y articulado territorialmente que le hace tener una marca propia en todo el Estado. El Partido Socialista, por el contrario, y esto explica buena parte de su derrota, se ha convertido -como Izquierda Unida- en una franquicia en algunas zonas del país, en particular en eso que algún día se llamaron territorios históricos.

La fortaleza de Mariano Rajoy está anclada, por lo tanto, en argumentos propios y extraños, pero, como todo el mundo sabe, si hay algo cambiante en el mundo es la política. Lo que hoy parece un axioma, al cabo de poco tiempo se convierte en la mayor de las incertidumbres. Y hoy que el PP acumula un capital político innegable, es muy probable que lo pierda a chorros si no es capaz de frenar el deterioro de la actividad económica. Es obvio que lo intenta mediante decisiones valientes y hasta arriesgadas que le alejan del corazón de su electorado (subida de impuestos), pero la dimensión  del problema es de tal envergadura que ni éste ni cualquier otro Gobierno tiene músculos suficientes para embridar una situación que habría que enmarcar en los mitológicos trabajos de Hércules.

Y aquí es cuando surge la inquietud sobre la democracia representativa, sin duda un buen invento, que diría Sartori. A medida que este país se acerque a los seis millones de parados (primer trimestre de 2013) crecerá el desapego de los electores. Pero al contrario de lo sucedió en el 20-N, nada indica que la alternativa -se supone que el Partido Socialista- sea capaz de articular las demandas sociales y políticas. Es ése escenario el que debe evitar España a toda costa para no caer en lo que ya se denomina ‘helenización’ de la vida política, cuando el sistema de partidos -en su caso los Karamanlis contra los Papandreu- salta por los aires en el marco de un derrumbe del entramado institucional.

Un daño irreparable

El caso de Italia no tiene tintes tan dramáticos, pero es indudable que la existencia de un primer ministro no elegido directamente por los electores es un daño irreparable al sistema democrático de representación política. Y por eso sorprende que Mariano Rajoy haya querido presentar el nuevo objetivo de reducción del déficit en términos de soberanía nacional frente a la eurozona.

Es indudable que el parlamento español es quien formalmente debe aprobar el techo de gasto y la estrategia de política fiscal, pero resulta fuera de lugar reclamar a estas alturas soberanía, cuando tanto el sistema financiero como el propio Estado sobreviven gracias a fondos del Banco Central Europeo, convertido en el socorrista de la economía nacional.

Ya Burke advirtió que cuando los líderes optan por convertirse en postores de la subasta de popularidad, su talento no sería de utilidad para la construcción del Estado. Se convertirán, sostenía el político británico, “en aduladores, en lugar de legisladores; en instrumentos del pueblo, en lugar de sus guías"

Sin la barra libre de liquidez, tanto la banca española como el propio sector público estarían muertos, y por eso sacar pecho en términos de soberanía es una arma de doble filo. En algún momento alguien le recordará a España que buena parte de su enorme endeudamiento –nada menos que 3,1 billones de euros- hay que financiarlo en el exterior, y que, por lo tanto, no cabe apelar al nacionalismo económico. Aunque duela, son los bancos los que compran las emisiones del Tesoro, con lo que engordan su balance y, de paso, rescatan al Estado de su anorexia recaudatoria.

Rajoy no tiene la culpa, pero desgraciadamente así son las cosas. La política presupuestaria no depende de España, sino de Merkel, Sarkozy et alters, lo que sin duda es un reto para la democracia representativa. ¿Quién manda aquí?, cabe preguntarse.

Y lo que está fuera de toda duda es que España ha perdido soberanía económica, lo cual no es en sí mismo ni bueno ni malo. Hay vida más allá del euro, pero conviene recordar que cuando la tuvo, antes de formar parte de la Unión Europea, sus niveles de renta eran muy inferiores a la media de la zona.

Ya Burke advirtió que cuando los líderes optan por convertirse en postores de la subasta de popularidad, su talento no sería de utilidad para la construcción del Estado. Se convertirán, sostenía el político británico, “en aduladores, en lugar de legisladores; en instrumentos del pueblo, en lugar de sus guías. Si alguno de ellos propusiera un régimen de libertad sensatamente limitado y correctamente definido, se vería de inmediato superado por sus competidores, que propondrían algo más maravillosamente popular”.

A eso se llama demagogia, y hay que tener mucho cuidado con ella, porque en coherencia con la palabra dada, alguien puede reclamar en su día que tampoco se atienda el pago de la deuda, como en Islandia. O que se incumplan los compromisos con Bruselas. O que se prosiga con esa insensata política económica que ha hecho que en 2011 se gastaran 91.000 millones de euros más de lo que se ingresó.

Es evidente que el problema de fondo tiene que ver con un conflicto de legitimidades derivado de la falta de gobernanza en la Unión Europea, donde las decisiones se adoptan al margen del ideal democrático. Estamos antes un sistema de representación tan indirecto (los representantes de la soberanía popular son los que legitiman decisiones en nombre de los gobernados) que  necesariamente se lesiona la calidad de la democracia. Pero hasta que este nudo gordiano pueda desatarse, conviene no mentar a la bicha, no vaya ser que alguien se crea las palabras del presidente del Gobierno y le pida coherencia en el futuro.

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La crisis de las democracias representativas forma parte de un viejo debate en la teoría política. Pero pocas veces se ha puesto de manifiesto con tanta claridad desde que la crisis de la deuda soberana sacude a todas las cancillerías europeas. Cada vez se observa con mayor nitidez la distancia que separa a los ciudadanos de los gobernantes, y eso explica el creciente malestar de los electores con el sistema político. Incluso, cuando un partido gana las elecciones por mayoría aplastante, como ocurrió en el caso de España con el Partido Popular.