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Mejor un buen rescate que una mala depresión
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Carlos Sánchez

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Mejor un buen rescate que una mala depresión

La expresión estigma tiene origen griego y significaba originariamente ‘picadura’. Sin embargo, la Real Academia -en su segunda acepción-, la define como "desdoro, afrenta o mala

La expresión estigma tiene origen griego y significaba originariamente ‘picadura’. Sin embargo, la Real Academia -en su segunda acepción-, la define como "desdoro, afrenta o mala fama".

La primera entrada del diccionario de la RAE es más inocua. Habla de ‘marca o señal en el cuerpo’. Y por lo sucedido en los dos últimos años en la Unión Europea, parece evidente que la acepción que ha triunfado es la segunda. Ningún país quiere recibir ayuda del exterior por miedo a ser ‘estigmatizado’. Hay pánico a que una colaboración ‘de fuera’ destinada a salvar dificultades económicas coyunturales o estructurales, se interprete por los mercados como una señal de debilidad. Y eso explica que los países afectados tiendan a negar la necesidad de ayuda hasta que el agua está más arriba del cuello.

Esto es lo que ocurrió con Grecia, Portugal e Irlanda, cuyos gobiernos la rechazaron hasta que prácticamente la situación era insostenible. La propia inconsistencia jurídica de los tratados de la Unión Europea favorecía esta situación. Está prohibido socorrer a un país si previamente las autoridades nacionales no lo han reclamado formalmente.

Esta demora en la toma de decisiones sin duda que agravó la situación de las economías afectadas. El caso más dramático es el de Grecia, que comenzó a recibir fondos del exterior cuando el sistema financiero estaba quebrado, los ingresos hundidos y la arquitectura institucional y política hecha unos zorros. La UE, por entonces, ni siquiera contaba con instrumentos financieros de carácter preventivo destinados a equilibrar súbitos empeoramientos de la balanza de pagos o desplomes de la recaudación derivados de una profunda recesión.

El caso griego refleja hasta qué punto se hicieron las cosas mal en el pasado. Si el país hubiese recibido ayuda a tiempo, es probable que la sangre no hubiera llegado al río, pero desgraciadamente han sido los propios gobiernos europeos -entre ellos el español- los que se han encargado de presentar una ayuda financiera exterior como una especie de versión renovada de la entrada de los cien mil hijos de San Luis

El resultado es de sobra conocido. Dos años después de que Grecia fuera intervenida, el país continúa en bancarrota y con un deterioro político descomunal. Es significativo que las tres instituciones mejor valoradas por el pueblo heleno sean, por este orden, la Iglesia, el Ejército y la Policía, lo que refleja la credibilidad de su clase política.

Lo chocante es que esa enorme desconfianza se produce, como se encargó de recordar Herman Van Rompuy tras la cumbre informal de este miércoles, después de que tanto el FMI como la propia Unión Europea hayan desembolsado  en los dos últimos años casi 150.000 millones de euros para salvar el país. O lo que es lo mismo, unos 13.600 euros por cabeza. Para hacerse una idea de lo que significa esa cifra, sólo hay que tener en cuenta que supone el 70% del PIB griego. Es como si España hubiera recibido 700.000 millones de euros del exterior para resolver sus cuitas.

No estará de más, por lo tanto, preguntarse qué hubiera pasado en caso de que esos 150.000 millones de euros hubieran llegado a tiempo a Grecia. O lo que es lo mismo, antes de que las aguas (en este caso fecales) se desbordaran. Sin duda, todo hubiera sido distinto y es probable  que el resto del continente no estaría pasando por los actuales momentos de zozobra. Es una obviedad, pero hay que recordar que la causa principal de los problemas actuales del euro tiene que ver con Grecia, y la consecuencia natural es el ensanchamiento de las primas de riesgo, que en una unión monetaria óptima deberían estar cerca de cero.

Asesores áulicos

Llorar por la leche derramada, sin embargo, no tiene sentido. La situación de Grecia es como es, y sin duda que ahora no se trata de bombardear el país con billetes de 500 euros, sino que estamos -como dice en Moncloa uno de los asesores áulicos de Rajoy- ante un problema político que sólo los griegos pueden solucionar.

Son ellos los que el 17 de junio decidirán si el país sale del euro o continúa bajo el paraguas de la moneda única, con la disciplina y la responsabilidad que corresponde formar parte de un club tan exigente, y que incluye a algunas de las economías más competitivas del mundo.

El caso griego, en todo caso,  refleja hasta qué punto, se hicieron las cosas mal en el pasado. Si el país hubiese recibido ayuda a tiempo, es probable que la sangre no hubiera llegado al río, pero desgraciadamente han sido los propios gobiernos europeos -entre ellos el español- los que se han encargado de presentar una ayuda financiera exterior como una especie de versión renovada de la entrada de los cien mil hijos de San Luis.

Este error es el que explica que cualquier ayuda foránea se interprete como una enorme debilidad de la nación afectada. Probablemente, con la colaboración de la ‘troika’ que no ha hecho ascos a que se presente a sus funcionarios como los del ‘rescate’ o los de la ‘intervención’.  Vamos, una especie de división acorazada.

Y así es como se ha llegado a una evidente paradoja. La UE -y el FMI- disponen de fondos destinados a ayudar a países con dificultades pero no se utilizan con toda su potencia de fuego -salvo en los países ya intervenidos- toda vez que los gobiernos no quieren ser estigmatizados por los mercados. Como si a los mercados -a largo plazo- les preocupara más la imagen de un país que cobrar a tiempo -y sin quitas- el dinero que han prestado previamente.

Lo chocante llega al extremo de que se considera legítimo pedir al BCE que compre bonos de los Estados -una monetización del déficit-, pero se interpreta como una aberración que el propio Banco Central Europeo sea quien preste dinero a los gobiernos para que estos saneen sus sistemas financieros.

El caso español es, en este sentido, paradigmático. El sistema financiero necesita dinero para recomponer sus balances y recapitalizarse, pero el Banco de España y el anterior Gobierno renunciaron a pedirlo en su día por miedo al estigma.

Un círculo vicioso

El resultado es de sobra conocido: no hay crédito. Y no puede haberlo debido a que las entidades no pueden al mismo tiempo afrontar un proceso de fusiones, un fuerte aumento de las provisiones para cubrir los agujeros del ladrillo y un aumento del capital para cumplir con Basilea III. Como no puede ser de otra manera, la falta de crédito origina más paro, y si hay más desempleo, crece la morosidad, y eso daña los balances bancarios, que, al mismo tiempo, se oxidan al producirse un estancamiento de la inversión crediticia. O sea, un perfecto círculo vicioso.

Un Estado con fuertes problemas de déficit público, como el español, tiene que resolver los problemas del 30% de su sistema financiero -es lo que ha dicho el FMI- con un dinero que no tiene, lo cual provoca restricciones presupuestarias en sectores productivos. O incluso en la educación, la semilla del futuro crecimiento. Y como no lo tiene, está obligado a salir a los mercados, con lo que aumenta el volumen de deuda y, por ende, la prima de riesgo. Un sinsentido.

Mientras esto ocurre, los gobiernos, erre que erre, y no sólo el español, mantienen unos sistemas financieros poco creíbles, lo que al final penaliza al euro. Entre otras cosas porque en su momento las autoridades europeas cometieron un error colosal, como es vincular la suerte de los bancos a la evolución de la deuda pública mediante préstamos ingentes del BCE que se han demostrado inoperantes.

Las consecuencias son evidentes. Suben las primas de riesgo de los países periféricos y, en paralelo, se deterioran los balances bancarios, que recogen las compras de deuda pública que tuvieron que hacer para salvar a sus países (obviamente ganando dinero) a un precio mucho más alto que el actual. Y todo por no haberse enfrentado al pecado original, que no es otro que no haber acudido a los organismos multilaterales cuando existen problemas de financiación a unos tipos de interés más bajos que los de mercado. 

No es, desde luego, una idea original. La Conferencia de Bretton Woods que dio origen al FMI nació, precisamente, para dar asistencia técnica y económica a los países con dificultades en sus balanzas de pagos (como España, con una deuda exterior equivalente a más del 90% del PIB), y desde entonces esos instrumentos se han utilizado de forma frecuente…, pero siempre se han destinado a los países menos desarrollados.

Y aquí está la madre del cordero. El estigma no es que te presten dinero,  sino que automáticamente los mercados los interpreten como que el país no puede caminar en solitario, lo cual conduce a un disparate.

Un Estado con fuertes problemas de déficit público, como el español, tiene que resolver los problemas del 30% de su sistema financiero -es lo que ha dicho el FMI- con un dinero que no tiene, lo cual provoca restricciones presupuestarias en sectores productivos. Incluso en la educación, la semilla del futuro crecimiento. Y como no lo tiene, está obligado a salir a los mercados, con lo que aumenta el volumen de deuda y, por ende, la prima de riesgo. De nuevo, otro círculo vicioso.

Pero como lo importante es no ser estigmatizado, el resultado es un deterioro adicional de  sus fundamentos macroeconómicos. Más paro y menor inversión. Como se ve, un sinsentido.