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Un insulto a la inteligencia
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Carlos Sánchez

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Un insulto a la inteligencia

 En Novum Organum, la obra capital de Francis Bacon que pone las bases del pensamiento moderno, el filósofo inglés recuerda que sólo los animales o los ángeles

                                      La conclusión no puede ser otra que o el Gobierno restaura la equidad fiscal, o el país se irá empobreciendo a través de la consolidación de dos clases sociales cada vez más antagónicas y enfrentadas que arruinan el pacto social

La crisis está demostrando que las sociedades, como los cangrejos, caminan hacia atrás. España, de hecho, aún no ha recuperado los niveles de renta previos al estallido de la burbuja inmobiliaria, y es probable que todavía tarde tiempo en hacerlo en términos reales. Las sociedades, sin embargo, no sólo retroceden en términos económicos, sino también políticos. Cuando se cuestiona la democracia representativa y se proponen procesos asamblearios, lo que se plantea, en realidad, es dar un gran salto hacia atrás.

La causa de esta involución tiene que ver, lógicamente, con la crisis económica. Pero también con otra particularidad: han saltado por los aires  algunos de los viejos paradigmas que hasta hace bien poco se mostraban imbatibles.

El sistema político creado en la Transición está agotado, el modelo productivo ha sido agujereado y hasta la arquitectura institucional del país está hecha añicos por culpa de lo que algunos politólogos han denominado ausencia de legitimidad. Probablemente, como ha señalado el profesor Vallespín, por el hecho de que mientras que la economía busca la eficiencia en un contexto global y altamente competitivo (el efecto de los países emergentes sobre la riqueza europea es devastador), la política continúa siendo local, lo cual genera choques intensos. Se exige a los gobiernos que resuelvan problemas ajenos a su margen de responsabilidad y actuación.

Populismo y demagogia

O dicho en otros términos. Los ciudadanos quieren soluciones locales a problemas de naturaleza global, lo cual ha avivado el fuego del más peligroso de los artefactos políticos: el populismo y la demagogia.

La política -y ni que decir tienen las redes sociales- son hoy un hervidero de falsas promesas y de planteamientos utópicos en el peor sentido de la palabra. No se reivindica un futuro mejor a partir de consideraciones mínimamente fundadas, sino que se plantea la política o la economía como un territorio carente de racionalidad en el que únicamente vale lo que Ortega denominaba "pulso vital". Los sentimientos arrinconan a la razón. Y el resultado de las elecciones italianas lo demuestra. El auge de los nacionalismos en Europa forma parte de ese triunfo de los sentimientos frente a la ilustración.

El pulso vital se produce cuando el pensamiento -el fenómeno más delicado de la naturaleza, como decía el filósofo madrileño- no ha nacido de sí mismo, sino de una potencia preintelectual. Y eso es lo que explica la ausencia de un debate de calado sobre los grandes asuntos de Estado. La política convertida en un zafio espectáculo.

Como el que se produjo el pasado miércoles, oficialmente destinado a controlar al Gobierno, pero en la práctica, un insulto a la inteligencia. Que el lamentable episodio de Ponferrada emponzoñe la vida política de un país con seis millones de parados es para echarse a temblar. Que dos sujetos como Diego Torres o Bárcenas marquen la agenda nacional no es más que la demostración palmaria de que el sistema está agotado.

Lo dramático es que esto sucede cuando lo que está en juego ahora es, ni más ni menos, que el futuro del pacto social europeo tejido después de 1945. Tras la II Guerra Mundial, como de forma magistral ha relatado el historiador Josep Fontana, se llegó al acuerdo tácito de provocar un reparto más equitativo de los ingresos para mejorar la suerte de la mayoría. Los salarios crecían al mismo ritmo al que aumentaba la productividad, y con ellos crecía la demanda de bienes de consumo por parte de los asalariados, lo cual conducía a un crecimiento de la producción. Robert Reich, que fue secretario de Trabajo con Clinton, lo describió como el acuerdo tácito por el que “los patronos pagaban a sus trabajadores lo suficiente para que estos comprasen lo que sus patronos vendían”.

La crisis está demostrando que las sociedades también caminan hacia atrás. España aún no ha recuperado los niveles de renta previos al estallido de la burbuja inmobiliaria y es probable que todavía tarde tiempo en hacerlo. Pero no sólo retroceden en términos económicos, también políticos

Era, se ha dicho, “una democracia de clase media” que implicaba un contrato social no escrito entre el trabajo, los negocios y el Gobierno, entre las élites y las masas, que garantizaba un reparto equitativo de los aumentos de la riqueza.       

Estos principios son los que hoy se están socavando a causa de una distribución cada vez más desigual de la esta, que corre el riego de romper el pacto social europeo, como ha puesto de manifiesto el primer informe sobre la desigualdad en España publicado por la Fundación Alternativas, en el que se pone de relieve el retroceso en términos históricos de las políticas de igualdad. No es que un Gobierno u otro pongan más o menos empeño en favorecer esas políticas, sino que simplemente han desaparecido del discurso político. Bárcenas, Urdangarin, Blanco, los Pujol o noticias escabrosas sin relevancia social ni interés alguno más allá que el mero morbo ocupan hoy el espacio mediático y parlamentario. Pero no la apertura de un nuevo proceso constituyente para regenerar el sistema democrático.

Una sociedad empobrecida

Lo paradójico del caso es que esta despreocupación por las políticas de igualdad –hasta en EEUU existe un potente observatorio permanente que para sí lo quisiera España- no afecta sólo al ámbito del gasto público, el territorio natural en el que se desenvuelven las políticas de corrección de los desequilibrios sociales y económicos, sino que también repercute en la política de ingresos.

Hoy el sistema impositivo no es sólo claramente ineficiente a la hora de recaudar, sino que empobrece a amplias clases sociales -los asalariados de ingresos medios- que cargan sobre sus espaldas con los costes de las políticas de gasto. Y más en concreto, una porción de esos asalariados  que sufren los rigores de un sistema fiscal que penaliza el factor trabajo. Sorprende que el segundo país con más paro de Europa (ya sólo nos gana Grecia) sea también el que tiene cotizaciones sociales más elevadas (junto a Francia).

A la luz del IRPF, el 14,9% de los contribuyentes declara bases imponibles -lo que realmente grava Hacienda- situadas entre 30.000 y 60.000 euros al año. Sin embargo, esos mismos contribuyentes aportan nada menos que el 27,7% de la recaudación, lo que da idea de la alta progresividad del impuesto. Pero es que el 4% que declara unas rentas superiores a los 60.000 euros aporta el 21,6% de los ingresos.

¿Qué quiere decir esto? Pues que apenas el 19% de los contribuyentes paga la mitad del impuesto, lo que refleja su elevada progresividad, algo sin duda coherente con el hecho de que el 78,8% de la base imponible del IRPF tenga su origen en las rentas del trabajo, mientras que tan sólo el 6,9% procede de las actividades económicas o el 6,3% del capital mobiliario.

Estos datos son anteriores a las subidas recientes de la imposición directa decididas por los Gobiernos de Zapatero y Rajoy, por lo que en realidad la geografía del reparto de la carga fiscal es todavía mucho peor.

La conclusión no puede ser otra que o bien el Gobierno restaura la equidad fiscal, o el país se irá empobreciendo a través de la consolidación de dos clases sociales cada vez más antagónicas y enfrentadas que arruinan el pacto social.

Por una parte, aquella que vive del presupuesto o con salarios miserables que se escapan a Hacienda (la sociedad de los 600-700 euros que trapichea y sobrevive a duras penas), y, por otro, aquella que no quiere saber nada del presupuesto. Ni mucho menos de los impuestos, y que propone soluciones individualistas a los problemas. Y en medio, una enorme capa social proletarizada y ajena a la cosa pública que desconfía de los políticos y de todo lo que representan, tentada como nunca para escuchar cantos de sirena que sólo conducen al desastre y a la desvertebración.

Si es verdad, como decía Herzen, que la historia carece de libreto, es mejor que alguien ponga manos a la obra y construya uno mejor que el actual.

                                      La conclusión no puede ser otra que o el Gobierno restaura la equidad fiscal, o el país se irá empobreciendo a través de la consolidación de dos clases sociales cada vez más antagónicas y enfrentadas que arruinan el pacto social