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El ganador se lo lleva todo
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Carlos Sánchez

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El ganador se lo lleva todo

  Fue Pedro Laín Entralgo* quien identificó dos clases de seres humanos en su actitud ante la vida: el tipo Narciso y el Pigmalión. La primera

 

Fue Pedro Laín Entralgo* quien identificó dos clases de seres humanos en su actitud ante la vida: el tipo Narciso y el Pigmalión. La primera actitud define a quienes, como el Narciso de la mitología griega, se muestran satisfechos al contemplar su propia imagen y replican exultantes: "Merezco todo lo que tengo", a diferencia del rey chipriota Pigmalión, quien al contemplar la belleza pidió a los dioses poderla gozar en plenitud, y agradecido exclamó: "Tengo más de lo que merezco".

Existe una versión mucho más castiza protagonizada por Miguel de Unamuno en el momento de entregarle Alfonso XIII la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio. Se cuenta que tras recibir la condecoración, el bilbaíno dijo: "Majestad, me honra recibir esta cruz que tanto merezco". El Rey no salía de su asombro y le espetó: "Pero hombre, don Miguel, los galardonados suelen decir exactamente lo contrario, que no se la merecen". A lo que el escritor vasco respondió: "Es verdad, los otros no se la merecían". Narciso en estado puro.

Sin duda que Mariano Rajoy pertenece al primer grupo. Pero no es, desde luego, el único. El país que puso en circulación el término consenso como expresión de una idea colectiva, vive desde hace años encerrado en lo que los politólogos denominan tiranía de la mayoría, un concepto sobre el que ya advirtieron Tocqueville y Stuart Mill a la hora de enjuiciar los problemas de la democracia. Lo que les preocupaba a ambos no era tanto el juego de las mayorías y de las minorías, sino cómo podía afectar este hecho a la libertad de pensamiento, ahora absorbida y hasta secuestrada por la tiranía de las ideologías. Quien alcanza el poder está convencido de que tiene siempre la razón y, como el Narciso, se levanta cada mañana pensando que la suya es la verdad revelada.

Rajoy corre el mismo peligro: confundir mayoría parlamentaria con mayoría social, que necesariamente no puede recaer en un solo partido por el hecho de que gane legítimamente las elecciones. La democracia, como suele decirse, es una forma de convivencia mucho más compleja que votar cada cuatro años

La filosofía social ha vinculado históricamente la tiranía de la mayoría a una excesiva concentración de poder en pocas manos que convierte en inútiles otras formas de participación política. El ganador se lo lleva todo, como en la canción de ABBA que un día recibió a Alberto Ruiz-Gallardón tras perder el Congreso regional de Madrid con Esperanza Aguirre, y eso explica la incapacidad del país para atender no sólo a los problemas de mayor calado -ese pensar en grande del que hablaba Ortega- sino, también los asuntos más nimios. Y el hecho de que el Congreso siga siendo un patio de colegio -de mentes cerradas- no hace más que abundar en el error.

Élites políticas

La causa de este comportamiento probablemente tenga que ver con la falta de madurez política de la joven democracia española, que sigue teniendo mucho de cascarón vacío de contenido. España es formalmente una democracia parlamentaria, pero sus élites políticas continúan comportándose como falsos demócratas: ‘El ganador se lo lleva todo’. Hay democracia, pero no siempre hay comportamientos democráticos.

Se obvia, de esta manera, aquello que decía Jefferson en 1801 durante su primer discurso como presidente de EEUU: “Aunque la voluntad de la mayoría debe prevalecer en todos los casos, esa voluntad, para ser justa, deber ser razonable”. En palabras de Sartori, el conflicto político y social es inevitable, pero "no puede resolverse por decapitación" de la minoría. Y de ahí que los padres fundadores de la democracia americana apelaran siempre a la racionalidad y al equilibrio de poderes. No se entiende la democracia sin separación de poderes y sin que se comparta al mismo tiempo su ejercicio.

Esa apelación a la racionalidad -Dahrendorf lo llamaba gestionar el conflicto social- es lo que explica que las cámaras legislativas estadounidenses sigan siendo un hervidero de ideas contrapuestas y abiertamente enfrentadas, pero que en los momentos más difíciles se suman para lograr amplios consensos que definen la personalidad colectiva de un país.

El mayor error de Zapatero no fue, desde luego, su incapacidad para entender la dimensión de la crisis económica, ni siquiera su nefasta gestión de la cosa pública al crear un Consejo de Ministros que era en realidad una reunión de amiguetes, sino no haber sido capaz de tejer nuevas mayorías sociales y, por el contrario, caer en el sectarismo más zafio. Rajoy corre el mismo peligro: confundir mayoría parlamentaria con mayoría social, que necesariamente no puede recaer en un solo partido por el hecho de que gane legítimamente las elecciones. La democracia, como suele decirse, es una forma de convivencia mucho más compleja que votar cada cuatro años.

Espíritu de intolerancia

Hay que acabar con ese espíritu de intolerancia -de abuso de poder- que atraviesa el país y que impide una puesta al día de la Constitución, lo que exigiría crear una Ponencia constitucional que aborde la reforma de la Carta Magna desde el espíritu de la colaboración

La razón última de este comportamiento excluyente tiene que ver con una idea fuerza que ha desaparecido en la España actual: la democracia es hija del consenso. Y no hay democracia si el país no es capaz de crear una cultura cívica homogénea que delimite los perfiles del Estado. O dicho en términos más directos, parece razonable pensar que hay que acabar con ese espíritu de intolerancia -de abuso de poder- que atraviesa el país y que impide una puesta al día de la Constitución, lo que exigiría crear una Ponencia constitucional que aborde la reforma de la Carta Magna desde el espíritu de la colaboración. Y que se enfrente de una vez por todas el Estado autonómico, llevando a al propio texto constitucional su financiación.

Obviamente no es sencillo recorrer este camino. Pero no ha sido siempre así. Sin embargo, en la actualidad, la deslealtad de los nacionalismos con el Estado -pese a que precisamente la legitimación de los autogobiernos proviene de la Carta Magna- es tal que hay un riesgo cierto de que si se abre el melón constitucional, las élites políticas -como ya sucediera en 1931 y 1934- intenten crear un Estado catalán ajeno a la Constitución y al propio espíritu de la mayoría de la nación española, que es, en realidad, donde reside la soberanía. Y no en una parte de ella, como de manera torticera y falsa se reclama desde una parte de Cataluña.

Ese riesgo, sin embargo, hay que correrlo.  Pero el Gobierno se resiste. Probablemente por el hecho de que sigue convencido -grave error de los Arriola boys- de que el descrédito de la clase política tiene que ver con la crisis económica, y que cuando esta pase, todo volverá a su cauce.

En el mejor de los casos, si eso sucede, nada volverá a ser igual. La Constitución se hizo cuando todavía ni siquiera se había popularizado el uso de ordenadores, y hoy internet es un formidable aparato de propaganda y agitación política que enriquece la democracia y que desborda ideologías cerradas construidas para otro momento.  Y esperar a que escampe para hacer cambios en el sistema político sólo hará más dilatada la salida de la crisis.