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Carlos Sánchez

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  Sostiene el economista Raghuram Rajan, autor de Grietas del sistema, probablemente uno de los mejores libros que se han escrito sobre las causas de la

 

Sostiene el economista Raghuram Rajan, autor de Grietas del sistema, probablemente uno de los mejores libros que se han escrito sobre las causas de la Gran Recesión, que hay motivos para alegrarnos. Desde luego, no porque Europa y Japón estén saliendo de la crisis, sino porque tras un periodo tan largo de zozobra y ruina -la más larga desde 1929 en periodos sin guerra- la paz social es un activo incuestionable.

Es evidente que ha habido -y hay- manifestaciones, huelgas y protestas legítimas. Algunas de ellas, incluso, violentas, pero lo cierto es que el conflicto social ha sido canalizado en la inmensa mayoría de los casos por cauces de racionalidad. Ni siquiera se han registrado brotes serios de xenofobia que culpan a la inmigración de los males de la economía. Y eso que en algunos países periféricos de la UE -Grecia o España- el desempleo todavía hoy afecta a más de la cuarta parte de la población activa. Una tasa de paro que es, incluso, superior a la que existió en EEUU durante los años más duros de la Gran Depresión, cuando el desempleo llegó a afectar al 24,9% de los trabajadores.

Es obvio que lo sucedido tiene que ver con un hecho incuestionable. En 1929, la renta per capita de EEUU a precios actuales se situaba en 6.000 dólares y hoy roza los 46.000, lo que permite a las familias encarar la crisis desde una posición patrimonial más sólida. Y algo parecido ha sucedido en Europa. Si esta crisis le pilla a España con los 12.500 euros de renta per capita que tenía en 1975 en euros actuales (hoy tiene 22.700 en términos de poder de compra) es muy probable que el clima de convivencia que se respira en el país pese a las dificultades habría sido muy distinto. No es lo mismo afrontar una caída del 30% de la producción con 6.000 dólares de renta, como sucedió en EEUU en los años 30, que con 46.000, y por eso todavía no ha aparecido ningún Steinbeck que haga el relato trágico de la crisis.

El hecho de implicar a la sociedad en las reformas es la mejor forma de impedir que la política se convierta en un gueto dominado por los carromeros de turno, en lúcida expresión acuñada por los lectores de El Confidencial, y en el que sólo triunfa el sectarismo y el arribismo

El clima de convivencia, sin embargo, no es sólo fruto de las mejoras en términos económicos. También de la arquitectura institucional de un país, lo que permite canalizar el conflicto y las tensiones sociales, que sin duda las hay y las habrá en el futuro. De hecho, son consustanciales a la naturaleza humana. Y el día que no haya huelgas, protestas o posiciones encontradas, es que un dictador ha vuelto a regir los destinos de la nación, y ese es el peor escenario que se le puede presentar a un país. La democracia es el motor que mueve las economías más avanzadas, que no son, precisamente, las que más crecen, sino las que lo hacen de una forma más sana y respetando los derechos humanos.

En este sentido, merece la pena recordar algo que ácidamente decía durante una entrevista Laurent Kabila, uno de los guerrilleros que lucharon por la independencia del Congo y jefe de Estado hasta que fue asesinado por su guardia personal. En Zaire, sostenía Kabila, montar una rebelión es fácil: basta con tener diez mil dólares y un teléfono móvil. Con los diez mil dólares organizas un pequeño ejército de desarrapados, y con el móvil llegas a acuerdos con las compañías extranjeras que comercian con materias primas.

Un clima de entendimiento

Esta terrible frase es la que realmente realza el papel de las instituciones en los sistemas democráticos, cuya fortaleza no tiene que ver únicamente con la tradición de votar cada cuatro años, sino con el hecho de que son capaces de crear climas de entendimiento que propician los acuerdos políticos. Y el lamentable espectáculo que ha dado el sistema político español desde que apareciera la crisis, incapaz de articular una política de pactos, es el mejor ejemplo de cómo no hay que hacer las cosas.

Es muy probable que el paro no habría escalado hasta el 27% si el Parlamento -en la anterior legislatura- hubiera hecho bien su trabajo, que no es otra cosa que llegar a fórmulas de entendimiento para solucionar los problemas. Exactamente igual que sucede en la sociedad civil, donde los acuerdos forman parte de la cotidianidad. No son un hecho extraordinario ni una bajada de pantalones, como muchas veces se entienden los pactos políticos.

Los caseros llegan a pactos con sus inquilinos sobre la cuantía de la renta; los patrones, con los trabajadores en las fábricas para fijar el salario, y hasta el banquero suscribe en muchas ocasiones acuerdos con sus clientes para evitar el colapso hipotecario. Por el contrario, si alguien tiene la paciencia de observar lo que ocurre a diario en los parlamentos –tanto en los regionales como en el Congreso o en el Senado- uno llega a la conclusión de que el clima de convivencia que se vive en España es irrespirable. Y no es cierto. Ni siquiera en Cataluña -donde las provocaciones de Artur Mas son simplemente deplorables- el clima social ha sido alterado por una clase política que se comporta de forma infantil, y que en lugar de resolver los problemas, los crea.

Por eso, el hecho de que el Gobierno haya dado un giro a su política de pactos -todavía de forma tenue- es una buena noticia. Es encomiable que, por ejemplo, la reforma de las pensiones -verdaderamente un asunto de Estado- se quiera hacer desde un clima de consenso. El Gobierno podría haber tirado por la calle de en medio proponiendo su propia reforma gracias a su mayoría absoluta, pero decidió nombrar a un comité de expertos para encauzar el debate. Como dijo el viernes uno de sus componentes, se trata de poner los raíles sobre los que debe circular el tren de las pensiones en las próximas décadas.

Es verdad que carece de sentido el nombramiento de algunos de ellos por sus evidentes intereses en la privatización del sistema público de pensiones, pero aun así es mejor contar con informes sólidos que con la demagogia y el populismo que se ha instalado en el Parlamento español, donde se suele tirar con pólvora del rey. Y el hecho de que Cristóbal Montoro haya decidido crear su propia comisión de expertos para reformar el lamentable sistema tributario vuelve a ser una buena noticia.

Una reforma condenada al fracaso

Es mejor hablar -siempre que las palabras no escondan simples movimientos tácticos- que tirarse los trastos a la cabeza, y una reforma que no es aceptada por amplias mayorías de la población está condenada al fracaso. Ese fue el principal error de la reforma laboral, que ha sucumbido porque la filosofía que la inspira no ha sido asumida por una de las dos partes que negocian los convenios colectivos: los comités de empresa. Si la reforma laboral se hubiera hecho creando un clima previo de consenso, es muy probable que el resultado hubiera sido muy distinto.

Si esta crisis le pilla a España con los 12.500 euros de renta per cápita que tenía en 1975 en euros actuales (hoy tiene) 22.700 en términos de poder de compra) es muy probable que el clima de convivencia que se respira en el país pese a las dificultades hubiera sido muy distinto

El hecho de implicar a la sociedad en las reformas es la mejor forma de impedir que la política se convierta en un gueto dominado por los carromeros de turno, en lúcida expresión acuñada por los lectores de El Confidencial, y en el que sólo triunfa el sectarismo y el arribismo.

Quien negocia está obligado a enseñar sus cartas, y refugiarse en el simple juego de las mayorías y de las minorías parlamentarias para ocultar la falta de proyecto político, no es más que un gesto de bisoñez. Hoy ocurre que los partidos presentan alternativas irreales simplemente porque saben que no pasarán el algodón de la negociación. Y, por eso, estamos ante un gigantesco tongo político. Ya algunos  filósofos chinos de la antigüedad advertían que lo primero que tenía que hacer alguien que alcanzara el poder no era ejercerlo, sino asegurarse de que en todo caso la armonía social siempre estuviera a salvo. El poder de coacción -incluso física- del Estado es demasiado avasallador para dejarlo sólo en manos de los políticos.

Crear comités de expertos o redactar libros blancos, como le gustaba a Zapatero, no es, sin embargo, suficiente. Parece evidente que, a medida que avanza la crisis, el problema de España tiene que ver con una reforma constitucional. Con una negociación desde arriba que dé sentido y coherencia a todo lo demás. Y el Gobierno se equivoca si piensa que puede atacar las deficiencias del sistema autonómico, local o tributario con simples parches que no ataquen el fondo del asunto. Que no es otro que modificar el Título VIII de la Constitución, que se ha quedado obsoleto y carente de utilidad para resolver los problemas.

No tiene sentido abordar la reforma de la financiación autonómica (afectada por la reforma fiscal) sin tocar la Constitución. Y sólo hay un camino para hacerlo: negociar y negociar alrededor de una Ponencia constitucional con luz y taquígrafos, como se hace en los países civilizados. Cuanto antes se haga, mejor para todos.