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¿Por qué tanto odio hacia la TV pública?
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Carlos Sánchez

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¿Por qué tanto odio hacia la TV pública?

  España, que es un país poco dado a unanimidades -salvo las impuestas por las bayonetas en los últimos dos siglos

 

España, que es un país poco dado a unanimidades -salvo las impuestas por las bayonetas en los últimos dos siglos de su historia-, dispone, sin embargo, de un espacio fecundo para el consenso. Y no es otro que las televisiones públicas.  Si alguien repasa los comentarios que suelen hacerse sobre la necesidad de una televisión pública, se llega a la conclusión de que hay que dinamitarla. Exactamente igual que se ha hecho en Grecia.

Es evidente que también desde amplios colectivos se justifica su existencia, pero el sentir de la mayoría -el CIS debería hacer una encuesta específica sobre qué piensan los ciudadanos- es que estamos ante una ruina económica que ha montado una caterva de políticos mediocres para su propio lucimiento. La televisión pública, en una palabra, es sinónimo de manipulación, y por eso habría que echarla los siete candados que sellan el sepulcro del Cid.

Tal es la animadversión contra la televisión pública (y en menor medida contra la radio) que no hay tertulia en la que alguien no diga que lo primero que hay que hacer para reducir el déficit público (474.493 millones de euros acumulados en los últimos cinco años) es cerrar platós y estudios de grabación, como si el presupuesto de las cadenas de televisión fuera determinante en la dimensión del desequilibrio fiscal.

El planteamiento es tan absurdo que es como si tuvieran que cerrarse los bancos porque ellos nos han llevado a la ruina. Lo razonable, y eso es lo que han hecho los gobiernos, es capitalizarlos (y mandar a galeras a sus gestores) para que sigan haciendo su función. Y parece evidente que las televisiones privadas -de forma totalmente legítima- no cumplen algunas de las funciones encomendadas a la televisión pública. Sin duda, uno de los escasos símbolos del Estado que opera en todo el territorio nacional en un país al que los localismos lo comen por los pies.

Esta repugnante colisión de intereses entre lo público y lo privado es, sin duda, lo que explica el actual carajal televisivo. Y lo que es todavía peor, explica que la industria audiovisual española -con una facturación de cerca de dos mil millones de euros- sea hoy una calamidad por ausencia de planificación y de racionalidad económicaHasta alguien como Miguel Ángel Rodríguez, que como secretario de Estado de Comunicación colaboró en producir este desaguisado, sostiene sin rubor que hay que cerrarlas, como si la degradación del actual mapa audiovisual -tanto público como privado- no tuviera nada que ver con decisiones arbitrarias tomadas en su día desde Moncloa a la hora de entregar cadenas de televisión a los amigos del Gobierno, como se hizo tanto en tiempos de Aznar como de Zapatero.

Algunos de los beneficiarios viven hoy encantados de haberse conocido al calor de los millones de euros -eso sí que es un pago en diferido- que entregó el de León a sus compinches de baloncesto (Ferreras, Contreras et alters), mientras que otros -como bien sabe Javier Arenas- se quedaron con un canal de televisión (ahora son dos con La Sexta) a cambio de que un periódico fuera la alfombra del Gobierno. Sin contar la atrabiliaria decisión de permitir operar en abierto a un canal que estaba cerrado, y cuya salida de la clandestinidad permitió al grupo Prisa enjugar su agujerada contabilidad.

Paro y concurso de acreedores

Esta repugnante colisión de intereses entre lo público y lo privado es, sin duda, lo que explica el actual carajal televisivo. Y lo que es todavía peor, explica que la industria audiovisual española independiente -con una facturación de cerca de dos mil millones de euros- sea hoy una calamidad por ausencia de planificación y de racionalidad económica.  El resultado no puede ser otro que paro y concursos de acreedores en un sector que, si se hubieran hecho las cosas bien, hoy podría generar miles de puestos de trabajo.

Es curioso que la televisión pública se siga viendo como un gigantesco aparato de agitación y propaganda, probablemente por inercia de los tiempos del franquismo, y no como una magnífica oportunidad para crear puestos de trabajo, despojada de ribetes ideológicos. Máxime cuando la demanda de información, educación, cultura y entretenimiento no deja de crecer. No sólo por los niveles de renta acumulados por los hogares, sino, sobre todo, por la eclosión de nuevos soportes tecnológicos que multiplican el valor añadido de la producción audiovisual gracias a la innovación.

La causa de esa confusión entre lo estrictamente económico y lo ideológico tiene que ver, lógicamente, con la voracidad de los gestores públicos. Obsesionados con convertir un medio de entretenimiento e información en una máquina al servicio de la nomenclatura del partido que gobierna. No es de extrañar, por lo tanto, que los ciudadanos -es absolutamente legítimo- vean a las televisiones públicas como el leviatán (nadie hay tan osado que lo despierte...) que arruina sus bolsillos.

Este es, en realidad, el fondo del debate sobre si debe existir una televisión pública o no. Si se quiere una programación para la gloria de los régulos de turno, es evidente que debe desaparecer; pero, parece evidente, que tiene una función que cumplir. No sólo como plataforma de dinamización de la industria audiovisual (en España hay más de 600 pequeñas productoras que necesitan una ventana de oportunidad que las televisiones privadas por razones obvias no pueden ofrecer), sino, porque por mandato constitucional el Estado está obligado a dar voz a las minorías, garantizando el acceso a los medios de comunicación públicos de todos los grupos sociales significativos.

La causa de esa confusión entre lo estrictamente económico y lo ideológico tiene que ver con la voracidad de los gestores públicos. Obsesionados con convertir un medio de entretenimiento e información en una máquina al servicio de la nomenclatura del partido que gobiernaUnos medios públicos de calidad, por ejemplo, hubieran podido denunciar el contubernio deplorable entre los caciques locales y los poderes públicos que ha alimentado la burbuja inmobiliaria. O la lamentable comercialización de participaciones preferentes. Ese es el espacio de los medios públicos. Ser la voz de quienes no la tienen. Por supuesto, sin hacer la competencia desleal a las televisiones privadas mediante sistemas vergonzantes de financiación.

Información libre y transparente

Merece la pena, en este sentido, recordar al irlandés Sean McBride, galardonado en 1974 con el premio Nobel de la Paz. Su nombre no dirá nada a la mayoría de los ciudadanos. Y no es para menos. El mundo avanza tan rápidamente que es incapaz de saborear su propio pasado. Pero a McBride se le recuerda por ser el coordinador de un informe encargado por la Unesco que oficialmente se llamó ‘Voces Múltiples, un solo mundo’. El documento vio la luz en 1980, y básicamente llamaba la atención sobre el papel de los medios en un mundo que comenzaba a globalizarse.

El informe McBride anclaba sus argumentos en la necesidad de asegurar un equilibrio entre el emisor de la información y el receptor. O dicho de forma más directa, reivindicaba la pertinencia de contar con medios de comunicación libres y transparentes. No supeditados al poder político o económico.

El informe hablaba de ética, de democracia, de valores, y de esas cosas que hoy suenan algo subversivas. Incluso se atrevía a alertar sobre los efectos nocivos que tendría para los ciudadanos la existencia de oligopolios capaces de controlar los flujos de información. Y ese es, exactamente, el problema: la existencia de oligopolios informativos incapaces de denunciar las arbitrariedades del poder. Sobre todo desde instrumentos tan poderosos como las televisiones, que no dejan de ser una concesión administrativa, y por lo tanto, están sometidas a los designios del poder. Pero no para hacer de la política un espectáculo obsceno como si se tratara de un folletín rosa, sino para elevar el debate hacia el espacio del conocimiento.

¿Quiere decir esto que las televisiones públicas deben ser un pozo sin fondo? En absoluto. Habrá que cerrar las que no cumplan esa función social y económica que iluminó su nacimiento. Buscando fórmulas inteligentes de financiación que no ahoguen a los hogares. Pero cerrar una televisión pública porque no es rentable es como hacerlo con una biblioteca o con un teatro. Es probable que el déficit presupuestario mejore, pero lo que es seguro es que todos seremos más pobres.