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La República y la falsificación de la historia
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Carlos Sánchez

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La República y la falsificación de la historia

Sostenía Santiago Carrillo hace muchos años que el único comunista verdaderamente imprescindible en tiempos de la clandestinidad era Domingo Malagón

Foto: Bandera de la I República Española
Bandera de la I República Española

Sostenía Santiago Carrillo hace muchos años que el único comunista verdaderamente imprescindible en tiempos de la clandestinidad era Domingo Malagón. Su nombre es, probablemente, desconocido parala gran mayoría de los ciudadanos, pero hubo una época en que su papel fue indispensable debido a la calidad de sus falsificaciones.

Malagón fue el responsable del aparato técnico del PCE, y como tal era el encargado de facilitar la documentación falsa a quienes entraban en España de forma clandestina o permanecían en el país jugándose el pellejo en plena dictadura. De ahí su condición de imprescindible. Cualquier error en la falsificación de un carné de identidad o de un pasaporte -por nimio que fuera- podía pagarse con la vida. Y por eso muchos de sus beneficiarios llegaron a considerar su trabajo -Jorge Semprún habló de ello en sus Memorias- como una obra de arte digna de entrar en los museos.

El arte de la falsificación, sin embargo, ha entrado enla política española de forma mucho más zafia y atropellada. Nada que ver con Malagón, un artista fino y nada vulgar. Se pisotea la Historia –y en particular en la Cataluña actual como antes se hizo en el País Vasco– hasta el extremo de llegar a considerar la Transición como una especie de carta otorgada (cuando el rey hacía concesiones a sus súbditos) por parte de quienes por entonces se llamaban ‘poderes fácticos’. Como si la Ley de Amnistía de octubre de 1977 que sacó a terroristas de las cárceles, la creación de nacionalidades y regiones con gran autonomía política o la legalización del propio PCE hubieran sido un regalo caído del cielo. Y no digamos la jubilación apresurada del antiguo régimen tras el referéndum de la reforma política de diciembre de 1976.

Tal manipulación de la historia llega al extremo cuando se identifica a la República con la bandera tricolor, obviando que esta enseña –como reconoce el propio decreto que le dio vida legal en abril de 1931– sólo se utilizó en la II República, y de manera marginal durante medio siglo antes en los círculos republicanos como símbolo de la “emancipación” del pueblo. Lo que en realidad hizo la II República fue añadir una franja morada para incorporar a la Corona de Castilla (símbolo de los comuneros), toda vez que la bicolor se consideraba que sólo representaba a la Corona de Aragón. De hecho, durante la I República la enseña oficial fue la bicolor, la misma que se utilizó ya en tiempos de Carlos III, el más insigne de los borbones. El color morado, por lo tanto, no tiene que ver con el modelo de Estado –monarquía o república–, sino con la integración territorial de España, no con la dispersión geográfica.

Más allá del debate histórico, sin embargo, lo relevante es la ausencia de un relato riguroso sobre la Transición. Hasta el punto de que hay toda una corriente del pensamiento que minimiza ese periodo de la historia de España como si se tratara de un tiempo similar al Chile de Pinochet, cuando el dictador tuteló durante algunos años el país tras abandonar formalmente el poder. Claro está, hasta que los chilenos pudieron finalmente romper las cadenas.

Una lectura tramposa de la historia

La causa de esta lectura torticera del pasado probablemente tenga que ver con la ausencia de un relato riguroso -asumido por la clase política- de lo que ha sido la historia de España. Aznar lo intentó al comienzo de su mandato acercándose a Azaña, la Residencia de Estudiantes y escritores republicanos como Max Aub, pero al final cayó en el mismo error que casi todos los presidentes de la democracia. No asumir –para bien o para mal– la historia de España como un proceso complejo con sus luces y con sus sombras, y que cualquier gobernante con sentido de Estado debe tener en cuenta. Esta desmemoria tuvo, paradójicamente, su época más desgraciada con un Zapatero sectario y mezquino, incapaz de entender los procesos históricos, Y lo que es todavía peor: llevado por el oportunismo político más barato para ganar votos.

Esos errores son los que ahora explican que el país aborde una segunda Transición sin comprender suficientemente su reciente historia, lo cual genera un lío monumental. Hasta el extremo de que en lugar de discutir sobre cómo conseguir una monarquía más moderna y menos anclada en el pasado –la entrega de títulos nobiliarios es una práctica medieval o el papel absurdamente predominante del jefe del Estado en actos de Gobierno como es la obtención de contratos para las empresas españolas en el extranjero– el debate gire en torno a república o monarquía, como si la Corona no tuviera –afortunadamente– un papel marginal en la acción de Gobierno, que en el fondo es lo relevante. En Holanda, por ejemplo, el monarca ya ni siquiera llama a consulta a los partidos tras unas elecciones porque se entiende que esa es una función típica de los políticos, y, por lo tanto, ajena a las funciones reales.

Esta desmesurada importancia que se le da en España a la forma de Estado –en términos de monarquía o república– probablemente tenga que ver con un defecto de fabricación de los herederos de la Transición política, que en lugar de explicar cómo fueron las cosas, han dejado la pedagogía en manos de ilustres ignorantes. Por supuesto, con el respaldo interesado de quienes son incapaces de entender que el país ha abrazado un nuevo tiempo y que el reto actual es modernizar una arquitectura institucional que se ha quedado obsoleta. Como dijo un día José Borrell –refiriéndose a las infraestructuras–, “a España se le han roto las costuras”. Y no hay peor receta que intentar meter a un país en un ropaje que ya no le cabe.

Desbordamiento del sistema político

O dicho de otra forma. Lo relevante es cómo conseguir una normalización de las relaciones entre la sociedad (lo que ahora el líder de Podemos llama gente) y la política, y no parece que esta sea una cuestión que deba relacionarse con el modelo de Estado. Aunque, por supuesto, una república siempre será más democrática que una monarquía, que por su propia esencia no lo puede ser. La biología nunca es democrática, pero no tiene por qué ser un freno a la prosperidad de las naciones.

Como sostiene un antiguo ministro socialista, “lo que es terrible” es que en las últimas dos décadas el país no haya sufrido ninguna transformación importante en su estructura institucional, lo cual explica el desbordamiento del sistema político creado durante la Transición, y que como todos los sistemas políticos tiene fecha de caducidad a medida que se incorporan nuevos actores sociales que necesariamente no tienen por qué verse identificados ni reflejados en el esquema actual.

Esta incapacidad para debatir sobre los asuntos de mayor calado, y, al mismo tiempo, la primacía de la política cortoplacista que desprecia nuestra reciente historia refleja, sin duda, siglos de intolerancia y fanatismo intelectual; pero, sobre todo, muestra la inexistencia de un espacio común de entendimiento capaz de crear un espíritu colectivo, a la manera delvolksgeistalemán o delrepublicanismofrancés surgido tras la revolución de 1789. O de la propiarevolución americana, cuya estela aún se deja ver dos siglos después. Una nación es mucho más que una bandera, una forma de Estado o un territorio físico. Es una identidad cultural y un modelo de convivencia que ahora amenaza con romperse.

El agotamiento es de tal dimensión que los partidos mayoritarios compiten de forma artificial por un mismo espacio político (delimitado por la política europea) y se comportan de forman similar cuando están en el Gobierno o en la oposición. Cuando gobiernan juegan a ser formaciones de Estado, pero cuando están en la oposición lo que se busca es el derribo del contrario aunque el país sufra. Algo que explica que la política se haya convertido en ineficaz para muchos ciudadanos. Y cuando la política no resuelve los problemas de la gente, lógicamente, lo que sucede es que se buscan otras alternativas aunque sean carentes de racionalidad. O incluso se inventan interpretaciones absurdas de nuestra realidad más cercana. A lo mejor, ese es el problema.

Sostenía Santiago Carrillo hace muchos años que el único comunista verdaderamente imprescindible en tiempos de la clandestinidad era Domingo Malagón. Su nombre es, probablemente, desconocido parala gran mayoría de los ciudadanos, pero hubo una época en que su papel fue indispensable debido a la calidad de sus falsificaciones.

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