Es noticia
Pena de España con duquesa esperpéntica
  1. España
  2. Notebook
José Antonio Zarzalejos

Notebook

Por

Pena de España con duquesa esperpéntica

De no ser por Carmen Rigalt y sus lúcidas e irónicas columnas en la contra del diario El Mundo, la boda de la duquesa de Alba

De no ser por Carmen Rigalt y sus lúcidas e irónicas columnas en la contra del diario El Mundo, la boda de la duquesa de Alba habría concitado un aleluya coral y unánime de la opinión publicada, obviando el esperpento consumado en el Palacio de Dueñas de Sevilla el pasado miércoles y que, más allá del género rosa y el cotilleo, ha servido para reafirmar internacionalmente los peores tópicos sobre España, demostrar que las elites en nuestro país se desploman y que parte de la nobleza es temeraria en su exposición pública cuando la Monarquía no atraviesa por su mejor momento. Más aún: acredita que los medios generalistas compiten en banalidad temática haciendo bueno el diagnóstico de que nuestra prensa tradicional está fuera de sintonía con sus públicos objetivos, que no son los que pagan por productos cardiacos y cuchés.

placeholder

 Rigalt parece ser la única periodista que le ha tomado la medida a Cayetana  Fitz-James Stuart y Silva, cuya relación con Alfonso Díez tacha de “impostura” en una mujer que “está para el tinte pero no se rinde” y a la que “siempre le ha gustado el papel cuché”. Nuestra benemérita colega acierta cuando define el enlace matrimonial de la duquesa (escríbase DQS) como “uno más de los gestos publicitarios a los que nos tiene acostumbrados”. En definitiva, “una pedorreta al mundo”. Recomiendo vivamente su crónica del pasado sábado en la que, bajo el título ‘La pesadilla de Goya’, pone este asunto en sus justos términos.

Ramón Pérez-Maura, por su parte, publicó el jueves en ABC una pieza muy consistente que merece ser citada (Pérez-Maura es un auténtico especialista en esta materia y, seguramente, uno de los mejores y más rigurosos expertos en el devenir de las dinastías y sagas aristocráticas europeas, además de biógrafo de Otto de Habsburgo y de Simeón I, destronado Rey de Bulgaria). Se titulaba su artículo ‘Casar libertad y duquesa’, y concluía así: “Y ya se sabe que en estos casos, si tú quieres ser como los demás, los demás pueden querer ser como tú. Muy legítimamente.” O sea, que nuestra duquesa está a sopas y sorber.

La Vanguardia, también el jueves, dedicaba al evento un editorial de corte sociológico (‘La duquesa y el gran vecindario’) en el que sostiene que la noble “se casa con su audiencia” ya que su nuevo marido es “anodino”, sin el abolengo de su primer esposo -coherente con “el franquismo”- y sin la peculiaridad de su segundo, sacerdote secularizado, lo que implicó entonces una “ruptura cultural típica” de la transición. Cayetana de Alba se asemeja a una oportunista: se casa al ritmo de los tiempos. Por su parte, el diario El País, apostillaba en un editorial que “hace ya años Valle Inclán les hizo buscar a sus personajes la verdad de la España de entonces en los reflejos de los espejos cóncavos del callejón del Gato, de Madrid. Ayer fue en el palacio de Dueñas de Sevilla el espejo que retrató de manera diáfana la España del presente”.  Aludo a estas citas para que el lector no se despiste: el enlace ducal no es un mero trending-topic ocasional sino síntoma de un mal de fondo.

“La duquesa libertina”

Para entender esta grotesca y desatinada exhibición de la duquesa de Alba -y el esperpento en los mejores perfiles literarios de Ramón María del Valle Inclán se define por lo grotesco y desatinado- habría que remitirse a la fascinación que sobre Cayetana de Alba ejerce su antecesora  María del Pilar Teresa Cayetana De Silva-Álvarez de Toledo (1762-1802), retratada por Francisco de Goya y Lucientes (el cuadro cuelga de los muros de Liria) y modelo, seguramente, de la maja desnuda y vestida del pintor aragonés que se exponen en el Museo del Prado. Aquella mujer -tenida, quizás injustamente, por la “duquesa libertina”- escandalizó a su peculiar manera a una corte torpe y moralmente mugrienta. La majeza, el amor a la tauromaquia y a los toreros, la llaneza en el estar con el pueblo y su vida sentimental llena de avatares, consagró la celebridad de aquella dama que ha inspirado a su sucesora hasta en el peinado ensortijado que luce en las últimas décadas.

Algunos han estallado en zalamerías ante este grotesco desatino, fuera de lugar en un país ahogado en la crisis, en el que la nobleza ha de comportarse en coherencia con la delicadeza política y social que acecha a la Corona, sin cuya vigencia no tienen sentido

Cayetana Fitz-James Stuart ha creído que sus títulos con grandeza (16) y sin ella (21), le permiten retrotraerse a la España de aquella época en el ejercicio menos empático, más vulgar y decididamente insolidario de comportamiento anacrónico y reaccionario. Puede casarse la duquesa con quien le pete y como le pete. Ya lo hizo en 1947 con Luis Martínez de Irujo y en 1978 con Jesús Aguirre (extraordinariamente bosquejado por Manuel Vicens en ‘Aguirre, el magnífico’). Pero como mujer privilegiada -en títulos y en fortuna, debida tanto a méritos de sus antepasados como a privilegios otorgados- estaba obligada a atenerse a la discreción evitando el antiestético espectáculo de esos amoríos octogenarios tan poco convincentes; sometiendo a la más estricta intimidad sus peleas de corrala con sus hijos a los que ha castigado moralmente con sus afectos desbordados hacia aquellas personas que fueron sus esposas y el marido de su hija; velando por la privacidad de un reparto hereditario en vida -y por lo tanto, revocable- que somete a obsceno escrutinio público sus palacios, fincas, dehesas, pinacotecas y cartera de valores, y sin el que sus vástagos no habrían consentido el matrimonio, todo ello cuando España atraviesa por un periodo de empobrecimiento y angustia.

Algunos articulistas -y no precisamente ‘del corazón’- han estallado en zalamerías ante este grotesco desatino, fuera de lugar en un país ahogado en la crisis, en el que la nobleza ha de comportarse en coherencia con la delicadeza política y social que acecha a la Corona, sin cuya vigencia no tienen sentido, y en el que, por circunspección, debe aplicarse la modestia en la exhibición de la riqueza y, mucha más todavía, en la desnudez de la permanente holganza. Afirmar que la boda de la duquesa es un “faro en mitad del naufragio de la escala de valores  sobre la que navegamos” es un exceso declamatorio, aunque venga de un buen escritor sevillano en un periódico serio y monárquico.

Por lo demás, la tercera boda de la duquesa se ha producido con la escenografía más tópica y ancestral, llena de concesiones al populismo pre-fernandino, el de aquel felón que fue deseado por los españoles y aborrecido luego por la historia. La escenografía de una España que no existe, o que sólo lo hace en las nostalgias de minorías parasitarias. Entre las que, por cierto, no están incluidos los discretos y laboriosos duques de Huescar y de Aliaga -Carlos Fitz-James Stuart, el heredero, y Alfonso Martínez de Irujo, su hermano, que disponen de credenciales de seriedad y rigor-, ni Fernando, apenas conocido, ni tampoco Jacobo, dedicado a la edición cuidadosa de libros y a quién su madre ha zaherido públicamente en la persona de su segunda mujer, Inka Martí, a la que ha tildado de “mala y envidiosa”.

Reformar la vulgaridad

El hecho cierto es que este episodio de sainete esperpéntico ha llegado primero a las páginas de The New York Times, pese a los esfuerzos de Carmen Rigalt para evitarlo, y, después de la boda, a todos los demás medios en los que ha abundado el choteo, especialmente en los británicos. Eso nos hace daño porque  nos banaliza y deforma. Buena culpa la tienen los medios españoles y la tenemos los periodistas como ha expuesto el profesor Bernardo Díaz Nosty  hace unos días en ‘El libro negro del periodismo’, en el que pide un “rescate” de esta profesión nuestra caída ahora en la ambigüedad de vender la noticia más como espectáculo y entretenimiento que como hecho de incidencia relevante en la sociedad. Porque, ¿se atiende a una demanda de información o son los propios medios los que generan el mercado de este tipo de relatos?

 Viene a cuento recordar ahora a Javier Gomá, que escribió en 2010 un ensayo de referencia titulado ‘Ejemplaridad pública’ elaborado con el sano propósito de “reformar la vulgaridad” y a Isabel Burdiel, catedrática de historia, que publicó el año pasado la biografía, definitiva según los expertos, de Isabel II. Escribe la autora que la Reina sufrió “ataques furibundos en los que desempeñó un papel fundamental la utilización de la vida íntima de la familia real”. Para Burdiel, el destronamiento de la Reina  tuvo que ver con las formas de vida, nada edificantes, de la realeza y de la aristocracia.

Quizás por esa razón -una expresión de pudor- del único acto del que no se tiene testimonio gráfico es de la visita de la duquesa y Alfonso Díez a Don Juan Carlos para pedirle su venia. Con o sin ella, Cayetana de Alba se hubiese casado, pero su llaneza y sencillez no llegan a renunciar la vanidad de que sea el Jefe del Estado quien acepte su enlace. Y así, el esperpento -un  género valleinclanesco que sirvió para zaherirnos- ha regresado. Esperemos que no se instale, pese a tanto nostálgico de la España dieciochesca, corrupta y chabacana. Y que ahora -en lo de corrupta y chabacana- revivimos. Con duquesa incluida. Pena de país malquerido por aquellos que con su supuesto amor le matan: patriotas, como Cayetana, que le abrazan como lo hacen los osos. Amores que matan.

De no ser por Carmen Rigalt y sus lúcidas e irónicas columnas en la contra del diario El Mundo, la boda de la duquesa de Alba habría concitado un aleluya coral y unánime de la opinión publicada, obviando el esperpento consumado en el Palacio de Dueñas de Sevilla el pasado miércoles y que, más allá del género rosa y el cotilleo, ha servido para reafirmar internacionalmente los peores tópicos sobre España, demostrar que las elites en nuestro país se desploman y que parte de la nobleza es temeraria en su exposición pública cuando la Monarquía no atraviesa por su mejor momento. Más aún: acredita que los medios generalistas compiten en banalidad temática haciendo bueno el diagnóstico de que nuestra prensa tradicional está fuera de sintonía con sus públicos objetivos, que no son los que pagan por productos cardiacos y cuchés.