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La madre que nos parió y la resurrección de Montesquieu
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José Antonio Zarzalejos

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La madre que nos parió y la resurrección de Montesquieu

La dogmática paradigmática social-progresista que ha condicionado el desarrollo constitucional e impuesto los criterios éticos y cívicos de la sociedad española se dedujeron de un hito

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La dogmática paradigmática social-progresista que ha condicionado el desarrollo constitucional e impuesto los criterios éticos y cívicos de la sociedad española se dedujeron de un hito teórico consistente en dos afirmaciones fundacionales emitidas por un mismo autor. La primera aseguraba que “el día que nos vayamos de España no la va a conocer ni la madre que la parió”; la segunda sentenciaba que “Montesquieu ha muerto”. Sí, las dos célebres frases fueron pronunciadas por Alfonso Guerra González que en el socialismo español fue el gran prescriptor ideológico.

En función del primer aserto, el PSOE pretendió, y en muy buena medida logró, romper los equilibrios de la sociedad española que determinaban una incompatibilidad mayoritaria con la ruptura y el regreso a la confrontación. La reforma fue el espíritu que inspiró la transición pilotada en lo esencial por la Unión de Centro Democrático, un partido-recipiente en el que se alinearon de forma coyuntural socialdemócratas, democristianos, azules post franquistas, liberales y conservadores, pero con una formación  a su derecha -Alianza Popular- que, al mando de Fraga, recogió a los más renuentes del tránsito del franquismo a la democracia. UCD, junto a méritos extraordinarios, cedió en la elaboración de la Constitución certezas por consenso. Los peores defectos actuales de la Carta Magna fueron sus mejores aciertos hace un cuarto de siglo, aunque han tenido corto recorrido.

Sus defectos: la ambigüedad en el modelo de Estado -nacionalidades y regiones-; el principio dispositivo de competencias a favor de las Comunidades Autónomas -de donde trae causa la segunda ronda de Estatutos y el disparado gasto público propiciado por castas políticas replicantes del Estado-; la escasa definición de determinados derechos -como el de la vida en su fase inicial-; la formulación incontenida de facultades ciudadanas de imposible aseguramiento (la vivienda, el trabajo) y, entre otras muchas debilidades, un procedimiento de reforma de la propia Constitución en sus aspectos menos doctrinales, que no ha permitido su adaptación en los momentos adecuados, en buena medida por el enraizamiento en el sistema de una dirigencia de numerus clausus  que ha querido mantener a toda costa el estatus quo.

Los socialistas, que entre 1982 y 1996, bien con sus propias mayorías absolutas, bien con la ayuda siempre constante de los partidos nacionalistas, gobernaron a placer, aprovecharon todas y cada una de las ambigüedades constitucionales para hacer una España a su medida, comenzando por debilitar el propio concepto nacional y estableciendo la pauta de ética cívica progresista en la opinión pública. Lo políticamente correcto consistió entonces, y sigue aún esa inercia, en expresarse en paradigmas de la izquierda. Y lo progresista eran todos aquellos principios y criterios que se enfrentaban a los de tiempos anteriores sistemáticamente contaminados, según el dogma socialista, por el franquismo. Gracias a un sistema educativo (la LOGSE), y un sistema de medios de comunicación afecto -públicos y privados-, el PSOE dio el vuelco haciendo bueno el augurio de Guerra: a España no la iba a conocer ni “la madre que la parió”. Ese cambio contra natura -porque fue una imposición basada en la coartada del franquismo- se fundamentó en la falacia de que sólo había una manera -la de la izquierda- de desarrollar normativamente la Constitución y sólo una forma determinada de interpretarla a través de un Tribunal Constitucional ideológicamente intervenido.

El mandato que recibió el Partido Popular el pasado 20-N es doble: por supuesto, salir de la crisis. Pero también rescatar al país del monopolio ideológico en la conformación de nuestro sistema político-constitucional

Cuando los socialistas se marcharon en 1996, el Partido Popular se encontró con un panorama desolador, en algo parecido al que le recibió el pasado diciembre de 2011, tras más de siete años de progresismo banal de Rodríguez Zapatero que, tratando de mejorar la obra de sus antecesores, instaló la ideología de género -de ahí que el aborto se contemple como un derecho que en ninguna parte está contemplado como tal-, la revisión de la transición a través del artefacto de la memoria histórica, el debilitamiento de los pilares constitucionales (España es una nación discutida y discutible) y desastres varios que ya están referidos ad nauseam.

Que el poder detenga al poder

Pero no era bastante que a España no la conociese “ni la madre que la parió”, sino que también era preciso destruir el principio formulado por Montesquieu según el cual “el poder debe detener al poder”, estableciendo entre ellos una separación equilibradora y recíprocamente vigilante. La doctrina de la separación de poderes, sin embargo, era para el socialismo de la década de los ochenta del siglo pasado, un grave obstáculo para que la madre de España no la reconociese. Así que Guerra decidió que Montesquieu había muerto. Del óbito se deducía que el poder ejecutivo -que ya contralaba el legislativo- podía asaltar el judicial. Y lo hicieron cambiando el sistema de elección del Consejo General del Poder Judicial -órgano de Gobierno de los jueces- y alterando unilateralmente tantas cuantas veces quisieron la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional -también la reguladora del Poder Judicial- al que se le permitió, no sólo la más extrema y peor politización, sino, además, constituirse de hecho en una instancia de casación de las sentencias del Tribunal Supremo. Desde el caso Rumasa hasta la excarcelación de la llamada Mesa Nacional de Herri Batasuna, el historial de la instancia garante de la interpretación de la Constitución resulta demoledor para su crédito y reputación.

El mandato que recibió el Partido Popular el pasado 20-N es doble: por supuesto, salir de la crisis. Pero también rescatar al país del monopolio ideológico en la conformación de nuestro sistema político-constitucional. No hay que darle demasiadas vueltas al sentido de las reformas que Sáenz de Santamaría y Ruiz-Gallardón han anunciado esta semana en el Congreso de los Diputados. A través de ellas se trata, simplemente, de que España sea de todos los españoles, que se restaure el entendimiento ponderado de los derechos y libertades, que se dote al Poder Judicial de un margen de independencia en su autogobierno; de que el Tribunal Constitucional no sea un  reducto de imposiciones ideológicas por cuotas; de que la ley se cumpla sin interpretaciones a conveniencia o alternativas; de que el reproche social máximo se corresponda con penas y procedimientos adecuados (prisión permanente revisable y reforma de la Ley de Menor), que los gestores públicos respeten los recursos que los ciudadanos ponen en sus manos; que las autonomías dejen de comportarse como pequeñas taifas sin control; que los ciudadanos puedan saber en qué se gasta y cómo su contribución a las arcas públicas mediante una adecuada norma de transparencia.

En otras palabras: lo que los ministros anunciaron -y veremos si cumplen- es que el sistema no tiene que estar empapado y poseído por el dogmatismo progresista, exclusivo y excluyente, de la izquierda política y de sus derivaciones en todo el área educativa y en la judicial. Se trata, sencillamente, que se restablezca la ciudadanía para aquellos que la han disfrutado de segunda clase, aplastados por los complejos de no sentir y pensar en progresismo. Se trata, por decirlo a la inversa de Alfonso Guerra de que España sea reconocible “por la madre que la parió” -es decir, por su propia trayectoria histórica y por un proyecto compartido para el futuro- y de resucitar a Montesquieu a fin de que “el poder pare al poder” y que se recupere la separación de poderes y se acabe con la unidad de poder y diferenciación de funciones que han impuesto las dos largas égidas de poder socialista desde 1982 hasta el presente.

Esa es la misión del Gobierno y de su partido; para eso han sido elegidos por una mayoría absoluta de los españoles que dejó al PSOE en el suelo electoral más bajo de la historia de la democracia y para eso también, antes del 20-N, hubo un 22-M que le reenvió a la derecha democrática el poder territorial necesario para la restauración de un sistema ideológicamente secuestrado. Háganlo en concordia y hasta donde sea posible con acuerdo, siempre que el consenso no sea a costa de nuevas ambigüedades e insuficiencias. Y átense los populares, como Ulises, al mástil de la nave para no sucumbir a los cantos de las sirenas de la falsa corrección política.

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La dogmática paradigmática social-progresista que ha condicionado el desarrollo constitucional e impuesto los criterios éticos y cívicos de la sociedad española se dedujeron de un hito teórico consistente en dos afirmaciones fundacionales emitidas por un mismo autor. La primera aseguraba que “el día que nos vayamos de España no la va a conocer ni la madre que la parió”; la segunda sentenciaba que “Montesquieu ha muerto”. Sí, las dos célebres frases fueron pronunciadas por Alfonso Guerra González que en el socialismo español fue el gran prescriptor ideológico.