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Las reformas y el diagnóstico ‘antifranquista’ de Esperanza Aguirre
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José Antonio Zarzalejos

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Las reformas y el diagnóstico ‘antifranquista’ de Esperanza Aguirre

Alguien debería tener la perspicacia de encararse al auditorio de compromisarios del PP que celebra en Sevilla su 17º congreso y espetarle el mensaje que Esperanza

Alguien debería tener la perspicacia de encararse al auditorio de compromisarios del PP que celebra en Sevilla su 17º congreso y espetarle el mensaje que Esperanza Aguirre lanzó el pasado día 14 de febrero. Dijo la presidenta de la Comunidad de Madrid que la reforma laboral que por Decreto-Ley ha aprobado el Gobierno de Mariano Rajoy “acaba con el marco franquista que ha convertido a España en campeona mundial del desempleo”. Aguirre -que tiene muchos defectos, pero a la que no falta nunca energía política- interpretó en términos históricos con notabilísima precisión el significado de la profunda reforma del mercado laboral aprobado por el Ejecutivo. Porque es del todo cierto que el Estatuto de los Trabajadores de 1980, y los sucesivos parches que han pretendido flexibilizar aquel texto ortopédico, no han logrado diluir hasta la reforma vigente la estela proteccionista del Fuero del Trabajo de 1938, una de las leyes fundamentales de la dictadura, inspirado en la fascista Carta del Lavoro de 1927. Y nuestro paro estructural -en época de bonanza llega al 9/10%- se debe a la fosilización de la normativa laboral en la que aletea el pleistoceno laboral-sindicalista.

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El amparo al obrerismo del franquismo fue uno de los elementos de pretendida legitimación social de la dictadura, de ahí que el Fuero del Trabajo se promulgase en plena contienda civil y bajo los auspicios falangistas y católicos que materializaban las ansias de justicia social como concepto antitético a cualquier otro de cuña marxista-comunista que tuvieron notable éxito durante la II República. El proteccionismo del trabajador -una variante del paternalismo totalitario- fue compatible en el tiempo con los sindicatos verticales -vehículos de representación en la llamada democracia orgánica, juntamente con la familia y el municipio- adheridos al régimen, y con una patronal guiñolesca que oficiaba de interlocutora en un sistema de convenios intervenido por la autoridad política.

La regulación fue total; la rigidez extrema y la conformación de una mentalidad laboralista, considerada como una de las herencias menos impotables del franquismo, arraigó con enorme fuerza en la sociedad española. La infiltración en los sindicatos verticales del sindicalismo socialista y comunista -traducido: UGT y CC OO- se convirtió en una palanca de subversión del régimen de Franco pero no evitó que se trasladasen a la democracia criterios de regulación muy alejados a los de sistemas normativos del mercado laboral en los países de nuestro entorno.

España es el país con las leyes más rígidas de la Unión Europea y el coste del despido improcedente duplicaba al de Italia, Francia o Alemania, datos ambos ofrecidos por medios no precisamente afines al Gobierno de Rajoy, publicados el pasado día 11 de febrero. Basta hacer un mero ejercicio de derecho comparado para comprobar que la distancia -a veces sideral- entre la regulación del mercado laboral en España y Estados con tradición sindical -es el caso del Reino Unido- y sin ella -Estados Unidos- refleja un anacronismo pasmoso. Y Esperanza Aguirre ha tenido el valor de decirlo, planteando indirectamente la necesidad de que la derecha española sea capaz de acabar con incrustaciones postfranquistas.

En tres semanas, con las reformas laboral y financiera y los hachazos a los sueldos de directivos de Cajas intervenidas o ayudadas y de los de las empresas públicas, el PP ha tomado una delantera práctica sobre la dialéctica izquierdista que para sí hubiese querido el PSOE en sus últimos años de poder

Porque otra de las reformas del Gobierno de Rajoy -la financiera, respaldada el pasado jueves por el PSOE y CiU- liquida también otro resabio franquista: las Cajas de Ahorro como artefactos de desarrollo regional, receptáculos para complementar las insuficiencias retributivas de la clase política, sistema para la estabulación política de sindicalistas y mecanismo de exclusión de las entidades bancarias (a Franco no le gustaban los bancos), tanto comerciales como de inversión. Las Cajas -a través de su obra social y la financiación de proyectos provinciales y regionales- fueron otro de los elementos de pretendida legitimación del franquismo que generalizó las cartillas de ahorros.

La bancarización de España se produjo en nuestro país durante la dictadura a través de las Cajas, que alcanzaron una cuota de más del 50% del sistema financiero. Y con esa cuota se llegó a la democracia hasta que el Real Decreto Ley 3/2012 del Ejecutivo popular, cuando se cumplan sus previsiones, acabe con unas entidades que tuvieron su espacio y su función pero que entraron en la democracia con vicios y mañas igualmente franquistas, sólo superados en las que supieron profesionalizarse y hoy emergen -muy pocas- ya transformadas como agentes económico-financieros sanos y con futuro. Más aún: la limitación de sueldos en Cajas intervenidas o que sobreviven con ayudas públicas expresa hasta qué punto esa estructura financiera, subordinada a poderes locales y de comportamiento caciquil, incluso gestionadas por una diócesis como Caja Sur (Córdoba), necesitaba ser vareada por un legislación exigente. Y es notable que esa convulsión afecte, precisamente, a la entidad más próxima al Partido Popular. Me refiero, obviamente, a Bankia.

El tercer factor de pretendida legitimación del franquismo fue el confesional plasmado en el Concordato de 1953. Si los delegados del 38º Congreso del PSOE -que aplaudieron a rabiar las amenazas de Chacón y Rubalcaba de denunciar los acuerdos con la Santa Sede- supieran lo que realmente les importa a los compromisarios ‘populares’ los pactos concordatarios, repararían en lo poco que conocen el acervo de valores y percepciones transversales de la militancia y el electorado de la derecha española. La Iglesia española es para el PP -en el que conviven, como en el PSOE, familias ideológicas diversas- una realidad de gran poder social (siete millones de contribuyentes marcan la casilla de su declaración de IRPF para financiarla), pero no es una instancia prescriptora de sus decisiones y estrategias.

Si la izquierda cree que los criterios conservadores respecto del aborto o el matrimonio homosexual se derivan de imperativos de la moral católica, es muy probable que esté también radicalmente confundida. El conservatismo español trasciende la Iglesia jerárquica y encuentra en doctrinas permanentes de la ética cristiana determinados ingredientes ideológicos que forman parte ya de su acervo civil. Cualquier derecha europea -desde luego la socialcristiana alemana, o la gaullista francesa, por no aludir a la republicana estadounidense- es bastante más permeable al discurso eclesiástico que la española, por más que, especialmente en Francia, la laicidad sea un icono democrático. Lo cierto, en todo caso, es que al PSOE -tanto con González como con Zapatero- en este tema y en otros, se les fue la fuerza por la boca, y el leonés se instaló en la memoria histórica -tan frustrada y frustrante- para ellos como para los demás.

Tomando pie de la constatación de Esperanza Aguirre de que la reforma laboral “acaba con el marco franquista que ha convertido a España en la campeona del desempleo”, se puede llegar muy lejos en la destrucción razonada y razonable de que el posfranquismo sea, como pretende la izquierda, un reflejo condicionado de la derecha española. En tres semanas, con las reformas laboral y financiera y los hachazos a los sueldos de directivos de Cajas intervenidas o ayudadas y de los de las empresas públicas, el PP ha tomado una delantera práctica sobre la dialéctica izquierdista que para sí hubiese querido el PSOE en sus últimos años de poder.

Alguien debería tener la perspicacia de encararse al auditorio de compromisarios del PP que celebra en Sevilla su 17º congreso y espetarle el mensaje que Esperanza Aguirre lanzó el pasado día 14 de febrero. Dijo la presidenta de la Comunidad de Madrid que la reforma laboral que por Decreto-Ley ha aprobado el Gobierno de Mariano Rajoy “acaba con el marco franquista que ha convertido a España en campeona mundial del desempleo”. Aguirre -que tiene muchos defectos, pero a la que no falta nunca energía política- interpretó en términos históricos con notabilísima precisión el significado de la profunda reforma del mercado laboral aprobado por el Ejecutivo. Porque es del todo cierto que el Estatuto de los Trabajadores de 1980, y los sucesivos parches que han pretendido flexibilizar aquel texto ortopédico, no han logrado diluir hasta la reforma vigente la estela proteccionista del Fuero del Trabajo de 1938, una de las leyes fundamentales de la dictadura, inspirado en la fascista Carta del Lavoro de 1927. Y nuestro paro estructural -en época de bonanza llega al 9/10%- se debe a la fosilización de la normativa laboral en la que aletea el pleistoceno laboral-sindicalista.