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Hacia el fin del capitalismo popular
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José Antonio Zarzalejos

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Hacia el fin del capitalismo popular

“Las promesas que hicieron ayer los políticos son los impuestos de hoy” (W.L. Mackenzie King) El fisco pretende recaudar de tasas y cánones, respectivamente, a

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“Las promesas que hicieron ayer los políticos son los impuestos de hoy” (W.L. Mackenzie King)

El fisco pretende recaudar de tasas y cánones, respectivamente, a la generación eléctrica e instalaciones nucleares e hidráulicas del orden de 6.500 millones de euros, de tal forma que la reforma del sector se ha convertido, en realidad, en la localización de un filón para extraer mayores recursos públicos según las líneas generales un inmediato proyecto de ley explicadas por el propio ministro de Industria. No se aprobó ayer la norma en el Consejo de Ministros, pero es posible se apruebe en el próximo. La razón que aduce Montoro para esta vuelta de tuerca sobre el sector eléctrico -no secundado con entusiasmo por José Manuel Soria, plegado como otros ministros a los planteamientos poco sólidos del titular de Hacienda- es acabar con el déficit de tarifa que a final del pasado año era de 24.000 millones y que en este ejercicio sigue aumentando. Pero en vez de extraer de la tarifa costes extraños al servicio -generación y suministro- como las extraordinarias y abusivas primas a determinadas fuentes de generación de origen solar y otras partidas varias, el Gobierno pretende gravar toda la producción de MW en distintos grados y niveles, apaleando a la eólica, la más madura y eficiente de las renovables.

Las compañías del sector aducen que, con la deuda que arrastran (más de 70.000 millones de euros), este tsunami impositivo va a lastrar sus resultados de manera radical hasta dejarlos a cero e, incluso, condenarles a pérdidas (el monto fiscal previsto por tasa de generación equivale a casi todos los beneficios de las grandes Corporaciones del sector). Su capacidad de financiación, además, disminuirá vertiginosamente y sólo se salvarán de la quema las empresas internacionalizadas que obtienen resultados en otros mercados. Las centradas en el mercado nacional van a observar sus balances con auténtico vértigo. El mismo que les produce comprobar su descapitalización bursátil especialmente desatada en las últimas cuarenta y ocho horas, después de trascender las intenciones del Gobierno.

El ahorrador español va a ser la gran víctima de una gula fiscal que el Gobierno sólo pendiente de la cosecha de recursos para financiarse y enjugar el déficit

Con independencia de lo que ocurra al sector eléctrico/energético español -que seguramente desplazará sus inversiones a mercados más seguros y previsibles-, se va a producir un efecto pernicioso sobre sus accionistas: la disminución sustancial de la retribución de sus carteras. El ahorrador español -unos cuantos millones que han aguantado en renta variable con menor valor patrimonial pero en función de  una buena  rentabilidad por los dividendos- va a ser la gran víctima de una gula fiscal que el Gobierno sólo pendiente de la cosecha de recursos para financiarse y enjugar el déficit, pero sin valorar los efectos derivados de esas políticas de vuelo corto. Exprimir la fiscalidad de las empresas cotizadas -sean del sector que sean- implica en tiempos de recesión una devaluación de fuerte impacto en las rentas de capital de los accionistas que hasta ahora podían complementar pensiones y retribuciones salariales  disminuidas de manera sobrevenida por la crisis. Sobre la rentabilidad de las acciones de las empresas del sector eléctrico (más de un  millón de accionistas), del sector bancario, la telefonía y otros pequeño grupo heterogéneo de compañías del Ibex 35 (seguros, tecnológicas, gestoras de infraestructuras, algunas constructoras) España ha venido disponiendo de un razonable capitalismo popular, que ha asumido el dividendo flexible con no poco debate sobre su verdadero alcance.

Este aspecto retranqueado de los efectos derivados de la inminente imposición al sector eléctrico y a otros (después de haber incrementado el de sociedades y permitir una miscelánea de gravámenes locales y autonómicos) no se ha planteado todavía en toda su importancia, pero se planteará porque forma parte de la colosal devaluación interna (de rentas salariales, empresariales, disminución patrimonial, hundimiento del valor inmobiliario) que propicia la recesión y que con la desecación del beneficio empresarial a través de una fortísima imposición fiscal se va a agudizar. Las Cajas no retornarán ya a la sociedad beneficio alguno mediante su obra social; los bancos saneados -aquellos con un core capital ya en el 9% y 10%- han tenido que hacer tales provisiones por la indiscriminada reforma financiera  que  padecerán dificultades importantes para mantener su política de dividendo; Telefónica (recuerden: las matildes)  está en un sutil proceso de deslocalización (ha llevado la telefonía digital a Londres) contemplando el desplome de líneas de móviles y fijas y, en general, el derrumbe de la Bolsa reduce los patrimonios de los ahorradores a los que condena, en caso de necesidad de vender, a asumir enormes minusvalías. Las fortunas seguramente, ya han puestos sus millones a buen recaudo.

El capitalismo popular -que estaría en su ocaso sustituido por la socialización de las pérdidas según diagnóstico de analistas- no tiene en la izquierda un buen cartel porque su origen se remonta a las políticas de Margaret Thatcher y Ronald Reagan que lo impulsaron mediante la privatización de grandes compañías públicas. En España el capitalismo popular -guste o no- ha sido un logro: ocho millones de españoles tienen posiciones en Bolsa y sólo hace diez años más del 33% de los activos financieros de las familias consistían en pequeñas carteras de acciones, más rentables que la renta fija. El desastre-fraude de las preferentes y de las subordinadas -productos sofisticadamente complejos y abusivos- confiere a las acciones ordinarias un gran atractivo en el ahorro a largo plazo que se combina con una inmediata liquidez.

Si el Gobierno del PP -con notoria falta de cálculo en su política fiscal- confunde la razonable y justa imposición sobre el beneficio empresarial con el expolio mediante hechos imponibles arbitrarios, padecerán las empresas, pero lo harán también y sobre todo millones de modestísimos rentistas a los que se exprime simultáneamente a través de una fiscalidad directa (IRPF, IBI) e indirecta (IVA, impuestos especiales) de tal calibre que, como demostraba Carlos Sánchez en su crónica de apertura de este diario del pasado jueves, nos sitúa en el cuarto país en el ranking de los que pagan más impuestos. Hecho compatible con una insostenible -técnica y moralmente- amnistía fiscal y un modelo de Estado autonómico que se libra de toda condicionalidad, al menos hasta el momento, para racionalizarse y, especialmente, para reducirse.

La tendencia populista de este Gobierno -quizás portador de los complejos más acendrados de la derecha- ya se demostró con la inoportuna subida del IRPF y se comprueba ahora con la destrucción del capitalismo popular español del que las empresas eléctricas son (¿eran?) un puntal. Claro que el populismo vende y la ausencia del empresario como referente del relato económico-social español (una de nuestras peores carencias) permite que toda hostilidad hacia esa clase dirigente tenga un efecto complaciente en una sociedad tan irritada como amedrentada.

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“Las promesas que hicieron ayer los políticos son los impuestos de hoy” (W.L. Mackenzie King)