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Entre la “tragedia de Cataluña” y el apocalipsis económico
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José Antonio Zarzalejos

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Entre la “tragedia de Cataluña” y el apocalipsis económico

  “España no ha tenido esas minorías selectas de cultura media de los países centroeuropeos. España nunca ha sido foco sino periferia. Algunos hombres

Releamos a nuestros intelectuales. Laín Entralgo -de nuevo “España como problema”- recogió con comprensión estas palabras de Joan Maragall extraídas de su artículo ‘La patria nueva’ (1902) en el que el insigne catalán decía: “Para que el catalanismo se convierta en franco y redentor españolismo sería menester que la política general española se orientara en el sentido del espíritu moderno que ha informado la vida actual, no sólo de Cataluña, sino también de algunas otras regiones progresivas. Mientras todas ellas sean gobernadas por el viejo espíritu de la España muerta… es imposible que ninguna sea sincera y eficazmente españolista”. A lo que Laín apostilla: “Así sentía y pensaba la burguesía que hizo los ensanches de Bilbao y Barcelona, y no carecía de razón”. Y añadía el intelectual turolense: “Los hombres castellanos o castellanizados, heridos por la violenta negación de España a que llegó el regionalismo desmembrador, solemos olvidar o desconocer la existencia de un modo de sentir lo español distinto del vigente en Castilla y menesteroso de consideración positiva; y cuando hemos querido contar con él -recuérdese el banquete de los intelectuales madrileños y catalanes en marzo de 1930- más ha sido a impulsos de una intención anti que a favor de un propósito hacia”. Antes que Laín (¿era un mal español Laín?), Ortega ya lo sentenció: “España es cosa de Castilla”, aunque para el filósofo madrileño, primero Castilla crea España y luego la deshace (‘España invertebrada’); también lo escribió Claudio Sánchez Albornoz: “Castilla hizo España y España deshizo Castilla”; y ya, después, Julián Marías insistía: “Castilla se hizo España”.

Este castellanismo español es el que en Cataluña -como pensaba Maragall- se tiene por su “tragedia”. Nadie la expresó como Agustí Calvet, Gaziel, un grande del periodismo del siglo XX que escribió en 1951: “Cataluña podría sentirse plenamente española si formase parte de una España que se pareciese a Suiza: trabajadora, menestral, burguesa, ordenada, pacífica, casera y de composición política federativa…”; pero como Calvet percibía tal hipótesis como imposible, se lamentaba: “Y dado que Cataluña no ha tenido -y es probable que no llegue a tener nunca- fuerza para cambiar ese estado de cosas, esa realidad granítica, de ahí viene la tragedia”. José Ignacio Wert seguro que conoce la obra de estos autores.

El apocalipsis económico que nos augura el FMI en una simulación de estrés casi masoquista no puede disociarse -aunque afecte también a otros países de nuestro entorno, los menos eficientes- de la forma de vivir y conducirse de los gobiernos y los ciudadanos de España, que tiene semejanza al guión de ‘La ciudad alegre y confiada’, de Jacinto Benavente

No puede decirse que la cuestión catalana sea de antes de ayer. Tampoco podemos culpar a nuestros historiadores e intelectuales de no habernos avisado del peligro de la “tragedia catalana”. Ni es justo considerar que en 1978 no se hizo un inmenso esfuerzo que fue declinando a lo largo de los años hasta llegar hasta donde ahora estamos: abiertos en canal de manera tal que evoca a aquel otro terrible octubre, el de 1934, cuando el general Batet, luego fusilado por el franquismo, emplazó una pieza de artillería ante el Palacio de la Generalidad y en pocas horas liquidó la revuelta secesionista impulsada por Companys. Ahora no pueden mediar cañones, sino política tratando de evitar el “suicidio”, tal y como Felipe González ha descrito lo que le ocurriría a España si Cataluña se independizase. Olvídense los tambores que reclaman la fuerza porque de ella nuestro país sólo ha logrado que su historia sea la más triste de todas porque acaba siempre mal (Jaime Gil de Biedma) y si se emplea regresará la expresión indignada de Unamuno: “Venceréis pero no convenceréis”. Y ya es tiempo de convencer de una vez.

El apocalipsis económico que nos augura el FMI en una simulación de estrés casi masoquista (una prima de riesgo de 750 puntos básicos y una recesión inmediata de nuestro PIB del 3,5% con un horizonte que comenzaría a despejarse en 2018), no puede disociarse -aunque afecte también a otros países de nuestro entorno, los menos eficientes- de la forma de vivir y conducirse de los gobiernos y los ciudadanos de España, que tiene semejanza al guión de ‘La ciudad alegre y confiada’, de Jacinto Benavente, que ya olfateó en 1916 la banalidad tan española del “vaya yo caliente y ríase la gente”. Nuestro sistema productivo básico -turismo, construcción intensiva, industria agroalimentaria- persiste como hace décadas con escasa innovación y con mínimas alternativas en sectores-tractores con mayor valor añadido.

La Gran Recesión que arranca en el fraude de la subprimes y derivados financieros de alto riesgo nos ha impactado en la línea de flotación añadiendo al desempleo estructural el generado por la crisis hasta alcanzar cifras de escándalo (un 25%). Los tiempos convulsos son también de oportunidades si hay clases dirigentes lúcidas. Pero ahora ocurre como lamentó Francisco Silvela el 16 de agosto de 1898: “Donde quiera que se ponga el tacto, no se encuentra el pulso”. Y en buena medida por la mediocridad dirigente española, parasitaria de un sistema político rígido, opaco y cerrado a la oxigenación verdaderamente democrática.

O sea, la España de siempre, que es la España de nunca, entre la tragedia de perder su integridad y el pánico a un apocalipsis que pre anuncian los más de dos millones de pobres que nutren día a día los comedores sociales. Podríamos concentrar culpas a modo de consuelo pero la situación apela a una responsabilidad general porque una nación, en versión de Renan y de Ortega, es “un proyecto de vida en común”. Ahora no tenemos proyecto, nuestra vida es mortecina y lo común ha sido sustituido por el sálvese quien pueda. Mientras, la pinza -la tragedia y el apocalipsis- nos somete, día a día, a mayor presión. Una solución intelectualmente provechosa aconseja que pongamos en el terreno del contraste y el análisis crítico tantas cuantas verdades y principios hemos tenido por ciertos y permanentes. Dejemos de girar en vertical y regresemos, actualizándolo, al regeneracionismo de Costa: “Escuela, despensa y siete llaves para el sepulcro del Cid”.

Releamos a nuestros intelectuales. Laín Entralgo -de nuevo “España como problema”- recogió con comprensión estas palabras de Joan Maragall extraídas de su artículo ‘La patria nueva’ (1902) en el que el insigne catalán decía: “Para que el catalanismo se convierta en franco y redentor españolismo sería menester que la política general española se orientara en el sentido del espíritu moderno que ha informado la vida actual, no sólo de Cataluña, sino también de algunas otras regiones progresivas. Mientras todas ellas sean gobernadas por el viejo espíritu de la España muerta… es imposible que ninguna sea sincera y eficazmente españolista”. A lo que Laín apostilla: “Así sentía y pensaba la burguesía que hizo los ensanches de Bilbao y Barcelona, y no carecía de razón”. Y añadía el intelectual turolense: “Los hombres castellanos o castellanizados, heridos por la violenta negación de España a que llegó el regionalismo desmembrador, solemos olvidar o desconocer la existencia de un modo de sentir lo español distinto del vigente en Castilla y menesteroso de consideración positiva; y cuando hemos querido contar con él -recuérdese el banquete de los intelectuales madrileños y catalanes en marzo de 1930- más ha sido a impulsos de una intención anti que a favor de un propósito hacia”. Antes que Laín (¿era un mal español Laín?), Ortega ya lo sentenció: “España es cosa de Castilla”, aunque para el filósofo madrileño, primero Castilla crea España y luego la deshace (‘España invertebrada’); también lo escribió Claudio Sánchez Albornoz: “Castilla hizo España y España deshizo Castilla”; y ya, después, Julián Marías insistía: “Castilla se hizo España”.