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Los ‘Kensitite press’, la Iglesia y un Papa imposible
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José Antonio Zarzalejos

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Los ‘Kensitite press’, la Iglesia y un Papa imposible

  A muchos ciudadanos podría ocurrirles estos días lo mismo -salvando las distancias- que al escritor británico Gilbert Keith Chesterton, que, cuando se convirtió al catolicismo

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A muchos ciudadanos podría ocurrirles estos días lo mismo -salvando las distancias- que al escritor británico Gilbert Keith Chesterton, que, cuando se convirtió al catolicismo en 1922, lo explicó magistralmente en un célebre artículo (Por qué me convertí al catolicismo), texto que conserva una plena vigencia. Escribió Chesterton de qué modo influyó en su conversión el fanatismo protestante de un tal señor Kensit, librero de la City londinense, que se dedicaba a asaltar iglesias y perturbar sus oficios hasta que murió por las heridas que le fueron infligidas en una de esas algaradas en 1902. Era tal su visceralidad contra la Iglesia que los panfletos contra Roma y el Papa pasaron a denominarse en la Inglaterra de las primeras décadas del siglo pasado como los kensitite press. Tanta hostilidad suscitó en Chesterton una curiosidad intelectual que, al final, le llevó a dejar el anglicanismo y profesar en el catolicismo.

De nuevo, y salvando las distancias, una serie de personas en los medios de comunicación que, o bien son heterodoxas respecto de la doctrina de la Iglesia o bien se manifiestan agnósticos e, incluso, ateos, se han dedicado con una obsesión digna de mejor causa a exigir de la Iglesia Católica un cambio para que deje de ser lo que es; requieren con perentoriedad al nuevo Papa argentino que adopte decisiones que desmantelen el núcleo de la moral católica y de la estructura de la Iglesia. Imaginan una Iglesia que ni existe ni existirá y piden un Papa imposible, es decir, destructor del acervo dogmático de la religión católica.

La decisión de ser y practicar el catolicismo es libérrima. Por esa razón cuesta entender las razones por las que los disidentes que ponen en tela de juicio de manera permanente a la Iglesia se muestran recurrentes en el afán de cambiar una organización que detestanAlgunos de estos escritores y articulistas se conducen con un tono aceptable y respetuoso -aunque, repito, con una tozudez digna de mejor causa-, pero otros son auténticamente panfletarios y lo que difunden se parece bastante a los kensititepress. Los unos y los otros están en su perfecto derecho a mantener ese combate con la Iglesia Católica. Ya no existe la Inquisición ni los Estados democráticos son confesionales. La decisión de ser y practicar el catolicismo es libérrima, e igualmente libérrima es la opción de apartarse de su disciplina moral.  Por esa razón cuesta entender las razones por las que los disidentes que ponen en tela de juicio de manera permanente a la Iglesia e impugnan la naturaleza del pontificado del Papa, y los que dicen no creer en Dios ni en forma alguna de trascendencia, se muestran recurrentes en el afán de cambiar una organización que detestan.

Escribió Chesterton la también célebre frase según la cual “la Iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero pero no la cabeza”, es decir, que  buscar la conciliación entre la razón y la fe -una de las preocupaciones intelectuales y teológicas de Benedicto XVI- no sólo es legítimo sino también obligado. Pero hay un tramo de creencia, de fe, que se tiene o no se tiene. En él se incardina una doctrina moral que, aunque con algunos elementos historicistas y sustentada en criterios encuadrados en el derecho natural (también ahora impugnado como disciplina jurídica), se ha mantenido a lo largo de siglos y décadas. Pedirle a la Iglesia, y por lo tanto al Papa, sea Francisco o cualquier otro que le suceda, que acepte el aborto o el matrimonio homosexual, por poner dos ejemplo al uso, remite más al patetismo de la ignorancia de las pautas constante de la Iglesia que a un mínimo conocimiento de la antropología en la cree el catolicismo. Los papados se caracterizan por estilos personales y por los énfasis doctrinales, pero ninguno -ni uno sólo- por el carácter revolucionario en el ámbito de lo moral.

Si no se cree en la Iglesia, ni en el papado, ni se comulgan con su doctrina moral ¿por qué no asumir el catolicismo desde esa intelectualidad con el distanciamiento que procura lo ajeno?Los papas han solido responder a los grandes temas de su tiempo histórico con encíclicas de gran hondura. Dotadas para los católicos de infalibilidad -atributo del pontífice cuando se pronuncia ex cátedra en materia moral- las encíclicas han ido creando un cuerpo de doctrina que, desde el punto de vista del catolicismo, dan respuesta intelectual a los desafíos que se van planteando. Algunos textos de enorme notoriedad conforman los criterios de la Iglesia en lo social comenzando por la gran Rerum Novarum de León XIII en 1891, seguida por la Quadragessimo Anno de Pío XII en 1931 o la Populorum Progressio de Pablo VI en 1963; otras lo hacen en lo relativo a la moral sexual como la Humanae Vitae del mismo papa en 1968; otras se refieren a materia teológica como las tres de Benedicto XVI y, en largos papados como el de Juan Pablo II, se pueden encontrar encíclicas -dictó hasta catorce- que trataban de responder a las cuestiones más diversas.

Por lo demás, la animadversión que demuestran algunos articulistas -disidentes o agnósticos- al lanzarse ávidamente sobre las sombras biográficas de los papas -también sobre las que plantearía supuestamente la trayectoria del actual, Jorge Mario Bergoglio- refiere más hostilidad que auténtico espíritu  crítico, al tiempo que plantea los problemas de la Iglesia con reduccionismos elementales y toma la parte por el todo. Si no se cree en la Iglesia, ni en el papado, ni se comulgan con su doctrina moral ¿por qué no asumir el catolicismo desde esa intelectualidad con el distanciamiento que procura lo ajeno? Es algo que se preguntan muchos católicos, pero, especialmente, los que no lo son y se mantienen al margen o se pronuncian con tranquilidad sobre una realidad polifacética con casi dos mil años de itinerario histórico y que no ha sido cambiada por presiones externas, sino que ha evolucionado desde su propia energía interior. Aunque lo haya hecho -y aún hoy lo haga- a un ritmo que a muchos nos parece desesperadamente lento.

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A muchos ciudadanos podría ocurrirles estos días lo mismo -salvando las distancias- que al escritor británico Gilbert Keith Chesterton, que, cuando se convirtió al catolicismo en 1922, lo explicó magistralmente en un célebre artículo (Por qué me convertí al catolicismo), texto que conserva una plena vigencia. Escribió Chesterton de qué modo influyó en su conversión el fanatismo protestante de un tal señor Kensit, librero de la City londinense, que se dedicaba a asaltar iglesias y perturbar sus oficios hasta que murió por las heridas que le fueron infligidas en una de esas algaradas en 1902. Era tal su visceralidad contra la Iglesia que los panfletos contra Roma y el Papa pasaron a denominarse en la Inglaterra de las primeras décadas del siglo pasado como los kensitite press. Tanta hostilidad suscitó en Chesterton una curiosidad intelectual que, al final, le llevó a dejar el anglicanismo y profesar en el catolicismo.

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