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No queremos ser yugoslavos-pingüinos
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José Antonio Zarzalejos

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No queremos ser yugoslavos-pingüinos

“Hemos de convencernos, de una vez para siempre, de que no nacimos en un paraíso, sino en algo así como los Balcanes de Occidente"

Foto: Artur Mas y Oriol Junqueras. (Efe)
Artur Mas y Oriol Junqueras. (Efe)

Fue el periodista y escritor catalán Agustí Calvet (Gaziel) el que redactó estas significativas palabras: “Hemos de convencernos, de una vez para siempre, de que no nacimos en un paraíso, sino en algo así como los Balcanes de Occidente. No es de extrañar, por tanto, que nuestra tarea sea difícil en el orden político, porque es una de las más extraordinarias y complejas del mundo”.

Tan cierto era lo que sostenía Gaziel en los años treinta del siglo pasado que en los cincuenta se desató una virulenta polémica histórica entre Claudio Sánchez Albornoz (“España, un enigma histórico”) y Américo Castro (“La realidad histórica de España”) que versaba sobre la procedencia de la españolidad y cómo se fue formando. El debate interesó a Pedro Laín Entralgo que tituló así un gran ensayo “A qué llamamos España”, de nuevo respondido por Sánchez Albornoz con otro bajo el epígrafe de “El drama de la formación de España y de los españoles”. Basten estas referencias para convenir que tenemos un serio problema: un diferendo secular y permanente acerca de lo que somos los españoles -y quienes somos- y qué significa España.

Seguramente por esa razón, Gaziel suponía que nuestro país podría ser “algo así” como los Balcanes de Occidente cuyo final explosivo, con disolución de la Yugoslavia de Tito, recreó el mapa de nuevos Estados de viabilidad precaria, homogeneidad social y política problemáticas y convivencia arriesgada. Desde luego las diferencias balcánicas no son, ni de lejos, las de las comunidades españolas. Somos plurales, pero no tanto. Disímiles, pero no tanto. Adversarios, pero no tanto. Pero podríamos llegar a enfrentarnos con enorme crudeza (lo hemos hecho varias veces en nuestra historia) si el Estado -este débil Estado que hemos construido- no se resiste a que nos echemos al gaznate un largo trago de arsénico y fenezcamos como sociedad, como nación y como Estado.

No podemos propugnar negociación alguna en las condiciones impositivas que se establecen ahora desde Barcelona, aunque haya de reconocerse que a nuestro Presidente del Gobierno el zurriagazo independentista del pasado jueves le cogió a contramano

Porque a ese destino nos llevaría  transigir con la intentona independentista catalana, a la que, por simpatía, seguiría rumbosamente el nacionalismo vasco (léase la última obra de Jon Juaristi: Historia mínima del País Vasco) y que reforzaría al pequeño pero resistente gallego y al africanista canario. Recuérdese que en Navarra, la infiltración de la izquierda abertzale es notabilísima. Por todo ello, entre otras razones más, nuestro país fue una auténtica corrala política con la insurrección cantonalista del 1873-74 de la que emergió el grito alocado del ¡Viva Cartagena!, luego empleado con diversos significados. Por no citar las guerras carlistas que fueron, en realidad, tan civiles como la de 1936-39. Así que vayamos con mucho cuidado en este asunto y pongamos al Estado -es decir, a la estructura de poder de España- a buen recaudo.

Los partidarios de negociar, dialogar, hablar y acordar tenemos que concedernos (somos pocos, no hay problema) un par de moratorias. La primera viene obligada por la actitud de Mas que sobrepasa todas las líneas rojas aunque él y sus socios representen la mascarada de que respetan la legalidad cuando al decirlo la escarnecen más aún. Por ello, no podemos propugnar negociación alguna en las condiciones impositivas que se establecen ahora desde Barcelona, aunque haya de reconocerse que a nuestro Presidente del Gobierno el zurriagazo independentista del pasado jueves le cogió a contramano. Y la segunda viene obligada también por la necesidad de apoyar al Gabinete, y a la oposición socialista si va de consuno con el Ejecutivo, en las medidas que vaya adoptando para que no se produzca de nuevo lo que ya el catalanista Gaziel denomino “disparate” separatista.

Cargarse la unidad de España y la Constitución de 1978 por vía de hecho con un par de preguntas de sintaxis pedestre y tramposa y proclamar la bifurcación entre legalidad y legitimidad, reclamando un soviético derecho de autodeterminación es un intento irresponsable de balcanizar España

En poner pies en pared a la pretensión secesionista no debería haber escrúpulo democrático alguno. La Constitución les permite a los secesionistas instar desde el Parlamento de Cataluña su modificación y así abrir un debate en los cauces procedimentales establecidos en la ley. Cargarse la unidad de España y la Constitución de 1978 por vía de hecho con un par de preguntas de sintaxis pedestre y tramposa y proclamar la bifurcación entre legalidad y legitimidad, reclamando un soviético derecho de autodeterminación es un intento irresponsable de balcanizar España. Un intento que no es el primero, ni el segundo.

Hay algo en los españoles -buena parte de catalanes incluidos que se sienten como tales- que nos lleva de tanto en tanto a bordear el abismo pero, a diferencia de los yugoslavos, no nos hemos despeñado salvo en 1936. Ahora nos empujan al precipicio porque el Estado muestra debilidad (lo cual es cíclico), el Gobierno ha abandonado la política, la Corona ni está ni se le espera hasta la primavera, y los españoles están cabreados con más razones que un santo patrón. Pero seguro que no quieren -que no queremos- que los catalanes secesionistas nos conviertan en yugoslavos que en su implosión de los años noventa desaparecieron como tales. Una rara avis los yugoslavos como nos cuenta Enric Juliana en su ensayo “La España de los pingüinos. Los pingüinos eran unos extraños y escasos ciudadanos balcánicos que decían ser yugoslavos. Y no, no queremos que una eventual balcanización española nos convierta en los yugoslavos-pingüinos de Occidente.

Fue el periodista y escritor catalán Agustí Calvet (Gaziel) el que redactó estas significativas palabras: “Hemos de convencernos, de una vez para siempre, de que no nacimos en un paraíso, sino en algo así como los Balcanes de Occidente. No es de extrañar, por tanto, que nuestra tarea sea difícil en el orden político, porque es una de las más extraordinarias y complejas del mundo”.

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