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La Infanta, al banquillo; la Monarquía, absuelta
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José Antonio Zarzalejos

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La Infanta, al banquillo; la Monarquía, absuelta

Si el auto del juez Castro sentando en el banquillo a la infanta Cristina por la presunta comisión en grado de cooperación necesaria con dos delitos

Foto: Fotografía de archivo de los Reyes de España y los duques de Palma. (Reuters)
Fotografía de archivo de los Reyes de España y los duques de Palma. (Reuters)

Si el auto del juez Castro sentando en el banquillo a la infanta Cristina por la presunta comisión en grado de cooperación necesaria con dos delitos fiscales, se hubiese producido reinando su padre, Don Juan Carlos, seguramente la institución de la Corona, hubiese colapsado. La abdicación del Rey en junio no respondió sólo, pero sí principalmente, al potencial destructivo del caso Nóos sumado al de otros asuntos que afectaban al monarca quien en enero pasado –seis meses antes de su renuncia– llegó a la conclusión de que su permanencia en la Jefatura del Estado ponía en situación límite a la Monarquía en España.

La lección política y social más importante que puede extraerse del enjuiciamiento de la hermana de Felipe VI consiste, precisamente, en su baja toxicidad institucional, porque la institución de la Corona se ha regenerado. Y lo ha hecho conforme al único manual posible para lograrlo: cambiando al titular de la Institución e introduciéndola en una dinámica virtuosa, es decir, sometiéndola a una terapia de transparencia, austeridad y representación auténtica de las inquietudes del país.

Pero no sólo: el efecto regenerador se ha logrado también por una circunstancia adicional pero definitiva: el distanciamiento insalvable entre el Rey y su consorte con su hermana y su cuñado. Un distanciamiento que ha sido, además, ostensible y percibido como tal por la opinión pública.

La consecuencia de esta operación de regeneración de la Jefatura del Estado es clara: aunque la Infanta vaya a sentarse en el banquillo de los acusados, la Monarquía queda absuelta de connivencia con su conducta y la de su marido gracias a la prontitud y reflejos con la que la Corona reseteó sus propias debilidades internas y de imagen. Hoy la Monarquía en la persona de Felipe VI goza de una buena consideración social según las encuestas, después de que en abril de este mismo año registrase un bajísimo índice de confianza según el CIS (3,72). La propia abdicación de Don Juan Carlos hizo mejorar su imagen y cooperó para que se proyectase la de su hijo.

Y nada de esto hubiese sido posible si no se hubiese provocado una auténtica catarsis en el vértice del Estado que muchos juzgaban demasiado arriesgada e innecesaria. Hoy sólo puede afirmarse que de no haber asumido riesgos –y la abdicación de Don Juan Carlos conllevaba muchos– la Monarquía estaría sentada en el banquillo lo mismo que la infanta Cristina, que a estas alturas de la historia no es la hija del Rey, sino la hermana, no pertenece a la familia real y tiene quebradas las relaciones con el Jefe del Estado, siendo público y notorio que su Casa desea la renuncia de sus derechos sucesorios porque el simple hecho de ostentarlos –aunque su efectividad resulte inverosímil– es la prueba evidente de que Doña Cristina está muy lejos de sintonizar con la opinión que su conducta merece al común de los mortales. En la Zarzuela lo saben.

La letalidad del caso Nóos no consiste tanto en el comportamiento presuntamente delictivo de la Infanta y de su marido, cuanto en la utilización torticera de sus respectivas condiciones en la estructura interna de la Corona, que es una institución familiar, hasta el punto de comprometerla en niveles verdaderamente insoportables, tanto por el descaro de los protagonistas de las andanzas ilícitas como por la ausencia de contundencia y determinación de quienes debieron evitarlas, fueran los Reyes o sus más estrechos colaboradores. Tampoco determinados segmentos de la sociedad españolas –políticos y empresariales– han salido airosos de este entuerto. El comportamiento cortesano de un Jaume Matas los refleja.

Vídeo:La infanta Cristina, al banquillo

La prohibición de privilegios, regalos y atenciones para con la familia del Rey y la incompatibilidad de los miembros de la familia real con trabajos privados, entre otras medidas adoptadas por Felipe VI, son reactivas a un proceso previo de desactivación de la tensión ética y cívica que una institución no electiva –legitimada por el desarrollo de su propia función en la ejemplaridad y la representatividad– jamás debería haber perdido. El caso Nóos ha sido terapéutico para la Corona y debería servir de referencia para el entero sistema institucional que tendría que seguir sus pasos, esto es, cambiar personas y modificar hábitos. En eso consiste la regeneración más allá de las palabras altisonantes y los discursos promisorios.

Muchas instituciones españolas y algunos de sus titulares están hoy irremisiblemente en el banquillo de los acusados por el juicio de la gente y apenas ya sin tiempo para dar los pasos que dio la Corona antes de que se produjese en una fecha como la de ayer el hito potencialmente más destructivo para la Monarquía parlamentaria.

Bajo demasiadas poltronas consume su tiempo una bomba de relojería como la tenía la Corona hasta el pasado 2 de junio. El caso Nóos es una advertencia filosófica –de Heráclito de Éfeso–que comprobó cómo “todo fluye, nada permanece”. “Vivir es cambiar y ser perfecto es haber cambiado muchas veces” escribió el cardenal John Newman. Para que España se absuelva a sí misma ha de ocurrirle como a la Monarquía: cambiar y que algunos –bastantes– se sienten en el banquillo.

Si el auto del juez Castro sentando en el banquillo a la infanta Cristina por la presunta comisión en grado de cooperación necesaria con dos delitos fiscales, se hubiese producido reinando su padre, Don Juan Carlos, seguramente la institución de la Corona, hubiese colapsado. La abdicación del Rey en junio no respondió sólo, pero sí principalmente, al potencial destructivo del caso Nóos sumado al de otros asuntos que afectaban al monarca quien en enero pasado –seis meses antes de su renuncia– llegó a la conclusión de que su permanencia en la Jefatura del Estado ponía en situación límite a la Monarquía en España.

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