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Cuando la prensa se denuncia a sí misma
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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Cuando la prensa se denuncia a sí misma

Describía Albert Camus el periodismo que se hacía en Francia antes de la II Guerra Mundial como “una prensa que, con raras excepciones, no tenía otro

Describía Albert Camus el periodismo que se hacía en Francia antes de la II Guerra Mundial como “una prensa que, con raras excepciones, no tenía otro objetivo que aumentar el poder de algunos, ni otro efecto que el de envilecer la moral de todos”. Aquí no nos hemos privado ni de lo uno ni de lo otro, ni de las excepciones, aunque no debemos fustigarnos considerándolo propio de nuestra cutre idiosincrasia. En Gran Bretaña la prensa amarilla ha sobrepasado límites que aquí sólo se han dado en los días malos, cuando la bestia ha tenido por fin la foto del detenido y le ha arrancado la piel a tiras en la portada, para explicar días después, en la página 16, que era inocente.

Sin embargo, los ingleses disfrutan de una ventaja que nosotros no tenemos: la división precisa entre la prensa seria y la prensa amarilla. La primera da información; la segunda, bazofia. La división entre la realidad como entretenimiento y la realidad como materia prima con la que los ciudadanos toman decisiones informadas resulta, no diré absolutamente precisa, pero sí mucho más clara que aquí.

Habrá quien piense que da igual, que la prensa basura sigue siendo dominante y, por tanto, la separación apenas tiene efectos. Yo creo, en cambio, que resulta útil: significa que el periodismo sigue sabiendo cuál es su papel en una sociedad libre. Y cuando las cosas se ponen muy feas, cuando la podredumbre moral lo impregna todo, el periodismo de verdad cumple, sencillamente, con su deber.

Los medios son también un poder -además de un negocio- pero lo ejercen presentándose como antipoderes, es decir, mediante una falacia. La falacia de no formar parte del poder les permite, además, quedar excluidos de la vigilancia de la buena prensa. Ésas son las premisas que The Guardian está poniendo en cuestión haciendo, solamente, periodismo

Si la división está clara, al buen periodista le llega un día un soplo sobre escuchas ilegales realizadas por medios basura de News Corporation, el emporio mediático de Murdoch. El periodista lo investiga con los métodos del oficio, con su rigor artesanal y la tenacidad que en otras ocasiones ha dedicado a escándalos políticos o financieros. En unos meses toda la sociedad conoce el escándalo de las escuchas ilegales de Murdoch. Puede ocurrir también que a ese buen periódico llegue el rumor de que un periódico como The Sun (también de Murdoch) ha pagado a una becaria 200 euros a cambio de posar recreando en una foto una fiesta del príncipe Harry (foto falsa publicada con la intención de eludir las responsabilidades judiciales). El periodista lo investiga, lo confirma y publica la noticia. Ese periódico es The Guardian, que ha detectado la influencia capital de los medios en la política actual, eso que Manuel Castells llama la “política mediática”.

Fíjense cómo es la cosa: The Sun ofrece la carnaza de las fotos del príncipe y la disfraza de libertad de expresión, de discurso crítico y vigilante del poder. The Guardian cuenta cómo sucedieron los hechos, no porque sea un periódico contrario a esa libertad ni a esa vigilancia: cuenta la verdad. Desenmascara la falsedad y la suciedad del montaje inicial de The Sun, así como sus prácticas laborales rayanas en el delito. El primero vende mentiras, el segundo vende hechos, como es propio del buen periodismo. El primero explota la veta populista; el segundo cuenta lo que pasó, y deja al descubierto un hecho que cobra cada día mayor relevancia: los partidos, los gobiernos, los entramados financieros son poderes que se presentan como tales y, por tanto, es legítimo que la prensa descubra sus miserias.

Los medios son también un poder -además de un negocio- pero lo ejercen presentándose como antipoderes, es decir, mediante una falacia. La falacia de no formar parte del poder les permite, además, quedar excluidos de la vigilancia de la buena prensa. Ésas son las premisas que The Guardian está poniendo en cuestión haciendo, solamente, periodismo.

Nadie mejor que la prensa para controlar a esos periodistas que buscan “aumentar el poder de algunos y envilecer la moral de todos”. Pero tengamos claro que The Guardian se ha podido poner a la tarea porque no pertenece a Murdoch (como The Times) y, sobre todo, porque existe esa nítida división entre periodismo basura y periodismo de calidad. En España, un trabajo similar equivaldría para muchos medios a denunciarse a sí mismos.

Describía Albert Camus el periodismo que se hacía en Francia antes de la II Guerra Mundial como “una prensa que, con raras excepciones, no tenía otro objetivo que aumentar el poder de algunos, ni otro efecto que el de envilecer la moral de todos”. Aquí no nos hemos privado ni de lo uno ni de lo otro, ni de las excepciones, aunque no debemos fustigarnos considerándolo propio de nuestra cutre idiosincrasia. En Gran Bretaña la prensa amarilla ha sobrepasado límites que aquí sólo se han dado en los días malos, cuando la bestia ha tenido por fin la foto del detenido y le ha arrancado la piel a tiras en la portada, para explicar días después, en la página 16, que era inocente.