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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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Es la hora de la claridad

Aunque el nacionalismo es una ideología alimentada por sentimientos, la idea de nación tiene un fundamento racional. En Las nacionalidades, de imprescindible relectura, Pi y Margall

Aunque el nacionalismo es una ideología alimentada por sentimientos, la idea de nación tiene un fundamento racional. En Las nacionalidades, de imprescindible relectura, Pi y Margall explica cómo las familias se agruparon en ciudades para atender necesidades que  no podían satisfacer por sí mismas, y posteriormente las ciudades se agruparon en Estados por la misma razón. Todo se reduce a una idea muy simple: la unión hace la fuerza. La unión crea también la comunidad política, definida, no por rasgos culturales o étnicos que ponen los pelos de punta a cualquier europeo, sino por su carácter democrático, pues él otorga la condición ciudadana a todos sus miembros por igual. Precisamente porque esa comunidad democrática vale la pena, se puede defender la nación sin ser nacionalista, como se puede ser macho sin ser machista, en afortunada expresión de Fernando Savater.

Dada la necesidad de esa unión y esa fuerza –más evidente que nunca en el mundo de hoy-, ningún Estado democrático reconoce legalmente el derecho a la secesión de una parte de su territorio, porque sería tanto como admitir su suicidio político. Además, resultaría un derecho cuyo titular se decidiría por autodesignación, lo cual da idea de su arbitrariedad. Bertrand Russell contó alguna vez la anécdota de aquel edificio de vecinos que, en el caos de la revolución rusa de 1905, declaró su independencia y plantó su bandera en la azotea. ¿Por qué no?, se preguntaba irónico Russell.

Así que vayamos aclarando algunas cosas. Que los medios por los que se reclama la independencia sean pacíficos no equivale a que sean democráticos. Lo que da carta de naturaleza a la democracia en nuestro país es la Constitución y en ella no se recoge en modo alguno el derecho de autodeterminación de una parte del territorio, antes al contrario, se declara explícitamente la unidad de España. Sencillamente, es algo que no se puede hacer dentro de la legalidad democrática, y esto es lo que el Gobierno debería haber respondido a Artur Mas, algo tan sencillo como: no vamos a reconocer el derecho a la independencia de una parte porque no es legal y significaría el suicidio del país. Esa respuesta equivaldría a defender los intereses del todo, atribución incuestionable de un presidente del Gobierno que, sin embargo, no le hemos visto ejercer.

¿Y por qué no lo ha hecho? ¿Por qué no lo hacen ni el PP ni el PSOE? El discurso político se encuentra sobre este asunto enredado en múltiples equívocos perversos, que favorecen lo que Pi y Margall llamaba “la impotencia del principio unitario”. Se considera legítimo que la Generalitat defienda los intereses particulares de Cataluña (o la interpretación de ellos que circunstancialmente convenga al partido gobernante allí), pero no –ni siquiera en justa reciprocidad- que el Gobierno defienda los intereses generales de España, incluida Cataluña. Cualquier afirmación en ese sentido -incluso una tan sencilla como: no cabe la independencia de una parte porque perjudica al todo-, se interpreta como una agresión directa a los catalanes. Por supuesto, el papel de quienes ocupan las instituciones es facilitar la convivencia, pero ese trabajo facilitador no funciona si descansa en una sola parte, mientras se juzga lógico y razonable que la otra reclame lo que le convenga sin pensar en nadie más. La asimetría destella en la normalidad con que se ha aceptado la participación de consejeros catalanes en la multitudinaria manifestación independentista de la Diada. ¡Qué no habríamos oído si nueve ministros de Rajoy hubieran marchado por las calles en defensa de la unidad de España!

En España el nacionalismo catalán recibe, o bien invectivas que utiliza de coartada para su victimismo, o bien una generosa comprensión que no se regala a nadie más. Pongamos el caso del pacto fiscal: si el madrileño barrio de Salamanca –harto de subvencionar a los pobres de Villaverde- exigiera una hacienda propia, todo el mundo los tacharía de ricos insolidarios y egoístas. Cuando los nacionalistas catalanes hacen el mismo razonamiento se comprende, porque “defienden sus intereses”.

Aunque el nacionalismo es una ideología alimentada por sentimientos, la idea de nación tiene un fundamento racional. En Las nacionalidades, de imprescindible relectura, Pi y Margall explica cómo las familias se agruparon en ciudades para atender necesidades que  no podían satisfacer por sí mismas, y posteriormente las ciudades se agruparon en Estados por la misma razón. Todo se reduce a una idea muy simple: la unión hace la fuerza. La unión crea también la comunidad política, definida, no por rasgos culturales o étnicos que ponen los pelos de punta a cualquier europeo, sino por su carácter democrático, pues él otorga la condición ciudadana a todos sus miembros por igual. Precisamente porque esa comunidad democrática vale la pena, se puede defender la nación sin ser nacionalista, como se puede ser macho sin ser machista, en afortunada expresión de Fernando Savater.