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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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El gran malentendido

Conversaba sobre la corrupción en España, hace unos días, con un diplomático extranjero, de uno de esos países que solemos considerar democracias serias. Me decía: “Para

Conversaba sobre la corrupción en España, hace unos días, con un diplomático extranjero, de uno de esos países que solemos considerar democracias serias. Me decía: “Para nuestros estándares, resulta increíble que, con todo lo que está pasando, no haya una reacción del Gobierno”. Ahí lo dejo, con vergüenza, para los archivos de la marca España.

Para los estándares de la política española, tan permisivos, el acto reflejo más frecuente ante una acusación de prácticas corruptas consiste en invocar la presunción de inocencia de los sospechosos para no actuar contra ellos. Se trata de una justificación aparentemente noble, consagrada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad” (artículo 11). Apela además a un principio jurídico elemental, una de las garantías que definen a los Estados modernos.

El abuso de esta coartada constituye de hecho un desistimiento de la política, que se proclama impotente para actuar sobre los corruptos en tanto no actúe la justicia. Y eso equivale a la impotencia completa, pues cuando ya se ha juzgado el asunto, el daño para la política suele ser irremediable. El enorme malentendido sobre la presunción de inocencia nos ha llevado al absurdo de ubicar en el mismo momento –a futuro siempre- la dimisión de un cargo público y su hipotética condena. La cuestión es que cuando se ha demostrado la comisión de un delito, no es el momento de que el sospechoso abandone el cargo, sino de que ingrese en la cárcel. Si por el contrario, no se ha probado la existencia del delito –como ha ocurrido en algunos casos en España-, tampoco es el momento de permanecer en un cargo público, sino de volver. Pero para regresar uno tiene que haberse ido. Y para que se vaya, tiene que actuar la política, no la justicia.

Un cargo público no ocupa su puesto porque tenga un pulcro certificado de penales, sino porque se ha depositado en él un caudal considerable de confianza, ya sea directamente de los ciudadanos que lo han votado, o de manera indirecta. Cuando las primeras noticias sobre corrupción de un cargo público salen a la luz, se instala la sospecha y la confianza se quiebra. Puede parecer algo menor si estamos hablando de millones robados, pero toda la magia del sistema representativo reside en la confianza. Sin ella no hay nada.

Si el sospechoso es capaz de dar una explicación verosímil que disipe la acusación, la desconfianza se volverá contra la prensa. Pero si no lo puede hacer, quizá incluso siendo inocente, no queda otra solución que la dimisión. Dimitir no equivale a autoinculparse, sino a reconocer que uno no está a la altura de la confianza depositada en él por los ciudadanos.

La dimisión nada tiene que ver con el delito, porque no es un hecho penal, sino político. Y la condena tampoco va unida a la dimisión. Los países en que los gobernantes pasan del sillón presidencial a la cárcel -como ocurrió con Carlos Andrés Pérez en Venezuela, destituido por una acción judicial- no dan prueba de tener un sistema más garantista. Más bien al contrario, son aquellos en los que han fallado todos los controles democráticos. 

Conversaba sobre la corrupción en España, hace unos días, con un diplomático extranjero, de uno de esos países que solemos considerar democracias serias. Me decía: “Para nuestros estándares, resulta increíble que, con todo lo que está pasando, no haya una reacción del Gobierno”. Ahí lo dejo, con vergüenza, para los archivos de la marca España.