Es noticia
Las evidencias sobre Garzón
  1. España
  2. Sin Enmienda
Juan Carlos Escudier

Sin Enmienda

Por

Las evidencias sobre Garzón

Sobre Garzón se acumulan las evidencias. Es evidente, por ejemplo, que el juez no ha pasado del capítulo dos del manual de cómo hacer amigos, y

Sobre Garzón se acumulan las evidencias. Es evidente, por ejemplo, que el juez no ha pasado del capítulo dos del manual de cómo hacer amigos, y de ahí que la admisión a trámite por parte del Supremo de una querella en la que se le atribuye un delito de prevaricación haya causado el lógico alborozo a derecha e izquierda, porque en lo de lograr animadversiones hay que reconocerle una imparcialidad ejemplar. Es evidente también que su capacidad como instructor es manifiestamente mejorable o que su afición a ver su nombre impreso en las portadas supera a la promiscuidad de Mesalina, que en lo suyo era un portento. Mariano Sánchez Soler, periodista y autor de Baltasar Garzón. Tigre de papel (Foca. 2006) llegó a contabilizar las veces que su nombre fue citado entre 1988 y 2005 tanto en los despachos de la agencia Efe como en las ediciones impresas de El País y El Mundo (no se recogen datos de este último diario entre 1989 y 1993). La cifra es apabullante: Garzón fue mencionado en 39.768 ocasiones. ¿Quién da más?

No ya evidente sino indiscutible es que estamos ante un sujeto egocéntrico, cuya tendencia a ocupar el centro del escenario es inagotable. El narcisismo del personaje quedaba reflejado en un detalle menor con el que el periodista concluía su libro. El 2 de junio de 2005 un encapuchado arrojó un artefacto incendiario contra un coche aparcado a la puerta del domicilio del magistrado. Las llamas se extendieron al coche del escolta del juez, que en ese momento se encontraba en Nueva York disfrutando de su archifamosa beca de estudios. La policía descartó la autoría de ETA pero el juez pensaba de manera diferente: “El ataque contra mi casa estaba bien planificado porque la persona encapuchada entró por la única vía de acceso a la calle y arrojó la gasolina directamente sobre dos coches concretos, sin importarle los otros vehículos. Sabía perfectamente adónde iba. Se trata de una advertencia...”. Días después, era detenido un joven de 23 años, David, que había sido novio de la hija mayor de Garzón. Se trataba de un despecho de enamorado contra la chica, que se había vuelto a emparejar. Garzón no podía imaginarse ajeno a un episodio, del que forzosamente debía ser protagonista.

Pero existen más evidencias. Es evidente, por ejemplo, que el ultraderechista Manos Limpias y su secretario general, Miguel Bernad, ex dirigente de Fuerza Nueva, no forman parte del club de fans del juez campeador, tal y como muestran las intentonas que, desde hace más de una década, ha impulsado el supuesto sindicato para apearle del machito. Las higiénicas manos de Bernad le han denunciado por prevaricación y usurpación de funciones, por dilación en las investigaciones sobre la Expo, por la filtración del informe médico de Pinochet, por no abstenerse en la instrucción sobre los GAL, por manifestarse contra la guerra de Iraq, por ensalzar a Zapatero y, reiteradamente, por el caso del ácido bórico y por la investigación del supuesto chivatazo a ETA en plena tregua. En el tema que nos ocupa, primero denunciaron la prevaricación y, mejor aconsejados, terminaron por interponer la querella que ahora ha sido aceptada a trámite. Quizás lo anterior no sea una persecución, pero se le parece.

Lo que resulta menos evidente, con todos los respectos al criterio a la Sala Segunda del Supremo -donde tampoco Garzón despierta gran entusiasmo- es que esta vedette de la judicatura, instructor deficiente, y ególatra compulsivo haya prevaricado en la investigación de las desapariciones de la Guerra Civil y el franquismo, por mucho que la Sala de lo Penal de la Audiencia determinara su incompetencia sobre el caso.Según la doctrina del propio Tribunal Supremo, la prevaricación judicial está integrada por dos elementos: uno, el objetivo, que hace referencia al hecho de adoptar una resolución injusta, entendiendo por injusta que dicha resolución no se encuentre dentro de las opiniones jurídicamente defendibles; esto es, que carezca de toda interpretación razonable y sea exponente de una clara irracionalidad. El segundo, el subjetivo, precisa que sea dictada “a sabiendas”, con conciencia de que la resolución adoptada se aparta del principio de legalidad y de las interpretaciones admisibles en derecho.

Previamente al proceso por prevaricación seguido contra al juez Gómez de Liaño -que sí que era amigo de Garzón y compartía con él tertulia en Lhardy antes de que Don Baltasar le pusiera a los pies de los caballos-, la jurisprudencia del Supremo era diáfana al respecto. Para que diera el elemento objetivo de la prevaricación, el magistrado debía dictar una resolución “tan grosera, esperpéntica y disparatada que pudiera ser apreciada por cualquiera”. Pero con Gómez de Liaño -que consiguió en 2008 que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo reconociera la parcialidad de sus juzgadores-, el Supremo consideró que bastaba para prevaricar que la pieza judicial no resultara “de ningún método o modo aceptable de interpretación del Derecho”.

Ya sea de una forma o de otra, no parece que concurran estas circunstancias en la instrucción de Garzón, y para ello basta con leer el voto particular que tres magistrados de la Audiencia Nacional -José Ricardo de Prada, Clara Bayarri y Ramón Sáez- formularon contra la decisión de incompetencia decretada por la Sala de lo Penal, salvo que también se considere que estos tres jueces son esperpénticos y disparatados, o que interpretan el Derecho de manera inaceptable.

Los citados magistrados aportaron razonamientos bastantes para sostener que Garzón actuó con arreglo a la ley ante “los hechos con relevancia penal más graves -por su intensidad y extensión- que se han presentado ante la jurisdicción española”, constitutivos, opinaban, “de crímenes contra la humanidad y de crímenes de guerra”. Los discrepantes aportaban diversos criterios para apoyar la competencia de Garzón sobre la causa, entre ellos los siguientes: la Audiencia es competente en relación a hechos cometidos por “personas integradas en bandas armadas o relacionadas con elementos terroristas o rebeldes”; parte de los crímenes de desaparición forzosa de niños hijos de los defensores de la República se cometieron fuera de España; asimismo, debía aceptarse la competencia tanto por tratarse de un crimen contra la humanidad de persecución cometido por grupo armado como por tratarse de un delito de terrorismo en el contexto de crímenes de guerra.

Respecto a las burlas que sufrió Garzón con su petición de certificados de defunción de algunos de los incriminados -entre ellos el propio Franco-, estimaban que resultaba precipitado aceptar que todos los imputados están muertos. “¿Acaso alguien -se preguntaban- puede afirmar con certeza que han muerto las personas a las que se pudiera atribuir indiciariamente responsabilidad por los crímenes contra la humanidad, por desaparición forzosa de adultos y de niños y de persecución, ejecutados hasta los años cincuenta, incluso posteriormente, y por diversas modalidades de posible participación delictiva?”.

Pero es que, aun considerando que Garzón hubiera aplicado la ley de una forma que no resultara “de ningún método o modo aceptable de interpretación del Derecho”, el Supremo se enfrentaría a sus propias contradicciones, según resaltaba el catedrático de Derecho Penal Enrique Gimbernat en un artículo publicado en El Mundo en agosto del pasado año: “Desde la sentencia condenatoria de Gómez de Liaño de 15 de octubre de 1999 el TS ha tenido ocasión de examinar en casación, no una ni dos, sino, por lo que alcanzo a ver, más de 40 sentencias de distintas Audiencias Provinciales, cuyos fallos vulneraban abiertamente disposiciones imperativas de nuestras leyes procesales y penales y, muy especialmente, el principio de legalidad (es decir: fallos en los que se aplicaba la ley en contradicción con cualquier método aceptable de interpretación del Derecho), en cuanto que se imponían penas superiores a las legalmente previstas, sin que, a pesar de ello, el TS haya considerado que esas sentencias de instancia eran constitutivas de prevaricación, porque, si lo hubiera estimado, obligatoriamente habría tenido que promover la incoación de un procedimiento penal por prevaricación contra los magistrados provinciales”.

A partir de aquí pueden extraerse las conclusiones que se estimen oportunas. Lo peor de la admisión a trámite de la querella de Manos Limpias no es la suerte que pueda correr Garzón, al que se supone muy capaz de defenderse, sino el mensaje que se transmite al resto de jueces y magistrados: si alguien osa atreverse a enjuiciar los crímenes de la dictadura -que, posiblemente, ya han quedado sin sede en la jurisdicción española- arriesga su carrera. Y eso es algo más que una injusticia.

Sobre Garzón se acumulan las evidencias. Es evidente, por ejemplo, que el juez no ha pasado del capítulo dos del manual de cómo hacer amigos, y de ahí que la admisión a trámite por parte del Supremo de una querella en la que se le atribuye un delito de prevaricación haya causado el lógico alborozo a derecha e izquierda, porque en lo de lograr animadversiones hay que reconocerle una imparcialidad ejemplar. Es evidente también que su capacidad como instructor es manifiestamente mejorable o que su afición a ver su nombre impreso en las portadas supera a la promiscuidad de Mesalina, que en lo suyo era un portento. Mariano Sánchez Soler, periodista y autor de Baltasar Garzón. Tigre de papel (Foca. 2006) llegó a contabilizar las veces que su nombre fue citado entre 1988 y 2005 tanto en los despachos de la agencia Efe como en las ediciones impresas de El País y El Mundo (no se recogen datos de este último diario entre 1989 y 1993). La cifra es apabullante: Garzón fue mencionado en 39.768 ocasiones. ¿Quién da más?

Baltasar Garzón Manos Limpias