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Gobierno de gestión, no de coalición
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Gobierno de gestión, no de coalición

La magnitud de los problemas nacionales y la percepción de que los gobernantes no pueden o no saben encarar su tratamiento estimula las apelaciones a la

La magnitud de los problemas nacionales y la percepción de que los gobernantes no pueden o no saben encarar su tratamiento estimula las apelaciones a la unidad como paso previo para adoptar decisiones que cuenten con amplio respaldo político y social. Es normal que el sentimiento en pro de la unidad empiece a germinar en una sociedad como la nuestra en la que quedan aún importantes rescoldos de la fe en el Poder, lo ejerza quien lo ejerza, y por ello muy sensible a los síntomas de fragilidad que provengan de aquél. Nada habría que objetar a ese sentimiento legítimo, si no fuera por el hecho de que el debate iniciado puede conducir, en mi opinión, a una salida errónea como es la propuesta de un gobierno de coalición integrado, al menos, por los dos partidos mayores, PSOE y PP.

 

El régimen político actual es formalmente democrático y parlamentario, pero en la práctica se trata de un modelo partitocrático y casi presidencialista, como resulta fácil deducir de su funcionamiento a lo largo de los últimos 30 años: los partidos disfrutan de una situación jurídica privilegiada que los convierte en protagonistas casi absolutos del devenir de la vida pública, gracias a la generosidad de las normas electorales con las listas cerradas y bloqueadas, lo que produce, además, un liderazgo reforzado de las cúpulas de dichos partidos en detrimento de su propia militancia y, lo que es peor, de los electores. En congruencia con ello, el Congreso de los Diputados, encorsetado por el mandato imperativo de los partidos, carece del dinamismo necesario para ejercer sus funciones parlamentarias, lo que va en beneficio del líder del partido gobernante convertido, en la práctica, en un presidente que acapara casi todo el poder ejecutivo, sin el contrapeso de una jefatura del Estado con facultades ejecutivas propias para ejercer el arbitraje. Esa es una de las limitaciones por tener una primera magistratura no democrática.

La anomalía de esta situación viene siendo denunciada largo tiempo, y la muestra de ello es la insistencia con la que se manifiesta el alejamiento de la política de la realidad y la necesidad de reformas que sirvan para regenerar o, mejor dicho, restaurar la democracia en España, estimulando el pluralismo y abriendo el ejercicio del poder público a la sociedad, para desterrar la endogamia que se ha ido adueñando de la vida política española. Hasta los propios protagonistas del sistema hablan de la necesidad de reformarlo, pero jamás sobrepasan la línea de la mera expresión de un deseo, lo cual añade un punto más de frustración y de desafección en aquellas capas de la sociedad, las más dinámicas e informadas, que observan la liviandad de algunos de sus dirigentes políticos.

Pero un modelo que ha ido funcionando, a pesar de sus fallas, durante las dos décadas de crecimiento económico que ha vivido España, desde su incorporación a la Unión Europea, se encuentra, de repente, como el automóvil al que en marcha se le agota el aceite: el hundimiento de la economía española para el que casi nadie esta preparado, empezando por los gobernantes, nos enfrenta a un presente dramático y a un futuro que se quiere ignorar, porque será muy distinto, en términos de riqueza y de exigencia, al tiempo que hemos vivido. Por eso se habla de "emergencia nacional" o de posibles gobiernos de coalición, cuando no de un mero cambio ministerial, deduciéndose de todo ello que la credibilidad del Gobierno es casi irrelevante.

Los problemas a los que nos enfrentamos son de dos clases: la crisis de nuestro modelo productivo, asentado en la construcción y el endeudamiento, que está en el origen de la quiebra económica, y la crisis constitucional que ha derivado en el debilitamiento del poder público, sobre todo del poder central, impidiendo la posibilidad de actuar con la energía y coordinación que demandan la realidad y el sentido común. Ante eso, los partidos políticos continúan con sus preocupaciones inmediatas, ya sean las elecciones regionales vascas o gallegas ya las guerras de espías, dejando muy poco espacio a la discusión de los asuntos que preocupan, con razón, a los ciudadanos. El colofón de estas actitudes y comportamientos es el de la degradación de los liderazgos y la imposibilidad de ensamblarlos en un proyecto nacional común: el jefe del Gobierno y el jefe de la oposición carecen de autoridad y fortaleza para capitanear la resolución de la crisis nacional.

Se dirá que el procedimiento normal sería acudir a elecciones anticipadas. Puede ser, pero tengo serias dudas de su eficacia si antes no se ordena la quiebra económica y no se ponen las bases de un orden constitucional renovado que fortalezca el prestigio del Estado y la libertad de elección de los ciudadanos. Por eso creo en la constitución de un Gobierno no partidario, igual da de uno de dos o de más partidos, formado por personas de hondas convicciones democráticas y que, desde el punto de vista profesional y social, gocen de apreciación y respeto, para acometer la tarea de dar solución a los problemas nacionales, sin la servidumbre de la disciplina partidaria, y lograr el máximo consenso social alrededor de su proyecto.

Un Gobierno de estas características, llámese gobierno de gestión o de unidad democrática, nacido del propio Congreso de los Diputados, debería acometer la tarea de restaurar la confianza en un modelo económico reformado y, por otra parte, profundizar en los proyectos de cambios constitucionales y electorales para convocar elecciones en un plazo de dos años, que tendrían carácter constituyente, ateniéndose a los preceptos de la Constitución actual. A algunos puede parecer una quimera que el régimen partitocrático facilite su sustitución, pero si España continúa en el remolino del hundimiento, el margen de maniobra y generosidad actual puede quedar notoriamente reducido en perjuicio de la democracia y el equilibrio social, abriendo la puerta a alternativas basadas en la negación de la libertad.

La magnitud de los problemas nacionales y la percepción de que los gobernantes no pueden o no saben encarar su tratamiento estimula las apelaciones a la unidad como paso previo para adoptar decisiones que cuenten con amplio respaldo político y social. Es normal que el sentimiento en pro de la unidad empiece a germinar en una sociedad como la nuestra en la que quedan aún importantes rescoldos de la fe en el Poder, lo ejerza quien lo ejerza, y por ello muy sensible a los síntomas de fragilidad que provengan de aquél. Nada habría que objetar a ese sentimiento legítimo, si no fuera por el hecho de que el debate iniciado puede conducir, en mi opinión, a una salida errónea como es la propuesta de un gobierno de coalición integrado, al menos, por los dos partidos mayores, PSOE y PP.