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De la liquidez al rescate público pasando por la estación de la insolvencia
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De la liquidez al rescate público pasando por la estación de la insolvencia

El vocablo liquidez saltó del argot propio de las finanzas al diálogo de taberna con inusitada rapidez. Liquidez es la mayor o menor capacidad de los

El vocablo liquidez saltó del argot propio de las finanzas al diálogo de taberna con inusitada rapidez. Liquidez es la mayor o menor capacidad de los activos financieros, de una casa, de un crédito o una posición en el mercado de futuros, por ejemplo, para poder convertirse en dinero efectivo de forma inmediata sin pérdida de su valor contable. Los bancos necesitan liquidez, se decía, lo cual significaba que tenían activos suficientes para generar nuevos préstamos, pero no podían convertir esos activos en efectivo. Tan rápido como brotó es probable que la palabra liquidez desaparezca del mapa. Porque el problema no es que el sistema financiero español no pueda convertir en efectivo parte de su activo, que también. La tragedia es que, si quisiese hacerlo, tendría que hacerlo con enormes descuentos o pérdidas con respecto a su valoración anterior.

El sistema financiero español, como una parte notable del sistema productivo, no tiene un desfase temporal de tesorería. Lo que tiene, y cuanto más rápido se asuma, mucho mejor para todos, es un problema de insolvencia: su decadente activo no soporta el enorme pasivo acumulado. En plata, que en algún momento más próximo que lejano, como dice esa letanía de crisis de segunda ronda, el sistema financiero español, o una parte sustancial del mismo, no tendrá dinero (activo, en sus distintas versiones de liquidez) para hacer frente a sus obligaciones adquiridas de pago (pasivo). Los activos del sistema menguan de manera desesperada y a creciente velocidad. Algunos de esos activos se deprecian o se evaporan de manera reconocible y reconocida, como los depósitos en entidades estadounidenses en quiebra o la disparada tasa de morosidad. Otros de manera más sibilina y encubierta, aplicando dosis de contabilidad creativa: ya sea creando vehículos societarios a los que traspasar los créditos morosos a punto de vencimiento o valorando activos, tales como las viviendas o las acciones, a los precios de adquisición en lugar de hacerlo a los menguantes precios de mercado. Ésta no es la situación de algunos bancos o cajas de ahorro. Más bien, es un mal que afecta de manera sistemática al sistema financiero español.

Una parte sustancial del sistema financiero, al borde de su desaparición

La insolvencia es el equivalente financiero, el paso previo, a lo que los tribunales bautizan como concurso de acreedores. Es decir, una parte sustancial del sistema financiero español está al borde de su desaparición, arrastrado por su sobreexposición al sector de la construcción, que también puede traducirse en su implicación como cooperador necesario en el inflamiento de la burbuja inmobiliaria. Y no tanto por la concesión de hipotecas a familias (647.000 millones de euros), algunas con capacidad de crédito escasa y arriesgada, que también, sino, sobre todo, como consecuencia de los enormes créditos concedidos a las empresas ligadas a la construcción (472.000 millones de euros). En total, el sesenta por ciento del crédito de las entidades financieras al sector privado (1.852.000 millones en total) está ligado de manera directa al ladrillo. Durante la última década, el sistema financiero español ha estado financiando con extrema generosidad no sólo la compra de viviendas a precios desorbitados (la demanda) sino también a todo el sector de la construcción (la oferta) creando un mercado tan artificial como adicto al dinero rápido, pero con enormes consecuencias sociales al tratarse de un bien de primera necesidad. Cuando el mercado inmobiliario implosiona por la falta de expectativas y de efectivo, que ya no llega del exterior con la suficiente rapidez y generosidad, porque el ahorro español no aportaba ni la mitad del crédito total generado, el sistema financiero es parte de los daños colaterales.

Llegado a este punto de sangría en el sistema financiero, la derivada del tan alabado mercado es la quiebra de las entidades financieras. Que sean los accionistas y los gestores los que sufran, al menos en parte, las consecuencias de una década de decisiones irresponsables con efectos sociales funestos. No son pocos los que aventuran poco menos que el abismo tan sólo por permitir al mercado que haga su trabajo, castigando con la ruina (y no es una metáfora) a quienes han resultado ser menos eficientes. Que el mercado, en suma, aplique su venganza, para jolgorio de una buena parte de la población. Pero esa cara conlleva su cruz en la misma moneda. Esa misma población que probablemente disfrutaría viendo a los banqueros aplastados por sus propios castillos de naipes de la especulación, también tiene sus depósitos y realiza buena parte de su actividad económica a través de las instituciones financieras. La quiebra de varias instituciones financieras arrastraría una situación de pánico que se visualizaría con la población a las puertas de las sucursales tratando de retirar de manera inmediata sus ahorros, un repliegue masivo de posiciones financieras a las que, por su inmediatez, ningún banco ni caja de ahorro podría hacer frente, provocando en última instancia la quiebra de todas y cada una de las instituciones financieras.

En un mercado como el financiero tan basado en un intangible como la confianza (nadie deja dinero a otro sin siquiera una mínima confianza en que se lo devuelva), la quiebra del sistema sería un rejonazo de muerte a todos los canales financieros y la vuelta a sistemas mucho más primitivos e ineficientes de intercambios comerciales. No se llegaría al trueque, pero, desde luego, la posibilidad de adquirir un bien a crédito sería una posibilidad vetada para el conjunto de ciudadanos y empresas durante un periodo bastante prolongado de tiempo. Las agencias de rating, fallando por enésima vez, se aplicarían en otorgar letras cada vez más cercanas a la zeta. A cambio de este desastre, existirían dos contrapartidas. Primero, dentro de la crisis económica generalizada, los ciudadanos y empresas que fueron responsables durante los años de la burbuja verían recompensada su actitud de prudencia con una mejora relativa de su posición competitiva frente a aquellos que hicieron del endeudamiento su política casi única de gasto.

La segunda ventaja es más estructural y remitiría a situaciones ya observadas en países latinoamericanos a lo largo de las cuatro últimas décadas y, más recientemente, en el caso de las entidades financieras estadounidenses a las que se permitió la quiebra. Buena parte del pasivo (deudas) del sistema financiero español tiene residencia en el exterior. Mientras que los depósitos españoles que conforman parte de ese pasivo estarían parcialmente garantizados a través del Fondo de Garantía de Depósitos, que en el caso de quiebra sistémica tendría que ser ampliado con financiación pública hasta niveles en el entorno de las doce cifras en euros, los préstamos internacionales sólo estarían respaldados por las garantías que se ofrecieron en su concesión, que son en algunos casos los sobrevalorados activos inmobiliarios y mucho más humo. En tales circunstancias, a los bancos internacionales que prestaron con inusitada alegría a instituciones financieras españolas les alcanzaría su ola de responsabilidad: sólo cobrarían la parte mínima que estuviese disponible a través del concurso de acreedores. La caída a plomo del rating de las entidades crediticias españolas, que tardaría al menos una década en superar los umbrales de república bananera, cerrando así toda posibilidad de acceso a corto plazo a financiación exterior, tendría la virtud de que el pago del enorme déficit exterior de la economía española durante la última década lo pagasen los que se encargaron de financiarlo, que no fueron otros que las empresas financieras internacionales.

Frente a esta opción radical de laissez faire, de mercado, que por razones distintas ahora catalogan de populista e irresponsable, si en la distribución de preferencias de políticas públicas pesa más la alergia a destruir los únicos canales de crédito que el brutal coste de mantenerlos en funcionamiento, el fiel de la balanza se inclina hacia la única alternativa: financiar con fondos públicos la pervivencia (de, al menos, parte) del sistema financiero tal y como lo conocemos, con sus marcas fácilmente reconocibles por el gran público, con sus dosis ciertas de confianza menguante. Sería la pervivencia con fondos frescos, de una cartera mucho más gorda, de lo ya realizado hasta ahora en España, siguiendo una metodología más o menos universal, a través del Fondo de Adquisición de Activos Financieros (FAAF). En principio, y al menos ésa era la intención explícita, estos fondos de rescate tenían la forma de préstamos que el sector público hacía al sistema financiero tradicional con el aval o la adquisición de activos menos líquidos: efectivo por cédulas hipotecarias (casas, en última instancia), en la mayoría de los casos. La esperanza era que la transfusión del activo más líquido tuviese la virtud de revivir el mercado del crédito a las empresas y las familias, que lo necesitaban en muchos casos para su propia supervivencia.

El sistema español no puede cooperar con el progreso del crédito

Pero nada de eso ha ocurrido porque el sistema financiero español ni quiere (no tiene esperanzas en el tejido productivo) ni puede (es insolvente en amplias capas) cooperar con el progreso del crédito. Incluso si tuviese el interés, no tiene la capacidad financiera para ponerse manos a la obra: sus deudas son mucho más acuciantes que sus perspectivas de negocio con el crédito. En consecuencia, el resultado del FAAF, y de cualquier ampliación pública de la capacidad financiera del sistema financiero español salvo que su cuantía sea sideral, va a ser el mismo: los bancos y cajas utilizarán el efectivo para cancelar sus propias deudas con terceros, para practicar la ingeniería financiera y no caer en la insolvencia real (aunque ya sea técnica) y, en el caso de que aún sobrase, que no es el caso, a provisionar sus reservas para hacer frente a la creciente morosidad y a los apremiantes créditos.

En algún punto intermedio, para escarnio público, estaría la distribución de beneficios entre los accionistas y los bonos a los gestores. Éste es el resultado entre otros motivos, y no es el menor, de que son los mismos quienes llevaron a los bancos a la insolvencia quienes se pelearon por la perseverancia en sus millonarios bonos. Que, además, se encuentran crecidos en lo que perciben como una victoria de su estrategia de chantaje y que no pocos entre la población interpretan como la estafa más grande (con el nombre de regalo) llevada a cabo en España: han colocado al contribuyente a precio de oro un conjunto de activos devaluados (los mismos que ellos inflaron con el soplido del crédito) a cambio de una palabra de devolución que vale poco menos que esos activos.

De optarse por la opción de recapitalizar la actividad financiero, el rescate de todo o, mejor, de parte del sistema financiero español tiene dos vertientes: la cuantía y la forma. La cuantía es la suma de todos los créditos que puede predecirse que no se van a pagar, que van a ser muchos (casi todos los que se han concedido a las empresas de construcción, por ejemplo, menos el minúsculo ingreso en subasta de los avales inmobiliarios), pero imposible de calcular a estas alturas del partido, junto con el nuevo circulante que debe ponerse en juego para reactivar el crédito al sector productivo. Sólo puede predecirse que será muy alta (por encima de los 500.000 millones de euros sólo de descubierto en préstamos a la construcción y las inmobiliarias), y con escasas posibilidades de recuperación en el futuro.

*Santos M. Ruesga es Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Madrid

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El vocablo liquidez saltó del argot propio de las finanzas al diálogo de taberna con inusitada rapidez. Liquidez es la mayor o menor capacidad de los activos financieros, de una casa, de un crédito o una posición en el mercado de futuros, por ejemplo, para poder convertirse en dinero efectivo de forma inmediata sin pérdida de su valor contable. Los bancos necesitan liquidez, se decía, lo cual significaba que tenían activos suficientes para generar nuevos préstamos, pero no podían convertir esos activos en efectivo. Tan rápido como brotó es probable que la palabra liquidez desaparezca del mapa. Porque el problema no es que el sistema financiero español no pueda convertir en efectivo parte de su activo, que también. La tragedia es que, si quisiese hacerlo, tendría que hacerlo con enormes descuentos o pérdidas con respecto a su valoración anterior.

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