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Desmontando jurídicamente a la TV pública
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Desmontando jurídicamente a la TV pública

Estamos ante la imperiosa necesidad de realizar recortes en el gasto de todas nuestras Administraciones públicas porque, de otra forma, ni se entienden ni van a

Estamos ante la imperiosa necesidad de realizar recortes en el gasto de todas nuestras Administraciones públicas porque, de otra forma, ni se entienden ni van a admitirse pacíficamente los incrementos en los impuestos que pagamos (muy especialmente en el IRPF). Parece que el Gobierno anda en ello, pero ante las cifras de auténtico derroche en el gasto público, entre subvenciones absurdas y el mantenimiento de entes y empresas públicas igualmente absurdas, parece difícilmente legitimable exigir a los españoles que nos rasquemos más los bolsillos cuando conocemos el destino de nuestros impuestos.

De las subvenciones y entes/empresas públicas ya se está escribiendo bastante, motivo por el cual quisiera centrarme ahora en las televisiones públicas, ya que por ahí se va un dinero que podría ser perfectamente prescindible. Desde luego que mucho más prescindible que cualquier clase de recorte en sanidad o educación que son auténticos servicios esenciales ligados a eso que denominamos Estado del Bienestar.

Para comenzar, quiero ahora dedicar unas líneas al soporte jurídico de todas estas televisiones públicas de las que, a mi juicio, podría prescindirse (o adelgazar al máximo) sin que con ello se resintiera lo más mínimo el bienestar de los ciudadanos. Porque, por mucho que las normas sobre la materia insistan en proclamar que la televisión es un servicio público (es decir, que se trate de una actividad publificada), el hecho cierto es que no existe, hoy por hoy, ningún motivo para sostener que estemos en presencia de un servicio esencial, que es el concepto jurídicamente relevante a efectos constitucionales (vid. artículos 28.2 y 128.2 de la Constitución).

Porque desde el nacimiento del concepto de servicio público en Francia (Arret Blanco, de 1873) y en nuestro país (Proposición de Ley presentada al Congreso el 12 de noviembre de 1838 en donde se alude a "toda especie de servicios públicos y obras públicas") se utiliza por el legislador y la jurisprudencia de forma absolutamente difusa hasta el punto de atribuir esta naturaleza a cosas tan variopintas como el arrendamiento de un Teatro (Sentencia de 20 de marzo de 1929); la actividad de Tabacalera (Sentencia de 25 de junio de 1952), la de Campsa (Sentencia de 28 de octubre de 1957) o la de la extinta Comisión de Abastecimientos y Transportes (Sentencia de 22 de octubre de 1962). El concepto de "servicio público" es un auténtico flatus vocis, carente de toda definición normativa, y en el que pueden ser encuadradas las actividades más diversas con tal de que su titularidad sea atribuible a una Administración pública (aunque el ejercicio de esa actividad sea realizado por un particular).

“Servicio público”, un concepto difuso

Por mucho que las normas sobre la materia insistan en proclamar que la televisión es un servicio, el hecho cierto es que no existe, hoy por hoy, ningún motivo para sostener que estemos en presencia de un servicio esencial, que es el concepto jurídicamente relevante a efectos constitucionales

Así las cosas, resulta que el denominado servicio público de televisión tiene una historia bastante compleja que comienza con un ejercicio público de la actividad en régimen de monopolio, sigue con las televisiones autonómicas, continúa con la apertura a las televisiones privadas en régimen concesional y las televisiones locales y culmina por el momento, con la Ley /2010, de 31 de marzo (General de Comunicación Audiovisual) por la que se reforme y reunifica toda una maraña de normas dispersas sobre la materia.

Pero dejando ya de lado los aspectos estrictamente legales de la cuestión, lo que pretendo decir es que las televisiones pueden ser (de hecho lo son) calificadas como servicios públicos por el mero hecho de que han sido objeto de publicatio por parte del legislador. Publicatio que se encuentra en la misma esencia de ese concepto difuso –que nadie ha llegado a definir- que es el de “servicio público”, sobre lo cual he escrito en numerosas ocasiones (entre otras en los libros “Servicio Público y técnicas de conexión” CEC Madrid, 1980 y “Derecho Administrativo Especial" Ed. Civitas, Madrid 1999) aunque ahora lo hago desde otra perspectiva mucho menos académica pero más cercana a la realidad de las cosas.

Y desde esa perspectiva no me atrevería a afirmar ni que el conjunto de las televisiones (o, si se quiere, la actividad de retransmisión de imagen y sonido) sea un servicio esencial, ni que mucho menos las televisiones públicas (que son una subespecie del conjunto de entidades y empresas prestadoras de esta actividad) también lo sean. Me centro, no obstante en las televisiones públicas porque es el asunto que preocupa al personal ante el déficit que generan casi todas ellas y en donde deberían centrarse los recortes por parte del Estado y, muy especialmente de las Comunidades Autónomas.

Para comenzar, confieso no entender –en términos estrictamente jurídicos- por qué tenemos que hacer frente con nuestro dinero (o sea, los dineros públicos, que son de de todos) al sostenimiento de unas televisiones públicas con un alto contenido en programas de entretenimiento que, según parece, cuestan poco menos que un riñón. Eso sin añadir el coste de doblaje de películas en las diferentes lenguas de algunas Comunidades lo cual me parece, personalmente, una solemne majadería (habida cuenta de los magníficos dobladores en castellano con los que contamos).

Instrumentos de vehiculización lingüística

Desde luego que el mantenimiento de estas televisiones tiene una explicación política evidente, porque son utilizadas como instrumentos de “vehiculización lingüística” o como escaparates de quienes gobiernan en las diferentes Autonomías. Sin embargo, esta clase de justificación resulta insultante cuando  se nos incrementan los tipos del IRPF y se toman medidas de recorte que afectan a actividades que, claramente, son servicios esenciales (como es el caso de la sanidad o la educación).

Y es que tampoco he llegado nunca a entender bien la razón última por la cual una serie de actividades tienen la calificación de servicios públicos y otras simplemente pertenecen a la esfera de la actividad industrial o empresarial de las Administraciones públicas. Porque puestos a ello, tan relevante puede ser la prensa (que nunca ha sido considerada como servicio público) como la televisión o la radiodifusión; la única diferencia consiste -en términos históricos- en la utilización por parte de estos dos últimos del espectro radioeléctrico (que tiene naturaleza demanial).

No quiero perderme, sin embargo, en disquisiciones académicas sobre las cuales ya he escrito con suficiente profundidad y voy directamente al grano: hoy por hoy, las televisiones públicas son prescindibles porque no son, en puridad, un servicio esencial, por mucho que en algunas ocasiones hayan sido consideradas como tales. Se trata de meras empresas públicas que podrían ser suprimidas o "adelgazadas" de la misma forma y con el mismo criterio con el que ha de actuarse respecto al resto de empresas públicas. Mantenerlas con el actual nivel de déficit que generan y exigir, al tiempo, que paguemos más impuestos es algo que repugna a los más elementales principios de "buena administración".

*José Luis Villar Ezcurra es miembro del blog ¿Hay derecho? y profesor titular de Dº Administrativo en la UCM.

Estamos ante la imperiosa necesidad de realizar recortes en el gasto de todas nuestras Administraciones públicas porque, de otra forma, ni se entienden ni van a admitirse pacíficamente los incrementos en los impuestos que pagamos (muy especialmente en el IRPF). Parece que el Gobierno anda en ello, pero ante las cifras de auténtico derroche en el gasto público, entre subvenciones absurdas y el mantenimiento de entes y empresas públicas igualmente absurdas, parece difícilmente legitimable exigir a los españoles que nos rasquemos más los bolsillos cuando conocemos el destino de nuestros impuestos.