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Evitar el ensañamiento en la ejecución hipotecaria
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Evitar el ensañamiento en la ejecución hipotecaria

Uno de los debates más acuciantes suscitados por la crisis es el que gira en torno a los procedimientos de ejecución hipotecaria, sobre los que, curiosamente,

Uno de los debates más acuciantes suscitados por la crisis es el que gira en torno a los procedimientos de ejecución hipotecaria, sobre los que, curiosamente, existe una cierta unanimidad en cuanto a que deben ser objeto de alguna modificación. Pero las controversias surgen cuando hay que concretar el contenido de dicha reforma: si poner un mínimo al valor de adjudicación a favor del acreedor, si reducir el importe de los depósitos necesarios para participar en las subastas, si tres subastas o sólo una, si dación en pago sí o no, si los intereses de demora al diez o al veinte por ciento, y demás cuestiones que leemos en la prensa un día tras otro.

Aunque es verdad que la presión popular está obligando a las entidades de crédito a modificar su modus operandi, no es menos cierto que se precisa una reforma real del procedimiento de ejecución hipotecaria. Y toda reforma que pretenda ser atinada debe comenzar replanteándose la naturaleza, la razón de ser de aquello que se va a modificar. Por tanto, lo primero que debemos preguntarnos es si, en sí mismo, el propio procedimiento de ejecución es imprescindible o no.

Desde un punto de vista teórico, ¿para qué sirve el procedimiento de ejecución hipotecaria? Evidentemente, para defender y amparar los justos intereses y derechos de las partes en el procedimiento, acreedor y el deudor.

¿No sería más sencillo que el acreedor, si el deudor lo solicita, se adjudicara directamente la finca por el mínimo legal del 60% del valor de subasta para viviendas habituales y el 50% para el resto de inmuebles, o incluso por menos si la deuda es menor, cortando de raíz el devengo de intereses de demora?

En cuanto al acreedor, le ampara en su derecho a cobrar una deuda, especialmente garantizada por un bien inmueble, mediante la venta coactiva de dicho bien, todo ello bajo la lógica presunción de que el deudor no estará por la labor de colaborar en la ejecución y por tanto el acreedor precisará de auxilio judicial. Hasta ahí, bien. Pero se da la circunstancia, en la actualidad, de que la mayoría de los deudores en apuros estaría encantado de poder entregar su casa y obtener con ella el pago de la deuda, aunque fuera parcial, sin tener que esperar a que se desarrolle el largo proceso de ejecución. En conclusión: el derecho del acreedor rara vez se discute.

En cuanto al deudor, teóricamente el proceso le protege de posibles abusos por parte de acreedores malintencionados, de dos maneras fundamentalmente: primero, por medio de las garantías y cautelas propias de cualquier procedimiento judicial, y segundo, mediante la obtención de un precio justo y de mercado, que se conformará naturalmente a través de la pública subasta, por tanto bajo la presunción de que va a haber otras personas interesadas en hacerse con el bien subastado y que pujarán por el mismo.

Pero lo cierto es que las subastas de inmuebles quedan habitualmente desiertas, no obteniéndose postura alguna y teniendo el acreedor que adjudicarse finalmente el bien hipotecado. Tanto es así, que ha habido que establecer mínimos legales al valor de dicha adjudicación que han sido, además, sucesivamente aumentados, para evitar los abusos que se estaban produciendo, lo que no deja de ser un reconocimiento, por parte del propio Legislador, de la ineficacia del sistema de subasta a la hora de obtener un justiprecio.

Recapitulando: tenemos un procedimiento que, por un lado, defiende judicialmente un derecho del acreedor que nadie discute, y por otro lado, se ha mostrado claramente ineficaz a la hora de defender los derechos del deudor. O lo que es lo mismo, en la mayoría de los casos, el procedimiento de ejecución no vale para nada.

A cambio de la teórica tutela judicial de estos derechos, surgen como contrapartida los enormes costes que genera el proceso, tanto económicos como temporales, y que no benefician ni a deudor ni a acreedor. 

Entonces, ¿por qué acudir al procedimiento? Si prácticamente conocemos de antemano el resultado de una contienda judicial costosísima, ¿para qué iniciarla?

¿No sería más sencillo que el acreedor, si el deudor lo solicita, se adjudicara directamente la finca por el mínimo legal del 60% del valor de subasta para viviendas habituales y el 50% para el resto de inmuebles, o incluso por menos si la deuda es menor, cortando de raíz el devengo de intereses de demora? De este modo, aunque con la entrega de la finca no se saldará la deuda en su totalidad, evitaríamos el devengo los gastos del procedimiento, que pueden llegar a suponer un importante porcentaje de la deuda final.

Además, si el deudor está tan desesperado como para ceder su vivienda por el 60% del valor en que se tasó la finca en su día, ¿puede albergar el banco esperanza alguna de cobrar los intereses de demora? Salvo que el devengo de intereses de demora no tenga, en realidad, más finalidad que el escarnecimiento del deudor....

Si de lo que se trata es de atajar la deuda cuanto antes y se sabe casi con seguridad que el acreedor, finalmente, va tener que adjudicarse la finca por el valor mínimo legal y, en su caso, quedarse con una deuda pendiente, ¿por qué hinchar artificialmente esa deuda? ¿Por qué esperar?

Dos argumentos caben en contra de tal posibilidad:

- Primero, que aunque sea poco probable, no es imposible que a la subasta acudan postores que hagan posturas superiores al valor mínimo de adjudicación y no se debería privar al deudor de ese derecho a obtener un precio de mercado.

Este argumento es razonable pero, si es al deudor a quien beneficia, en teoría, la celebración de la subasta, perfectamente podría renunciar a la misma.

- Segundo, también se podría argumentar que cabe la posibilidad de que la deuda sea inferior al valor mínimo legal del 50% o 60% de la tasación, y no tendría mucho sentido que el acreedor, además de tenerse que quedar con la finca, tuviera que pagar al deudor la diferencia.

Lo cual de nuevo es un argumento razonable pero, ¿y si el deudor está dispuesto a entregar la finca por el valor de la deuda, aunque sea inferior a ese 50% o 60% del valor de tasación? ¿Por qué no permitirlo en ese caso?

El procedimiento de ejecución hipotecaria se ha convertido, en los últimos tiempos, en una pesada carga que más que amparar a deudor y acreedor, perjudica a ambos y, por tanto, debería poderse evita

Veamos un ejemplo con números redondos para mayor simplicidad:

Una persona adquirió su vivienda habitual en el año 2.006, por un precio de 500.000 €. En dicho momento se concertó un préstamo hipotecario por importe de 450.000 €. La vivienda fue tasada en 600.000€. La deuda viva a día de hoy, tras haber efectuado algunas amortizaciones anticipadas, asciende a 340.000 € (57% del valor de tasación). Desgraciadamente, el deudor ha visto reducidos sus ingresos de forma alarmante y no puede pagar.

Si en dichas circunstancias se opta por la adjudicación directa sin subasta (dación en pago total, en este caso), la deuda quedaría totalmente saldada y el acreedor adquiriría la vivienda por el importe de la deuda: 340.000€.

Por el contrario si no se accede a la dación en pago, y dado que se trata de la vivienda habitual del deudor, en caso de ejecución, el valor mínimo exigido al acreedor para poder adjudicarse el bien, según el Art. 670.4 LEC, sería del 360.000 € (60% del valor de tasación), lo que implicaría, en teoría, que el acreedor incluso tendría que pagar 20.000 € al deudor para poder adjudicarse la finca.

Por supuesto, el procedimiento judicial hace que esto último no ocurra, dado que los intereses de demora y las costas llevarán la deuda final posiblemente más allá de los 500.000€, y el banco no tendrá que pagar nada al deudor, pero a cambio le quedará pendiente una deuda de más de 140.000€, ocasionada por los intereses de demora y las costas, que no estará respaldada por garantía alguna, más que la personal de un deudor ya arruinado.

En conclusión: el procedimiento de ejecución hipotecaria se ha convertido, en los últimos tiempos, en una pesada carga que más que amparar a deudor y acreedor, perjudica a ambos y, por tanto, debería poderse evitar. Bastaría para ello con que, previamente a la admisión a trámite de la demanda de ejecución, y como condición para la misma, se exigiera al banco que acredite fehacientemente haber ofrecido al deudor la posibilidad de adjudicarse directamente el propio acreedor la finca por el valor mínimo legal de adjudicación, quedando pendiente el resto de la deuda (dación en pago parcial), o por el mismo importe de la deuda, si es inferior al mínimo legal (dación en pago total). En ambos casos, ahorrando los costes y trastornos del procedimiento de ejecución.

*Javier Martínez Laburta, notario.

Uno de los debates más acuciantes suscitados por la crisis es el que gira en torno a los procedimientos de ejecución hipotecaria, sobre los que, curiosamente, existe una cierta unanimidad en cuanto a que deben ser objeto de alguna modificación. Pero las controversias surgen cuando hay que concretar el contenido de dicha reforma: si poner un mínimo al valor de adjudicación a favor del acreedor, si reducir el importe de los depósitos necesarios para participar en las subastas, si tres subastas o sólo una, si dación en pago sí o no, si los intereses de demora al diez o al veinte por ciento, y demás cuestiones que leemos en la prensa un día tras otro.