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El desenfoque
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El desenfoque

Llevamos una larga temporada asistiendo, entre perplejos e indignados, a un rosario de noticias sobre casos de corrupción y despilfarro en nuestro país. La respuesta que

Llevamos una larga temporada asistiendo, entre perplejos e indignados, a un rosario de noticias sobre casos de corrupción y despilfarro en nuestro país. La respuesta que se da a estos hechos va desde el tancredismo hasta la apelación a grandes pactos para hacer nuevas leyes. Y el resultado es que no cambia nada, porque, intencionadamente o no, ese planteamiento lleva a no tomar decisiones concretas sobre los casos que hay encima de la mesa ni asumir responsabilidades.

Mi impresión es que, detrás de esta forma de abordar estos hechos, hay un problema de desenfoque sobre su naturaleza que dificulta la búsqueda de soluciones efectivas. Dicho muy resumidamente, no se apunta a los problemas esenciales y se difumina la participación de los agentes involucrados.

Pondré dos ejemplos (para no hacer sangre) como ilustración. En ambos casos el despilfarro y la irresponsabilidad me parecen mucho más graves que la corrupción. Tanto por su magnitud como porque despilfarro e irresponsabilidad son el caldo de cultivo de la corrupción.

Comencemos por el caso de las “tarjetas negras”. Se ha montado un escándalo monumental con los gastos realizados con estas tarjetas. Me parece muy bien. Pero me sorprende enormemente que ese escándalo no se haya montado por lo que estaban cobrando en sueldos y dietas los directivos que hundieron las cajas. Lo que bien podríamos llamar los “sueldos negros”, no porque fueran opacos sino porque eran disparatados como retribución de unos ejecutivos que hicieron un agujero de 22.000 millones de euros al patrimonio nacional. Una cifra sin punto de comparación con los muy modestos 15 millones gastados con las tarjetas.

Sueldos y dietas de directivos aprobados por unos consejos de administración perpetrados por PP, PSOE, IU, los sindicatos y la patronal. ¿Nadie de ellos tiene responsabilidad en lo que ha pasado? ¿Es que ellos sólo pasaban por allí? Desde luego entiendo el cabreo por lo de las tarjetas, pero no entiendo cómo no hay un cabreo mucho mayor por “lo gordo”. Y es que, como decía Rato en su declaración ante el juez, el gasto con su tarjeta eran tan pequeño con relación a lo que esos consejos de administración le estaban pagando que prácticamente ni se daba cuenta. Y le creo.

Un segundo ejemplo se refiere al fraude en los cursos de formaciónen Madrid y Andalucía, de momento. Estupendo, por fin se empieza a meter mano en un chanchullo que constituía una especie de secreto a voces y que creo aún dará para unos cuantos titulares. Bien. Pero de nuevo aquí se nos olvida el problema mayor, que no es esos pocos millones distraídos, presumiblemente, por unos pillos. El principal problema son los miles de millones de euros gastados dentro de la ley sin que tengamos la menor idea de si sirven para algo de cara a aumentar la productividad del trabajo, la calidad del capital humano o siquiera la empleabilidad de los trabajadores.

Focalizar el problema en los usuarios de las tarjetas negras o en los pillos que se inventaban cursos de formación implica que lo que hay que hacer es castigar a los infractores y, posiblemente, cambiar las normas para que el castigo sea mayor. O sea, que se trata de un problema de estos pocos individuos y todo lo que hay que hacer es aumentar los castigos o buscar medios para evitar que ese tipo de individuos no cometa más tropelías. Pero al centrar la mirada sobre “los chorizos” dejamos de ver lo que permite que estos actúen: el sistema de incentivos que está detrás de las organizaciones y el principio de responsabilidad de quienes las gestionan. Dicho de otro modo, estamos asumiendo con ello esa popular teoría de las manzanas podridas (los chorizos) que aparecen en el cesto por generación espontánea, sin preguntarnos qué tendrán estos cestos (o sea estas instituciones) para que aparezcan aquí y no ocurra lo mismo en Dinamarca. ¿Será por el frío? No lo creo.

La falta de responsabilidad social, política y judicial de nuestros políticos es una prueba de la mala salud democrática de nuestro país. Hemos escuchado hace unos días al presidente del Gobierno y líder del Partido Popular pedir disculpas (¡por fin!) por las tropelías cometidas por su gente. Pero ahí se queda todo, Rajoy no parece dispuesto ni siquiera un poquito a asumir la responsabilidad de haber sido él quien nombró a Bárcenas y Rato, entre otros mirlos blancos. Uno no es responsable penalmente de las fechorías de sus cargos de confianza, pero sí debiera serlo políticamente en una democracia. Uno se equivoca en algo tan serio y que nos está costando tanto dinero a los ciudadanos de a pie, pues pide disculpas y se va.

Por no hablar del aforamiento de los políticos. Está bien proteger con especial cuidado la libertad de expresión de los representantes de los ciudadanos. ¿Pero qué tiene que ver eso con robar? ¿No debiera ser al contario, que alguien que maneja la cosa pública debiera someterse a niveles de tolerancia menores y no mayores frente a los comportamientos delictivos? Pues parece que no. Sus señorías se protegen indisimuladamente, son “objetos delicados” como diría Astérix.

Confieso que la juez Alaya, que está instruyendo varios casos de corrupción en Andalucía, no me resulta simpática. Su actitud altiva, el acaparamiento de casos mediáticos, el empantanamiento de procesos que tiene entre manos, la resistencia a ser ayudada, su enfrentamiento con los fiscales, … en fin que no. Pero dicho esto también debo decir que en el tema de los ERE ha adoptado un enfoque que me parece importante. No sé si debe tener consecuencias penales o no, pero la cuestión es que más allá de los delincuentes que se han lucrado con unos procedimientos de subvención cuyo sistema de garantías tenía más agujeros que un colador, la juez está pidiendo responsabilidades a quienes diseñaron ese sistema. Eso sí, eso sí es plantear las cosas con una perspectiva adecuada.

Porque la corrupción no florece así como así, hay que darle espacio. Y son precisamente quienes diseñan estos sistemas agujereados los que abren esos espacios. Estoy convencido que por impericia en la inmensa mayoría de los casos. Pero en esto habría que aplicar un principio similar a ese del Título Preliminar del Código Civil que reza “la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento”. O sea, que quien no sabe no debería gestionar. Y si lo hace, no puede esgrimir ignorancia para disculpar las consecuencias de sus actos.

La solución no parece que sea endurecer las penas, sino aplicar procedimientos administrativos razonables que no generen incentivos inadecuados y asignar claramente responsabilidades, políticas y administrativas al margen de las penales, a quienes los diseñan y los implementan. Y hacer que la justicia actúe en tiempo y forma, que esa es otra.

* Antonio Villar. Ph.D. University of Oxford; Professor of Economics Universidad Pablo de Olavide

Llevamos una larga temporada asistiendo, entre perplejos e indignados, a un rosario de noticias sobre casos de corrupción y despilfarro en nuestro país. La respuesta que se da a estos hechos va desde el tancredismo hasta la apelación a grandes pactos para hacer nuevas leyes. Y el resultado es que no cambia nada, porque, intencionadamente o no, ese planteamiento lleva a no tomar decisiones concretas sobre los casos que hay encima de la mesa ni asumir responsabilidades.