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El separatismo: ¿problema político o cultural?
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Alberto G. Ibáñez

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El separatismo: ¿problema político o cultural?

Puede ser casualidad, pero ambos fenómenos —el separatismo político y el cultural— tienen muchas más similitudes que diferencias

Foto: Carme Forcadell en el homenaje a Francesc Macià. (EFE)
Carme Forcadell en el homenaje a Francesc Macià. (EFE)

No hay duda. España tiene un (grave) problema con el separatismo. ¿En qué consiste? Pues en que ciertas Comunidades Autónomas, no precisamente las más pobres, se constituyen en rebeldes con causa (presunta) y se alzan contra (el papá) Estado y (la mamá) España para pedir más dinero y más “derechos”. Lo hacen de forma constante y permanente, sin ofrecer nada a cambio, ni siquiera cumplir las normas (o sentencias judiciales) que nos hemos dado entre todos o comportarse de forma leal y respetuosa con el Estado y sus símbolos. ¿Y el resto? Hay dos grupos: los que se quedan mirando embobados esperando a ver quién vence, para en caso de que se impongan las rebeldes imitar sus pasos; y los que siguen trabajando (con pocos incentivos) cumpliendo normas y objetivos, y pagando el pato de los costes económicos, políticos y sociales que ocasionan el resto. Son las perdedoras del proceso.

Las comunidades rebeldes amenazan (y chantajean) con irse de España (su casa común desde que alcanza la memoria) o tomar por la fuerza lo que consideran que les pertenece por derecho natural, por supuesto sin agradecimiento por lo recibido ni asumir el pago de coste alguno. Para ello han llegado en ocasiones al secuestro, el asesinato o el puro maltrato (ETA y Terra Lliure). En otras, se han limitado al desprecio y humillación públicas (ruptura de las fotos del Rey, quema de banderas, declaraciones contra los migrantes de otras regiones…). No escuchan a los que discrepan, ni les importa las consecuencias que estas reivindicaciones pudieran ocasionar sobre el resto, ni siquiera sobre los más pobres o desfavorecidos (salvo que vivan en países lejanos), aunque formalmente se consideren de izquierdas. Van a la suya.

Foto: Un ciclista porta una 'estelada' en una manifestación celebrada en Lleida. (EFE)

Este fenómeno los tiene enganchados y aturdidos. No salen del pensamiento circular. Al tiempo que crean nuevas banderas y eslóganes, que repiten sin cesar de forma mecánica, lo único que les motiva a actuar contra lo español. Pueden pasar horas imaginando cómo cuestionar España, sin pararse a pensar que podrían mejorar su situación presente, sus propias sociedades y a sí mismos, esforzándose más en su trabajo diario y en su actitud hacia las cosas cotidianas. En lugar de vivir y trabajar su presente, prefieren imaginar futuros paraísos artificiales (la independencia) que llegarán “por necesidad” y que resolverán entonces mágicamente (y sin esfuerzo) todos sus problemas, los cuales, por supuesto, no tienen “nada que ver” con ellos mismos.

Se trata de evitar hacer autocrítica y asumir alguna responsabilidad sobre sus problemas a pesar de que (¡oh, casualidad!) ellos mismos (directa o indirectamente) gobiernan en esos territorios con competencias amplias y crecientes —consentidas por (papá) Estado y (mamá) España—, desde hace casi cuarenta años. Si el objetivo era así conseguir su cariño y calmar los ánimos —sobre todo de los más violentos, bravucones o abusadores— el resultado ha sido el contrario: la desafectación creciente y la queja constante. Mientras que los habitantes de esos territorios (los que no han huido todavía por la presión asfixiante) que se siguen sintiendo españoles se ven abandonados y despreciados por el Estado y por el resto de España. A estos solo se les ocurre echarse la culpa unos a otros, a ver quién resulta más culpable por no haber cedido lo suficiente a sus caprichos. Como consecuencia, el país entero entra en barrena, acabando en el diván y en la pérdida de autoestima. Este es el separatismo político.

En lugar de vivir y trabajar su presente, imaginan futuros paraísos que resolverán sus problemas

Podríamos quedarnos aquí y concebir este fenómeno como un aspecto más de la deriva política, motivado por poderosas razones históricas. Pero algunas casualidades pueden despertarnos de sueños ingenuos y superficiales. Veamos qué está pasando de forma paralela en nuestras casas y escuelas con los alumnos más rebeldes y amenazantes. Los que hacen del chantaje permanente, virtud. Los que se creen con derecho a todo sin dar nada a cambio. No son todos ni siquiera probablemente la mayoría. Pero son los que mandan y marcan la pauta. El resto se divide entre los que hacen seguidismo de estos por miedo o por comodidad y las víctimas. Estas son las perdedoras.

La violencia de hijos a padres está aumentando en nuestras familias (curiosamente en las más acomodadas), como lo está haciendo el abuso y acoso a los alumnos más débiles por parte de los más prepotentes. ¿Cuál ha sido hasta ahora la actitud de padres y dirigentes escolares para afrontar el problema? En demasiadas ocasiones solo reír las gracias (“son cosas de niños”), otras poner paños calientes para calmar ánimos, tratando de comprender sus necesidades particulares. También, como no, prestándo toda su atención, lo que llegado el caso se traduce en satisfacer sus caprichos, comprándo los regalos (caros) que reclaman, sobre todo si con ello se consigue atontarles sin ningún control frente a alguna pantalla. Mientras padres y profesores se pelean entre ellos echándose en cara ser más culpables de la situación que el otro por no haber sido bastante comprensivos, los hijos cumplidores ven que no compensa portarse bien.

Seguimos viendo a algunos padres y maestros, arrinconados, humillados, superados por jóvenes bravucones que ni respetan ni escuchan cuando les hablan, mientras aquellos “ingenuamente” tratan de calmarlos y “ganárselos” con diversas dádivas, olvido permanente o buenas palabras. Si hay una acción violenta o negativa, nadie es responsable, sobre todo no es responsable su autor (no hay que acomplejarlo, pobrecillo), sino que buscamos una explicación/justificación acudiendo a un pasado remoto y terrible, culpando a la sociedad en su conjunto o a la injusticia social. Como resultado, la acción negativa sale gratis o hasta compensa hacerla si lo que se busca es reconocimiento o atención. Da igual que existan personas que en las mismas o parecidas condiciones-tentaciones, reaccionen de distinta manera, trabajando bien y actuando de manera honesta. Esto no conviene premiarlo ni reconocerlo públicamente. Sería discriminar. Como consecuencia, la familia y la escuela entran en barrena, acabando en la consulta del psicólogo.

Más similitudes que diferencias

Tal vez nos encontremos ante la parábola del hijo pródigo, solo que aquí el padre se queda paralizado en lo alto de la colina, esperando a un hijo que nunca volverá, mientras el otro hijo sigue haciendo todo el trabajo, con cara de tonto. Unos adolescentes muy solidarios con el lejano, mientras se fastidia al vecino, al que se desprecia. Muy ecologistas, aunque poco importe dejar un parque contaminado de residuos post-botellón o lleno de colillas. Muy reivindicativos, aunque prefieran elegir la queja o la denuncia de la paja “en el otro”, en lugar del trabajo, el emprendimiento o la iniciativa personal. ¡Qué tiempos aquellos de la imaginación (la innovación) al poder! Este es el separatismo cultural.

Puede ser casualidad, pero ambos fenómenos —el separatismo político y el cultural— tienen muchas más similitudes que diferencias. Muchas más de las que he podido destacar en estas pocas líneas. ¿No tendrán algo que ver? Dos patas de una misma característica nacional que contamina ya todos los mimbres de nuestra sociedad: la “hispanobobería”. Mientras dos padres, dos maestros o dos españoles se pelean echándose la culpa entre ellos, alguien aprovecha la ocasión para sacar partido de su debilidad. No hay duda. España tiene un (grave) problema… cultural. No es el único, pero contamina al resto.

* Alberto G. Ibáñez es autor de 'La conjura silenciada contra España'.

No hay duda. España tiene un (grave) problema con el separatismo. ¿En qué consiste? Pues en que ciertas Comunidades Autónomas, no precisamente las más pobres, se constituyen en rebeldes con causa (presunta) y se alzan contra (el papá) Estado y (la mamá) España para pedir más dinero y más “derechos”. Lo hacen de forma constante y permanente, sin ofrecer nada a cambio, ni siquiera cumplir las normas (o sentencias judiciales) que nos hemos dado entre todos o comportarse de forma leal y respetuosa con el Estado y sus símbolos. ¿Y el resto? Hay dos grupos: los que se quedan mirando embobados esperando a ver quién vence, para en caso de que se impongan las rebeldes imitar sus pasos; y los que siguen trabajando (con pocos incentivos) cumpliendo normas y objetivos, y pagando el pato de los costes económicos, políticos y sociales que ocasionan el resto. Son las perdedoras del proceso.

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