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Begoña Villacís

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Será ahora cuando nos tengamos que plantear nuevas fórmulas para garantizar una mejor convivencia entre los que quieren vivir y los que también quieren dormir

Foto: La céntrica calle Postigo de San Martín, llena de gente. (EFE)
La céntrica calle Postigo de San Martín, llena de gente. (EFE)

No sé cuántas veces habré recorrido el camino desde la calle Juan Álvarez Mendizábal, mi calle de toda la vida, al Retiro. Plaza de España, Gran Vía y Alcalá, todo recto y sin desvíos. No era solo una cuestión de buscar el trayecto más corto entre dos puntos, ya se encargaba tu madre de recordarte que tuvieras cuidado con girar a la izquierda en sentido de subida, no sea que acabases en la plaza de Santa María de Soledad Torres Acosta, comúnmente conocida como plaza de la Luna. Aquello era territorio comanche, unos metros más allá era la diferencia entre volver con cartera o sin ella. La plaza de la Luna, y más allá, el barrio de Chueca. Un pintoresco escenario de casas desvencijadas y calles sucias con espacio fijo en las páginas de sucesos.

Cruces de navajas, atracos, menudeo y prostitución a plena luz del día ante los ojos de un vecindario que franqueaba su portal a un Madrid deshilachado, de jeringas en alcorques y litronas rotas. Si piensan que hoy Madrid está sucio, que lo está, traten de recordar lo que suponía en aquel momento un paseo por la calle Libertad. En un abrir y cerrar de ojos, Chueca pasó de acoger la cara A, y también la cara B, de la movida madrileña a convertirse en un auténtico quebradero de cabeza para los policías de la calle Luna, impotentes ante una situación que les desbordaba por mucho oficio que le pusiesen.

Recuerdo cómo Chueca volvió a mis itinerarios: acababa de abrir el café Acuarela, en plena plaza de Chueca. Luego vino la Sastrería, con sus lámparas de araña de los que colgaban botones de casacas coleccionados a lo largo de años en lugar de lágrimas de cristal, las zapaterías de Augusto Figueroa, y aquello empezó a llenarse de vecinos que elegían Chueca para poder vivir una vida que solo era posible allí, una vida verdadera que les era negada en cualquier otro sitio.

El barrio de Chueca, la plaza de la Luna o Lavapiés son la viva prueba de que las ciudades son entes vivos en constante transformación

Cualquier idea excéntrica se convertía en un negocio que funcionaba y que de rebote servía para aumentar la presión sobre todas aquellas actividades que no encontraban acomodo en este nuevo Chueca luminoso y transitado. No fue una revolucionaria intervención urbanística, ni una pensada planificación del ayuntamiento o de la comunidad. Fueron manos de vecinos, los de toda la vida y los recién llegados, los que querían retomar sus calles y sus plazas, y lo hicieron así, sin preguntar, casi sin querer. Chueca, Luna, Lavapiés son la viva prueba de que las ciudades son entes vivos en constante transformación.

Y sí, llegó el bullicio, y la regeneración llegó a los precios de las viviendas y de los alquileres porque no es lo mismo comprar en un gueto que en una zona atractiva. Y llegó el ruido, y el interés de turistas que sabían lo que había ocurrido en pocos años en aquella zona de Madrid, y cerraron los cines Luna y también la Sastrería. Y será ahora cuando nos tengamos que plantear nuevas fórmulas para garantizar una mejor convivencia entre los que quieren vivir y los que también quieren dormir, pero no conozco a un solo vecino que movería un dedo por devolver su barrio a aquellos tiempos oscuros.

Un ayuntamiento que se levanta en armas contra la 'gentrificación' debería reconocer abiertamente que lo que propone es, totalmente, lo contrario

Bien, ahora que saben lo que es la gentrificación y sus retos, probablemente les cueste creer que un problema de tal magnitud se haya encaramado al 'top ten' de las preocupaciones de un ayuntamiento, concretamento el de Ahora Madrid, que se predica progresista, porque lo que en el fondo subyace es una auténtica aversión por la transformación y el cambio. Probablemente sospeche que han abrazado un término inglés porque esto en castellano resulta más complicado de explicar, debe ser por aquello de los antónimos. Un ayuntamiento que se levanta en armas contra la 'gentrificación', o lo que es lo mismo, contra la regeneración de un barrio en lugar de combatir sus efectos secundarios, debería reconocer abiertamente que lo que proponen es, totalmente, lo contrario.

No sé cuántas veces habré recorrido el camino desde la calle Juan Álvarez Mendizábal, mi calle de toda la vida, al Retiro. Plaza de España, Gran Vía y Alcalá, todo recto y sin desvíos. No era solo una cuestión de buscar el trayecto más corto entre dos puntos, ya se encargaba tu madre de recordarte que tuvieras cuidado con girar a la izquierda en sentido de subida, no sea que acabases en la plaza de Santa María de Soledad Torres Acosta, comúnmente conocida como plaza de la Luna. Aquello era territorio comanche, unos metros más allá era la diferencia entre volver con cartera o sin ella. La plaza de la Luna, y más allá, el barrio de Chueca. Un pintoresco escenario de casas desvencijadas y calles sucias con espacio fijo en las páginas de sucesos.

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