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¿Elecciones amañadas? Dos precedentes para la tranquilidad
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Juan María Hernández Puértolas

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¿Elecciones amañadas? Dos precedentes para la tranquilidad

En el proceso electoral estadounidense puede haber anomalías e irregularidades, pero la insistencia de un candidato en un posible fraude no tiene precedentes y resulta grotesca

Foto: La candidata demócrata Hillary Clinton saluda a simpatizantes tras un acto de campaña en Tampa, Florida, el 26 de octubre de 2016 (Reuters).
La candidata demócrata Hillary Clinton saluda a simpatizantes tras un acto de campaña en Tampa, Florida, el 26 de octubre de 2016 (Reuters).

Si, como todo parece indicar, Donald Trump es severamente derrotado en las elecciones del próximo 8 de noviembre, la infinitud de periodistas, politólogos e historiadores que siguen y seguirán estos comicios apuntarán a dos momentos decisivos en la autodestrucción del candidato republicano a la presidencia. El primero fue la salida a la luz de sus agresivas y obscenas declaraciones sobre las mujeres. El segundo, su escandalosa reserva –“os mantendré en suspense”- sobre si aceptaría o no el veredicto final de las urnas.

Esta afirmación, pronunciada al final del tercer y último debate televisado, tuvo quizás menos impacto emocional que sus declaraciones sobre las mujeres, pero supuso un golpe descomunal a la reputación del magnate, precisamente porque incidió en la generalizada sospecha de que no tiene el carácter, la personalidad ni las convicciones morales requeridas en un presidente de Estados Unidos. De hecho, fue el lógico corolario a las numerosas ocasiones –tanto más numerosas cuanto más desfavorables le venían siendo las encuestas- en las que ha afirmado que las elecciones estaban amañadas a favor de su rival.

Dado el peculiar sistema electoral estadounidense, sería necesario que ese hipotético fraude se perpetrara simultáneamente en varios estados, lo que es prácticamente imposible. Por supuesto, en Estados Unidos existe una larga pero decreciente tradición de muertos que resucitaban precisamente el día de las elecciones, hasta el punto de que un antiguo gobernador de Louisiana especialmente corrupto, Edwin Edwards, proclamó que, tras su muerte, quería ser enterrado en el gran estado de Louisiana para seguir activo en política.

Y es posible que, efectivamente, algunos muertos votaran a favor de John F. Kennedy, especialmente en Chicago, en las reñidísimas elecciones que en 1960 propiciaron su victoria ante el candidato republicano y vicepresidente en ejercicio, Richard M. Nixon. Algunos analistas vieron la mano del a la sazón poderosísimo alcalde de la ciudad del viento, Richard Daley, en el hecho, estadísticamente atípico, de que el condado Cook, donde está enclavada Chicago, favoreciera a Kennedy por un margen de 450.000 votos, más del 10% del censo de la ciudad. Teniendo en cuenta que todo el estado de Illinois se decantó finalmente por Kennedy por un margen de apenas 9.000 votos en un total de 4,75 millones de votos emitidos, es lógico que hubiera sospechas.

En Texas también se produjo alguna polémica, pero el margen de victoria de Kennedy -46.000 votos- acalló rápidamente los rumores de fraude. La larga mano y el controvertido historial del candidato a la vicepresidencia, Lyndon Johnson, senador por Texas, algo pudo tener que ver en la evidente irregularidad de que un condado en el que sólo había registrados 4.895 votantes se emitieran más de 6.000 votos y que las dos terceras partes de los mismos fueran a parar al ticket Kennedy-Johnson.

En un gesto que le honró y que casa mal con el mote con el que cargó a lo largo de casi toda su carrera política –Tricky Dick, "Ricardito el tramposo"-, Richard Nixon no sólo reconoció la victoria de Kennedy en la mañana del día siguiente a la cita electoral, sino que 48 horas después y desoyendo las recomendaciones de algunos de sus asesores y de líderes del Partido Republicano, afirmó categóricamente que descartaba pedir un recuento. En sus memorias, Nixon afirmó que hubiera representado una grave irresponsabilidad de su parte poner el país al borde de una crisis constitucional en plena guerra fría y con tantos frentes abiertos –Berlín, Cuba, Laos, etc.- en política internacional. Por otra parte, también hubo acusaciones de algunos apaños en el sur de Illinois, esta vez a favor de los republicanos, así que da toda la sensación de que todo fue lo comido por lo servido. Quede para la historia que si Illinois y Texas se hubieran decantado por Nixon, éste habría obtenido los 270 votos electorales justos para convertirse en el trigésimo quinto presidente de Estados Unidos.

Cuarenta años más tarde, las elecciones que enfrentaron en el año 2000 a George W. Bush, gobernador de Texas e hijo mayor del cuadragésimo primer presidente, frente a Al Gore, ex senador por Tennessee y vicepresidente durante los ocho años de presidencia de Bill Clinton, sí se saldaron con una crisis sin precedentes a la que tuvo que poner punto final el Tribunal Supremo.

Muy sintéticamente resumida, la crisis empezó con la adjudicación al vicepresidente de la mayoría de votos en el estado de Florida por parte de las principales cadenas de televisión a una hora muy temprana y basándose en encuestas realizadas a la salida de los colegios electorales. Conforme avanzaba la noche y la mayoría en Florida pasaba alternativamente de uno a otro candidato, fueron emergiendo dos fenómenos bastante insólitos. El primero es el que en el Sunshine State se había dado en la práctica un empate técnico, por lo que cualquier anomalía –se habló de papeletas con pestañas insuficiente despegadas de su matriz, de sufragios invalidados indebidamente por las máquinas de recuento y de otros motivos absolutamente inocentes pero muy influyentes en ese entorno- pudo revestir consecuencias irreversibles.

placeholder Los candidatos presidenciales George W. Bush y Al Gore durante un debate universitario en Washington, en octubre de 2000 (Reuters)
Los candidatos presidenciales George W. Bush y Al Gore durante un debate universitario en Washington, en octubre de 2000 (Reuters)

El segundo fenómeno, aún más excepcional, fue el sorprendente veredicto de las urnas. Si Florida caía definitivamente del lado de Bush, la mayoría de éste en el Colegio Electoral era la más exigua constitucionalmente posible, de 271 votos frente a los 266 de su rival. Ya no Florida, sino cualquier estado, hasta aquel con los mínimos votos electorales posibles (tres) que hubiera caído del lado de Gore y no del de Bush, le habría franqueado las puertas de la Casa Blanca al primero. A mayor abundamiento, en la suma total de votos populares de los 50 estados más el Distrito de Columbia, Gore se impuso nítidamente a Bush, con casi 544.000 votos más.

Durante más de un mes, desde el 7 de noviembre hasta el 12 de diciembre del 2000, se sucedieron las peticiones de recuento manual y las especulaciones legales sobre si deberían repetirse las elecciones en determinados condados o incluso en todo el estado, todo ello con el telón de fondo de una secretaria de Estado de Florida militante republicana y un Tribunal Supremo de ese estado de mayoría demócrata. Gore, que en la madrugada del 8 de noviembre había concedido las elecciones a Bush, retiró la concesión unas horas después en función del desarrollo de los acontecimientos, pero, en una actitud que le honra, en ningún momento habló de pucherazo ni de que le habían robado las elecciones.

El 12 de diciembre, por un margen de 7 a 2 magistrados, el Tribunal Supremo federal dictaminó que la sentencia del Tribunal Supremo de Florida que requería un recuento de todos los votos del estado era inconstitucional, por lo que procedía en la práctica a proclamar a George W. Bush ganador en Florida por un margen de 537 votos en un total cercano a los 6 millones.

De este relato se colige que en Florida se pudieron producir anomalías e incluso irregularidades, pero que aparentemente no hubo un intento por suplantar fraudulentamente la voluntad popular. Es apasionante especular sobre el posible curso de la humanidad en el caso de que Nixon y no Kennedy hubiera ganado las elecciones de 1960 y, obviamente, nos pillan mucho más cerca las elucubraciones sobre una eventual presidencia de Gore, paladín de la lucha contra el cambio climático, lo que le valió un Oscar de Hollywood y un Premio Nobel de la Paz. Da la sensación de que Al Qaeda habría perpetrado los atentados del 11 de septiembre de 2001 con independencia del inquilino de la Casa Blanca, pero cuesta creer que la respuesta de una hipotética Administración Gore hubiera pasado por la desastrosa invasión de Iraq.

En definitiva y a los efectos de las elecciones de este año, interesa subrayar que las anomalías e irregularidades se han producido y pueden producirse en un país donde aún coexisten sistemas de recuento y tabulación muy diversos, pero en el que ningún candidato a la presidencia había afirmado anteriormente la existencia de una conspiración tendente a eludir la voluntad popular. Por eso son tan grotescas, al tiempo que deprimentes, las declaraciones, por supuesto sin prueba alguna, expresadas en ese sentido por el candidato Donald J. Trump.

Si, como todo parece indicar, Donald Trump es severamente derrotado en las elecciones del próximo 8 de noviembre, la infinitud de periodistas, politólogos e historiadores que siguen y seguirán estos comicios apuntarán a dos momentos decisivos en la autodestrucción del candidato republicano a la presidencia. El primero fue la salida a la luz de sus agresivas y obscenas declaraciones sobre las mujeres. El segundo, su escandalosa reserva –“os mantendré en suspense”- sobre si aceptaría o no el veredicto final de las urnas.

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