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Hacia el libre comercio transatlántico
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José Antonio Gurpegui

Crónicas del Imperio

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Hacia el libre comercio transatlántico

A finales del mes pasado se celebró en Dublín una reunión del consejo informal de ministros de comercio europeos en la que también participó el US

A finales del mes pasado se celebró en Dublín una reunión del consejo informal de ministros de comercio europeos en la que también participó el US Trade Representative, Michael B. Froman, nombrado sucesor de Ron Kirk hace poco más de un mes. El motivo de la reunión bilateral era comenzar a estudiar lo que se ha denominado TTIP (Transatlantic Trade and Investment Partnership), en otras palabras, un tratado de libre comercio entre la Comunidad Europea y Estados Unidos.

De concluirse, sería el acuerdo comercial más importante en la historia de Europa, de consecuencias económicas y sociales tan notables, cuando menos, como las derivadas de la firma del Tratado de Roma en 1957. Estamos hablando de un mercado de más de 800 millones de personas que, según los indicadores del World Bank's World Development, representa actualmente el 46,7% del PIB a escala mundial (25,1% Europa y 21,6% Estados Unidos) y el 30,04% del comercio global (17,0% Europa y 13,4% Estados Unidos).

Esperemos que, como reza el dicho, "a la tercera vaya la vencida" y las buenas intenciones no se vean malogradas, como ocurrió en un par de ocasiones a finales del siglo pasado. Las circunstancias son ciertamente distintas. Obama parece apoyar definitivamente el tratado y este bien podría ser un histórico legado de su legislatura. La Ronda de Doha, como continuadora o complementaria de la Ronda de Uruguay, no ha resultado especialmente beneficiosa para las relaciones comerciales bilaterales Europa-Estados Unidos, con una caída en nuestras exportaciones durante la última década superior a los 10 puntos porcentuales.

Si en la Edad Moderna el comercio mundial pasó del Mediterráneo al Atlántico, en la posmoderna del siglo XXI el desplazamiento parece estar produciéndose del Atlántico al Pacífico. El término 'emergente' está comenzando a resultar inapropiado para categorizar países como India, China, u otros estados del Lejano Oriente o Sudamérica con crecimientos porcentuales que a los europeos, y norteamericanos, nos resultan insultantes en estos momentos de zozobra. Se trata, en definitiva, de una respuesta de las economías occidentales ante el reto que supone la actual reorganización mundial del comercio.

Antes de cerrar el tratado, la UE deberá reformularse y replantearse principios inherentes a su propia naturaleza. El más importante de ellos, el de la unión bancaria. Si no se avanza en ese terreno, el necesario tratado resultará estérilLos Estados Unidos han liderado este tipo de acuerdos, primero en 1992 con el entonces polémico NAFTA (Canadá, Estados Unidos, y México) y, actualmente, están estudiando su incorporación al "Acuerdo P4" (o TPP, Trans-Pacific Partnership) que interesa a las economías del eje Asia-Pacifico. También Europa ha establecido recientemente (julio de 2011) un FTA (Free Trade Agrement) con Corea del Sur de similar índole al que se debate actualmente. Pero el que ahora inicia su singladura, y esperemos que llegue a buen puerto, puede eclipsar a todos ellos.

El escollo de las diferencias normativas

El camino no es fácil, tal y como expuso el pasado martes Jaime García-Legaz en una mesa redonda, presidida por Francisco Fonseca en la representación en España de la Comunidad Europea junto a su homónimo británico Lord Green, y en la que también participé en calidad de director del Instituto Franklin-UAH, organizador del evento.

Señalaba nuestro secretario de Estado que la reducción de aranceles no supondrá un escollo insalvable; entendía que los problemas de fondo, los realmente complejos de superar, serán aquellos derivados de las diferentes normativas existentes a cada lado del Atlántico. Indudablemente, será necesaria una generosidad política que no ha sido precisamente el denominador común en la historia de las relaciones bilaterales (recordemos, por ejemplo, el tema de los transgénicos). Pero, antes de llegar a ese punto, la Comunidad Europea deberá reformularse y replantearse principios inherentes a su propia naturaleza. El más importante de ellos, el de la unión bancaria. Si no se avanza en ese terreno, y de forma urgente, el necesario tratado resultará estéril e inocuo. 

El esfuerzo bien merece la pena, aunque el hipotético 3,5% de incremento del PIB per cápita, que supondría en Europa la firma del tratado según cifra el propio García-Legaz en "The case for an open Transatlantic Free Trade Agreement", pueda resultar excesivamente optimista. Pero los beneficios no se circunscribirían al terreno exclusivamente económico; además del revulsivo que supondrá para ambas economías, que indudablemente se traduciría en la creación de puestos de trabajo, el TTIP bien pudiera ser el catalizador que necesita Europa para cohesionar los distintos intereses nacionales -aun a costa de pérdida de soberanía- y reforzaría posiciones comunes que comienzan a ser cuestionadas en estos turbulentos tiempos de crisis.

España es uno de los países protagonistas de esta iniciativa. La singularidad de nuestro país, tanto por el alto porcentaje de población hispana en Estados Unidos como por el peso que las exportaciones a aquel país han adquirido recientemente en nuestra balanza comercial, es un excelente fundamento para presagiar que puede resultar especialmente beneficioso. Tan beneficioso como la incorporación a la propia Comunidad Europea.  

A finales del mes pasado se celebró en Dublín una reunión del consejo informal de ministros de comercio europeos en la que también participó el US Trade Representative, Michael B. Froman, nombrado sucesor de Ron Kirk hace poco más de un mes. El motivo de la reunión bilateral era comenzar a estudiar lo que se ha denominado TTIP (Transatlantic Trade and Investment Partnership), en otras palabras, un tratado de libre comercio entre la Comunidad Europea y Estados Unidos.