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Donald Trump y el cuento de Pedro y el lobo

Como en el relato clásico, es posible que el presidente esté diciendo la verdad y no le pidiese al ex director del FBI que cerrase una investigación crucial, pero dado su historial, nadie le cree

Foto: Donald Trump durante una rueda de prensa conjunta con el presidente de Colombia, en Washington, el 18 de mayo de 2017. (Reuters)
Donald Trump durante una rueda de prensa conjunta con el presidente de Colombia, en Washington, el 18 de mayo de 2017. (Reuters)

Durante la mayor parte de su vida, Donald Trump ha visto cómo las palabras eran sus amigas. Las ha usado para construir su negocio, dramatizar sus logros y embellecer sus éxitos. Igual de importante, las ha usado para disculpar sus errores y enterrar su problemas. Construyó un edificio de cristal y acero de 58 plantas, pero a través de su palabrería, se convirtió en uno de 68 plantas. Posee un apartamento de mil metros cuadrados en Manhattan, pero tal y como lo cuenta, es de tres mil metros. Trump ha usado las palabras de forma extravagante e inteligente al servicio de su ambición. Ha llamado a este método “la hipérbole verídica”, y a menudo ni siquiera es verídica. Pero ha funcionado. Hasta ahora.

La Casa Blanca entiende la gravedad de la alegación de que el presidente Trump le pidió al entonces director del FBI James Comey que cerrase la investigación sobre Michael Flynn. Ese es el motivo de que la Administración haya negado la acusación de forma vigorosa. Y tal vez no sea cierta.

Pero el desafío para esta Administración es que en el tribunal de la opinión pública, esto probablemente se va a convertir en un caso de “uno dijo tal, otro dijo cual”, a no ser que haya, de hecho, grabaciones. En un lado tenemos a Comey, un distinguido servidor público con un pasado de decirle la verdad al poder. Mientras sus críticos creen que ha cometido varios errores importantes en el último año, la mayoría de la gente cree que es honesto y sincero. En el otro lado tenemos a Trump.

Los reporteros del Washington Post Glenn Kessler y Michelle Ye Hee Lee describen a Trump como “el político cuyas afirmaciones han sido más disputadas con el que se han encontrado nunca”. Señalan que, tras haber recibido durante su campaña una espectacular ratio de “4 Pinochos” en 59 ocasiones en la sección de verificación de datos del Post, el presidente Trump hizo 492 “afirmaciones falsas o engañosas” durante sus primeros 100 días, una media de 4,9 al día. Estos verificadores clarifican que “estos números oscurecen el hecho de que el volumen y la velocidad de las declaraciones falsas del presidente significa que no hay forma de seguirle el ritmo”. Según su recuento, solo hubo 10 de los 100 primeros días en los que Trump no dijo nada falso ni engañoso.

Y sus mentirijillas no son sobre asuntos menores. Antes de ser elegido, Trump había dicho que Barack Obama no había nacido en Estados Unidos; que había conocido a Vladimir Putin, quien “no podía ser más agradable”; que se opuso a la invasión estadounidense de Irak “desde el principio”; que había visto a árabes en Nueva Jersey alegrarse del atentado contra las Torres Gemelas; que la tasa de desempleo en EEUU (el año pasado) podía ser tan alta como el 42%; y que su tasa de asesinatos era la mayor en 45 años. Desde su elección, ha asegurado que su margen de votos fue el mayor desde Ronald Reagan, que China había dejado de manipular su divisa a consecuencia de sus críticas y que Obama ordenó escuchas en la Torre Trump. Cada una de esas afirmaciones es categóricamente falsa, y aún así Trump no se ha retractado de ninguna.

La postura de Trump ha sido no disculparse jamás porque para él no tendría sentido. Desde su punto de vista, él no estaba mintiendo. Como ha dicho su antaño rival y ahora amigo Steve Wynn, un magnate de los casinos, las frases de Trump sobre prácticamente cualquier cosa “no tienen relación con la verdad o los hechos”. No es así como Trump concibe las palabras. Para él, las palabras son un arte escénica. Es lo que suena correcto en cierto momento y le permite salvar la crisis. Así que al describir su política económica al Economist, explicó que había inventado el término “prime the pump” [que puede traducirse como “cargar la bomba”, o “atizar el fuego”] unos días antes. Poco importa que la expresión fuese acuñada hace un siglo, se haya usado incontables veces desde entonces y el propio Trump la usase de hecho repetidamente durante el año pasado. En ese momento, parecía lo correcto decir eso.

Pero ahora Trump es más que un simple constructor, un promotor de franquicia o una celebridad televisiva. Es el presidente, y está lidiando con cuestiones de guerra y paz, ley y justicia. Las palabras importan, y de un modo totalmente diferente del que él ha concebido siempre. Construyen la credibilidad nacional, disuaden a los enemigos, confortan a los aliados y ejecutan la ley. En el trabajo gubernamental, en la vida pública, las palabras no son tan diferentes de las acciones. Lo son todo.

Supondría una ironía definitiva si Trump se enfrenta a hora a una crisis en la que una de sus fortalezas vitales se convierte en una debilidad fatal. Su rica y enrevesada historia de ventas, sus exageraciones, falsedades y amaños, le dejan ahora en una situación donde, incluso si en esta ocasión tiene razón, a la gente le cuesta mucho creer que, por una vez, Donald Trump está diciendo finalmente la verdad.

Durante la mayor parte de su vida, Donald Trump ha visto cómo las palabras eran sus amigas. Las ha usado para construir su negocio, dramatizar sus logros y embellecer sus éxitos. Igual de importante, las ha usado para disculpar sus errores y enterrar su problemas. Construyó un edificio de cristal y acero de 58 plantas, pero a través de su palabrería, se convirtió en uno de 68 plantas. Posee un apartamento de mil metros cuadrados en Manhattan, pero tal y como lo cuenta, es de tres mil metros. Trump ha usado las palabras de forma extravagante e inteligente al servicio de su ambición. Ha llamado a este método “la hipérbole verídica”, y a menudo ni siquiera es verídica. Pero ha funcionado. Hasta ahora.