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Lopburi, el pueblo donde conviven hombres y macacos
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Ángel Villarino

Historias de Asia

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Lopburi, el pueblo donde conviven hombres y macacos

Una muchacha aparca su motocicleta al lado del banco para sacar dinero. En el tiempo que tarda en introducir su tarjeta de crédito en el cajero,

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Una muchacha aparca su motocicleta al lado del banco para sacar dinero. En el tiempo que tarda en introducir su tarjeta de crédito en el cajero, un macaco mete la mano en la guantera, agarra su móvil y huye saltando por los cables del tendido eléctrico.

Cuando se aburre de su nuevo juguete, el mono lanza el teléfono contra el suelo desde una altura de varios metros. Todo ante la mirada distraída de un policía, que se encoge de hombros ante la escena. “Es un mono”, se limita a decir el agente, dando a entender que no es responsabilidad suya.

Situaciones como ésta se producen diariamente en Lopburi, un pueblo situado al norte de la capital tailandesa donde una comunidad de casi 3.000 macacos convive con las 26.500 personas censadas.

Pasé por allí hace poco para preparar un reportaje y la visita superó todas las expectativas. No sólo por el espectáculo de ver a los monos manejarse en el medio urbano, sino también al observar la manera en la que los vecinos del pueblo se han adaptado a su presencia. “Nunca hay problemas realmente graves y aquí amamos a los monos, pero tenemos que protegernos contra sus robos y ataques. Pueden llegar a ser muy molestos”, me contaba el señor Noom, propietario de un céntrico hotel.

Mitad animal sagrado y mitad atracción turística, a los macacos se les permite campar a sus anchas por las calles del pueblo, e incluso se les alimenta. En noviembre se celebra un festival multitudinario en su honor en el que se les ofrecen todo tipo de manjares.

"Ladrones y agresivos"

Su centro de acción son las ruinas del templo de Prang Sam Yot, una reliquia hindú-budista de la cultura Jemer que los macacos custodian y que han convertido en una suerte de cuartel general. Entre las vetustas piedras, cientos de ellos duermen por la noche y descansan por el día. Las peleas, los gritos, los juegos y la acrobacias son parte de la vida cotidiana.

Sobre una estatua de buda, dos crías se pelean por una cinta de tela. En el otro extremo del recinto, una mona ahuyenta a gruñidos a dos turistas alemanes que intentaban jugar con sus retoños. Los que más sufren el acoso de los monos son los comerciantes que viven alrededor del templo. La señora Sorachai, por ejemplo, ha atado un trozo de cuero al extremo de una larga vara de bambú y utiliza el arma para dar latigazos a los que pretenden robar la comida de su carrito de salchichas y calamares asados. “Si no estoy atenta me quedo sin nada. Se las llevan aunque estén calientes. A veces se meten en las casas y hacen todo tipo de destrozos. Eso sí que es fastidioso. Lo devoran todo por la calle, incluso las plantas. También lamen las paredes”, se queja.

Decenas de edificios están recubiertos con rejas o telas metálicas para evitar que los macacos se cuelen por las ventanas. Y en los dos hospitales del pueblo atienden cada mes a algún paciente con mordeduras. “Pocas veces son heridas profundas. El peligro es que se transmita la rabia, como con los perros, por eso les pone la antirrábica. Casi todos los heridos son turistas”, nos cuenta una de las trabajadoras del hospital público de Lopburi.

El señor Noom es consciente de que, sin los monos, la ciudad apenas recibiría visitantes y su hotel estaría vacío. Quizá por eso, defiende con entusiasmo su presencia. Otros vecinos no lo tienen tan claro.

“Aquí consideramos a los monos hijos de los dioses y no se les puede hacer nada, pero convivir con ellos es pesado. Son sagrados, pero ladrones y a veces agresivos. Mi hijo pequeño no puede ir solo por la zona del templo, porque tenemos miedo a que le ataquen”, me dice la señora Karawek, una mujer de 34 años que trabaja como limpiadora.

Los habitantes de Lopburi están bien armados para defenderse. Además de los palos y los látigos, algunos utilizan pistolas con bolas de plástico y tirachinas caseros. “También se les ahuyenta esparciendo una especia amarga que a ellos les da mucho asco”, explica Noom.

Los macacos no respetan los balcones de los apartamentos, ni los coches, por encima de los cuales saltan, hacen acrobacias y corretean como si estuvieran en la selva, en ocasiones abollando la chapa, tirando macetas o estropeando los ventiladores del aire acondicionado.

Trucos para robar

Con la esperanza de alejarlos, algunos vecinos han colocado figuras o peluches con forma de cocodrilo, animales a los que se supone que los macacos temen. “No veo que funcionen esas tácticas. Están completamente acostumbrados a vivir rodeados de gente, coches, motos. Saben cruzar la calle, incluso tienen trucos para robar. Uno pequeño entretiene al turista que acaba de comprar comida, por ejemplo, mientras que el otro le ataca por la espalda para llevársela”, cuenta Noom.

Como si fuese parte de una presentación coral, la conversación es interrumpida a gritos por un joven que, al otro lado de la calle, intenta evitar que le roben un martillo. Está reformando la fachada de su casa y lleva toda la mañana peleando con un grupo de macacos que acechan pacientemente sus herramientas.

El contacto diario con los macacos ha dado a los habitantes de Lopburi una capacidad para observar a los monos que envidiarían muchos zoólogos. “Distinguen perfectamente al turista. Cuando ven a un “farang” (palabra tailandesa para definir a los occidentales) se lanzan a pedir comida y a ver si pueden robar algo. Si encima el “farang” se asusta, se convierte en presa fácil. A nosotros nos tienen más respeto”, aclara Karawek.

“Hemos entendido que tienen cuatro grandes grupos, cada uno con su jefe. Todos los días hay tensión por controlar el territorio y gritos. El grupo más fuerte es el que controla el templo, por supuesto, porque ahí tienen casa y comida”, remata el señor Noom.

Otra anécdota que sorprende a los vecinos es cómo se comporta el grupo cada vez que muere uno de sus miembros. "Rodean el cadáver y chillan mucho. Cada vez que uno fallece en un accidente o una pelea, los gritos se oyen por todo el pueblo. Parece como si fuera un entierro y no dejan que nadie se acerque. Hay una persona del ayuntamiento que se dedica a retirar el cadáver”.

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Una muchacha aparca su motocicleta al lado del banco para sacar dinero. En el tiempo que tarda en introducir su tarjeta de crédito en el cajero, un macaco mete la mano en la guantera, agarra su móvil y huye saltando por los cables del tendido eléctrico.

Cuando se aburre de su nuevo juguete, el mono lanza el teléfono contra el suelo desde una altura de varios metros. Todo ante la mirada distraída de un policía, que se encoge de hombros ante la escena. “Es un mono”, se limita a decir el agente, dando a entender que no es responsabilidad suya.

Situaciones como ésta se producen diariamente en Lopburi, un pueblo situado al norte de la capital tailandesa donde una comunidad de casi 3.000 macacos convive con las 26.500 personas censadas.

Pasé por allí hace poco para preparar un reportaje y la visita superó todas las expectativas. No sólo por el espectáculo de ver a los monos manejarse en el medio urbano, sino también al observar la manera en la que los vecinos del pueblo se han adaptado a su presencia. “Nunca hay problemas realmente graves y aquí amamos a los monos, pero tenemos que protegernos contra sus robos y ataques. Pueden llegar a ser muy molestos”, me contaba el señor Noom, propietario de un céntrico hotel.

Mitad animal sagrado y mitad atracción turística, a los macacos se les permite campar a sus anchas por las calles del pueblo, e incluso se les alimenta. En noviembre se celebra un festival multitudinario en su honor en el que se les ofrecen todo tipo de manjares.