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Los hombres a la cárcel, las mujeres a la calle: desahuciados
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José Zorrilla

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Los hombres a la cárcel, las mujeres a la calle: desahuciados

A Vanetta le han cortado la calefacción y no puede pagar el alquiler. Tiene tres hijos y teme perderlos por maltrato. Desesperada, pide una pistola a un amigo y asalta a dos paseantes

Foto: Un indigente intenta entrar en calor en una estación de metro cercana a la Casa Blanca, el 20 de enero de 2016. (Reuters)
Un indigente intenta entrar en calor en una estación de metro cercana a la Casa Blanca, el 20 de enero de 2016. (Reuters)

Los pobres son un colectivo poco agradecido. Como no pueden hacer la revolución, Marx les ignora. Tampoco hay que devolverles el sueño americano, porque no votan. Serían quizá los interpelados por Jesús en el Sermón de la Montaña. Pero, salvo excepciones, han caído tan hondo que no les llega la voz con la promesa de la luz eterna.

Sin embargo, han sido el objeto de algunos libros ejemplares escritos por personas especialmente sensibles. El primero de ellos, 'Cómo vive la otra mitad', de Jacob Riis, fue determinante en la lucha contra la desigualdad y la pobreza en los EEUU de principios del siglo XX. Hubo que esperar 40 años para que apareciese el segundo, 'Elogiemos ahora a hombres famosos', de James Agee y Walker Evans. El tercero surgió 30 años después y fue un formidable 'best-seller' y la guía de los presidentes Kennedy y Johnson en la lucha contra la pobreza: 'La otra América', de Michael Harrington, objeto de una reseña mítica del 'New Yorker' que pueden leer aquí.

Ahora, y en su surco, un profesor de Sociología de Harvard, Matthew Desmond, acaba de publicar un soberbio documento a medio camino entre el periodismo y el ensayo académico, en el que hace un retrato de instituciones y personas en nada inferior a sus precedentes: 'Evicted'. Desahuciados.

Dice Elizabeth Warren, y con razón, en otro libro excepcional, con una reseña no menos excelente también del 'New Yorker', que el destino económico del americano medio está comprometido por dos hechos naturales: tener hijos y vivir bajo techo. Desmond escuchó el mensaje, siguió el ejemplo de Harrington y de Agee y se fue a vivir con los pobres al gueto negro de Milwaukee para estudiar de cerca por qué los desahucios se han disparado en los últimos años y, con ellos, se ha duplicado la tasa de suicidios.

No hay código moral o principio ético, ni cita de las Escrituras o enseñanza sagrada que pueda invocarse para defender esto en que hemos consentido que se convierta nuestro país

La primera constatación es que el número de desahucios no se reparte por igual y afecta sobre todo a la población negra: 16.000 desahucios sobre 106.000 inquilinos. El segundo, que la culpa de todo no es del casero, sino del sistema y su racismo. Y Milwaukee es la ciudad más segregada de EEUU. Entre 1979 y 1983, se perdieron allí 56.000 empleos de la industria manufacturera, casi todos ellos de negros, más que cuando la crisis de 1929. Ganaban unos 11,75 dólares por hora. Los dependientes de Walmart que les sustituyeron apenas pasaban de cinco dólares por hora. La pobreza entre los negros pasó del 28% al 42%.

El tercero, que la precariedad no viene de la vagancia de los pobres sino del alza de los precios de la renta, de un 70% en los últimos años, o de la calefacción, con un aumento del 53%, frente a una disminución de ingresos del 52%. Ello conlleva que, en lo referente al alquiler, los que nada tienen salvo los 625 dólares de pensión no contributiva (y son privilegiados, pues otros solo tienen cupones de comida) gastan ahí el 85% de sus ingresos. De lo que se deduce que el contribuyente americano tira 40.000 millones al año no para aliviar la pobreza de los indigentes, sino para hacer ricos a unos pocos caseros de guetos. En resumen: el 1% de la población se enriquece a costa del 10% más pobre. Toby, dueño de un parque de infraviviendas, gana después de impuestos 447.000 dólares al año. Otra estadística lo sustenta. Los impuestos de los propietarios por ganancias de alquileres alcanzan 171.000 millones. El agravio tiene una larga historia. Este artículo lo documenta muy bien.

Si entramos ahora en el tema del parque inmobiliario, la primera sorpresa es ver que las infracasas del gueto cuestan no mucho más de 10.000 o 12.000 dólares, lo que lleva al inversor a recuperar su dinero en menos de dos años, a veces solo en ocho meses. Para guinda del pastel, el dinero necesario para la compra de los inmuebles suele provenir de la usura. Gente rica de Milwaukee provee los fondos a un 1% de interés... ¡mensual! El mismo interés, por cierto, que carga el sistema legal si te han desahuciado por impago y quieres que te borren del registro de morosos. En realidad, el sistema no es discriminatorio. Trata por igual a todos en virtud del principio de ciudadanía. Pero como la sociedad está rota por el racismo, esa igualdad genera mucha más desigualdad. No se puede alquilar si has estado en la cárcel. Pero la proporción de encarcelados entre los negros es seis veces superior a la de blancos. No se puede alquilar si te han desahuciado. Pero solo una cada 15 blancas es desahuciada. Entre las negras, la proporción es una de cada cinco. De ahí el título del artículo. Los hombres a la cárcel ('lock in'), las mujeres a la calle ('lock out').

El desahucio se ha convertido en arma normal del casero y la ejecuta constantemente. Lógico, visto el porcentaje de sus ingresos que los pobres destinan a alquiler. A pesar de esos precios, todos los pisos tienen largas colas de espera. ¿Por qué habría de tener paciencia el casero o bajar el precio de la renta? Para hacer peor las cosas, el fondo de la vulnerabilidad son las mujeres. Si un hombre se siente atrapado, se va. La mujer, si es madre, está vinculada por el don del amor y se queda. Lo que nos lleva a los hijos. Está prohibido negarse a alquilar por razón de descendencia. Pero las estadísticas son claras. Quien tiene hijos sufre una proporción de desahucio triple de la media.

Otro calvario de la mujer es el maltrato. Resulta que llamar a la policía para denunciar, insinúa problemas y escándalo, lo que es causa de desahucio. Así que si a una mujer la maltratan, tiene dos opciones: aguantar el castigo bajo techo o irse a la calle. El tema entra en lo surrealista. Cuando se descubrió, por fin, que el índice de violencia doméstica letal era siete veces superior al español, el jefe de Policía de Milwaukee, el mismo que desahucia si llamas para denunciar, se extrañó de que las víctimas no hubiesen acudido a la policía cuando se originó el problema. Todo el libro emociona. Pero algunas historias me han herido especialmente. Arde un apartamento a primeros de mes y muere una de las niñas, hija de los inquilinos. Es la segunda hija del matrimonio fallecida en un año. No hay en la casa ni alarma de incendio ni extintores, lo que es ilegal. Pero a la propietaria no le pasa nada. Ni siquiera tiene que devolver el alquiler del mes. Peor incluso. El seguro le paga el doble de lo que cuesta el inmueble, así que con ese dinero se compra dos casas.

A Pam se le estropea el coche y no tiene dinero para la reparación. La despiden del trabajo. Pide a Scott que la acoja y este lo hace. Pero la propietaria invoca que la casa está alquilada solo a Scott y desahucia a todos, incluido Scott. No es la menor de las sevicias. Larraine pide dinero al pastor para que no la desahucien. Asegura que le han robado a punta de pistola. El pastor le da el dinero. Pero en realidad quien le ha robado es su hermana. Delata esta víbora el engaño (inocente) al pastor y le pide que cese de ayudar a Lorraine. El pastor obedece. A Vanetta le han cortado la calefacción en pleno invierno y carece de fondos para pagar alquiler y gas. Tiene tres hijos y teme perderlos por maltrato. Desesperada, pide una pistola a un amigo y asalta a dos paseantes. El hurto famélico existe. El robo famélico no. El juez le impone seis años de prisión firme con posibilidad de condicional a los 15 meses. Pierde el trabajo, la casa y los hijos. El autor no nos dice cuál es el destino de los niños.

Pero en medio de tanto horror, los oprimidos no ceden y siguen elevando edificios de compasión y sueños. El de Arleen es tener una ONG para ayudar a los pobres. En una ocasión, dos mujeres, ambas desahuciadas, Crystal y Vanetta, van a un McDonald's a tomarse una hamburguesa. Crystal es especialmente vulnerable. Tiene un coeficiente intelectual de 70, es bipolar, su padre la violó de niña, vive en la calle y se prostituye para sobrevivir a 10 dólares el servicio. Ve entrar a un niño con la cara tumefacta. El pobre chaval no entra a comprar nada sino a servirse de las sobras. Las dos mujeres juntan lo que tienen y le compran una hamburguesa. Cuando le ven irse, Crystal dice: "Una pena que ya no tenga casa. Me lo hubiera llevado conmigo".

Se me acaba el espacio. Diré solo que nada me ha emocionado mas desde que leí a Agee y vi las fotos de Evans. Deseo al libro la mejor fortuna y termino con la cita final del autor. "No hay código moral o principio ético, ni cita de las Escrituras o enseñanza sagrada que pueda invocarse para defender esto en que hemos consentido que se convierta nuestro país". Libros como este son el honor de una nación y de todos nosotros. Léanlo, por favor.

Los pobres son un colectivo poco agradecido. Como no pueden hacer la revolución, Marx les ignora. Tampoco hay que devolverles el sueño americano, porque no votan. Serían quizá los interpelados por Jesús en el Sermón de la Montaña. Pero, salvo excepciones, han caído tan hondo que no les llega la voz con la promesa de la luz eterna.

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