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El pequeño secreto de Montoro
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El pequeño secreto de Montoro

Montoro, pequeño restaurante que toma su nombre de la preciosa villa cordobesa en la que está enclavado, es parada y fonda ineludible para todo aquel que,

Montoro, pequeño restaurante que toma su nombre de la preciosa villa cordobesa en la que está enclavado, es parada y fonda ineludible para todo aquel que, recorriendo las estribaciones de Sierra Morena, se ve en la placentera necesidad de reponer fuerzas.

Nada, o casi nada, tiene que ver con Botín, ubicado en la zona más castiza de la Villa y Corte. Fundado en 1725, Botín sería el restaurante más antiguo del mundo si hemos de hacer caso al Libro Guinness de los récords y constituye visita obligada para todo guiri de paso por Madrid. Cuanto más ilustre y de mayor fuste el forastero, mayor obligación de hacer estación (y no de penitencia, precisamente) junto al Arco de Cuchilleros.

Pero Montoro y Botín, distintos en casi todo, comparten sin embargo un pequeño secreto.

En unos tiempos en los que hemos llegado al extremo de comprar la comida arrimando el coche a un ventanuco por el que una solícita dependienta nos dispensa bolsas de papel de estraza en cuyo interior se rozan en obscena promiscuidad cajas de hamburguesas con patatas fritas pringosas de aceite que lograron escapar de su contenedor y unas cuantas bolsitas de mostaza y ketchup (que sabe Dios en contacto con qué estuvieron previamente), resulta esperanzador comprobar que, encarnados en humilde fogón o distinguida cocina, sigue habiendo un lugar al sol para aquellos que se toman el tiempo necesario para dorar, sin prisas, un caldero de migas o una paletilla de cordero o hasta que alcanzan su punto.

Aunque, para ser honestos, no dejan de ser ejemplos exóticos y anómalos por su singularidad en una sociedad en la que nos hemos acostumbrado a quererlo todo para antier.

Todo ha de hacerse deprisa, deprisa. Gracias a la tecnología hemos conseguido acelerar cualquier proceso por muy contra natura que sea. Las doce o catorces semanas que necesita un pollo para alcanzar el tamaño necesario para su comercialización han quedado reducidas a seis (y en algún caso a menos) enclaustrando a los animales en granjas de concentración sin ventanas donde los ciclos biológicos se alteran a voluntad, a base de secuencias de luz y oscuridad artificiales, y se alimenta a los reclusos con compuestos a los que se añaden sustancias cuyos efectos a la larga son verdaderamente desconocidos.

La comunicación, si no es inmediata, ya no es comunicación. El correo, si no es electrónico, ya no es correo. Escribir una carta, echarla en un buzón y esperar a que un cartero nos traiga respuesta cuatro o cinco días más tarde nos parece hoy tan fuera de lugar como viajar de Venecia a Pekín a lomos de mula.

Pasear por un mercado para elegir la fruta de temporada o el pescado del día resulta algo tan impensable como llenar la despensa de volátiles a tiro limpio, a la vieja usanza, pudiendo comprar las viandas sentados frente a la pantalla de un ordenador a golpe de ratón.

El precio que debemos pagar por tal impaciencia absoluta no es otro que la alimentación de un círculo vicioso muy parecido al que sufre quien depende de sustancias estimulantes para realizar cualquier actividad: cuantas más consume, más se habitúa y mayor dosis necesita la siguiente vez

El precio que debemos pagar por tal impaciencia absoluta no es otro que la alimentación de un círculo vicioso muy parecido al que sufre quien depende de sustancias estimulantes para realizar cualquier actividad: cuantas más consume, más se habitúa y mayor dosis necesita la siguiente vez. Del correo postal pasamos al correo electrónico, luego a la mensajería instantánea y acabamos en el chat. Cada vez más rápido, más urgente, más inmediato.

Habiendo alcanzado, entonces, un nivel tecnológico tal que cualquier columnista orgulloso de sus marcas atléticas pueda tuitear a sus seguidores, mientras recupera el resuello tras la carrera, el tiempo empleado en recorrer no sé cuántos metros, ¿somos más felices? Esa perentoriedad en la ejecución de casi cualquier tarea cotidiana ¿nos permite liberar más tiempo para dedicarlo a otras ocupaciones más nobles en el mejor sentido de la expresión?

Si uno observa a su alrededor con atención, lo que ve no es precisamente eso, sino una especie de angustia vital permanente porque nadie consigue llegar nunca a tiempo a ningún lado.

Y es que vivir instalados en la perpetua urgencia y en la permanente exigencia de rapidez implica que para que yo reciba inmediatamente lo que he pedido, alguien tiene que enviarlo inmediatamente. O dicho de otra manera, yo exijo inmediatez del prójimo pero ello significa que en la mitad de las ocasiones la condición de prójimo respecto de quien exige la tendré yo.

La necesidad de una reacción casi instantánea, hagamos lo que hagamos, imposibilita la calma necesaria para pensar de manera reflexiva sobre lo que nos traemos entre manos (o entre parietales). Hablamos sin pensar. Ejecutamos sin comprobar. Respondemos sin meditar (y a veces sin haber dejado terminar la frase a nuestro interlocutor).

Hace poco vio la luz un libro en el que se publicaba la correspondencia que mantuvieron entre 1964 y 1986 Carmen Martín Gaite y Juan Benet. Sesenta y siete cartas en las que intercambiaban puntos de vista sobre sus respectivas preocupaciones literarias y existenciales y en las que la contestación a veces se demoraba semanas e incluso meses. Cartas que plasmaban reflexiones y que corporeizaban pensamientos estructurados, dignas de ser leídas con el mismo sosiego con el que fueron escritas y disfrutadas con la misma pasión con la que fueron concebidas. Suena arcaico.

No estaría de más, de vez en cuando, hacer un alto en el camino y preguntarnos si tanta prisa es realmente necesaria. Si tanta urgencia es verdaderamente insoslayable. Si tanta premura es imprescindible para vivir en armonía con nosotros mismos y con los demás.

Aquellos canteros que tardaban siglos en levantar catedrales que hoy nos contemplan corretear apresurados por las calles que las bordean no eran más infelices que nosotros. Y aquellas familias que tenían que esperar meses la llegada de un correo que les informaba de si su hijo soldado en las campañas de ultramar seguía vivo o no, no sufrían una angustia mayor que la que nosotros experimentamos durante los pocos días que tardamos en recibir los resultados de una prueba médica importante. ¿Para qué correr, correr y correr, entonces, desde que comienza nuestra jornada?

Nunca deberíamos olvidar que, como dice un viejo proverbio irlandés, Dios creó el tiempo pero el hombre creó la prisa.

*Menipo, veterano colaborador en estos foros, es abogado y reside en Madrid

Montoro, pequeño restaurante que toma su nombre de la preciosa villa cordobesa en la que está enclavado, es parada y fonda ineludible para todo aquel que, recorriendo las estribaciones de Sierra Morena, se ve en la placentera necesidad de reponer fuerzas.