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Cuñadismo ilustrado. Una aproximación a lo rancio
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Juan Soto Ivars

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Cuñadismo ilustrado. Una aproximación a lo rancio

El cuñadismo es una perversión perfectamente ilustrada por los ‘Ranciofacts’ que hace Pedro Vera en la revista El Jueves. Es difícil señalar algún síntoma que Vera

El cuñadismo es una perversión perfectamente ilustrada por los ‘Ranciofacts’ que hace Pedro Vera en la revista El Jueves. Es difícil señalar algún síntoma que Vera no haya dibujado ya. Algún día tendrán que hacer una cátedra Pedro Vera en la facultad de antropología de lo rancio, que los estudiantes ya piden a gritos aunque no sean conscientes de ello, cuando dicen cosas como:

–¡Yo la carrera la estudio en la cafetería!

O cuando responden al profesor que les pide el trabajo con el clásico:

–¡No sabía que era para hoy!

O el pútrido:

–¿Había que leer el libro ENTERO?

Pero ¿qué es el cuñadismo? Por ejemplo, esta pregunta retórica contiene un alto grado de ranciedad, como de opúsculo apolillado de libro de catequismo infantil. Cuñadismo es todo aquello que un cuñado pesado suelta por su boca. Los médicos podrían definirlo como una disminución de la pertinencia de los comentarios emitidos, acompañada de una profusión de los lugares comunes, las bromas manidas y los ditirambos previsibles, todo ello dicho a gritos y acompañado de risotadas. Ejemplo, el típico saludo cuñadil de:

–¡Estás cachas, eh! –queriendo decir “has engordado.”

Pero es peligroso ponerse el hábito censor para perseguir el cuñadismo, porque todos estamos contagiados en mayor o menor grado de esta enfermedad. Sin darnos cuenta nos convertimos en cuñados y encima nos vanagloriamos de ello. Hay terrenos muy pantanosos en los que uno, por más que se esfuerce en no ser un cuñado, puede hundirse irremediablemente en las arenas movedizas de lo rancio. Dos situaciones de extremo peligro son montar en un avión o llamar al servicio técnico de Telefónica.

¿Quién no se ha desahogado con alharacas cuñadiles después de hacer las compras de Navidad? Porque la Navidad es igual de peligrosa con la gripe que con lo rancio.

Ojalá pudieran cartografiarse todos los terrenos peligrosos, pero es imposible. En plena calle, uno ve una paloma y dice que son las ratas del aire; o después de una comida opípara suelta, como quien eructa, el sonoro e indigesto “esta noche no ceno.” Es imposible librarse. Yo mismo, hace dos noches, cenaba comida china con unos amigos y cuando alguien me pasó la ternera agridulce, enarqué las cejas y dije:

–¿Ternera? ¡Ja ja ja!

Quería indicar con esto mi sospecha de que lo que comíamos tuvo en vida más pinta de mascota doméstica que de vaca, y como todos me rieron la gracia, a punto estuve de tirarme por las escaleras mecánicas de lo rancio con una catarata de observaciones como “cerca de los restaurantes chinos no hay gatos” o “no sueltes al perro si hay un chino en el parque.” Me contuve porque un amigo vino en mi ayuda con una reflexión sobre la capacidad de los chinos para mantener los bares españoles con el mismo menú y la misma grasa en la plancha. Al detectar lo rancio que era mi amigo, me di cuenta de lo rancio que había sido yo.

Porque de un arrebato de cuñadismo sólo nos salva que otro se nos adelante: lo rancio se ve mejor en los demás que en uno mismo, igual que el pedo de otro siempre resulta más asqueroso que el que uno se suelta con disimulo. E, igual que las personas más distinguidas desahogan presión por las posaderas, los mejores conversadores pueden resbalar con la piel de plátano de lo rancio si se sienten muy cómodos y ufanos después de comer, o si un funcionario les ha tratado mal.

Ni el cuñadismo ni su estudio son una cosa nueva. Flaubert se quejaba de las conversaciones sobre el clima o el estado de los caminos, y anunciaba que los tiempos venideros iban a ser de una vulgaridad insoportable. Porque Flaubert odiaba la ranciedad, como dejó claro en Madame Bovary, y era capaz de expulsar de su casa a un visitante que se pusiera a comentar lo mucho que llovía o lo difícil que resultaba encontrar buena carne en el mercado. Tendremos, pues, que ser humildes y aceptar que el cuñadismo no es una cosa propia de España, aunque nosotros disfrutemos de una dialectología propia y una riqueza autóctona digna de estudio.

Antes que Pedro Vera lo estudió Camilo José Cela. Actualmente la televisión ha uniformizado la ranciedad de todas las regiones españolas y ha masacrado la diversidad de especies, extinguiendo a muchas y difundiendo los mismos clichés por todas partes, como si fueran conejos en Australia. Cela hizo sus estudios de lo rancio en sus viajes dialectológicos, y en sus artículos para la Real Academia podemos encontrar muchas ranciedades extintas, lo que causa la nostalgia de los fetichistas y el alivio de otras personas como Flaubert.

Así que animo a Pedro Vera a que siga cartografiando el cuñadismo contemporáneo, y les animo a todos ustedes a intentar ser menos cuñados, a vigilar a sus semejantes y a atacar sin contemplaciones cuando alguien se despida diciendo:

–¡Me voy que tengo que hacer unas gestiones!

El cuñadismo es una perversión perfectamente ilustrada por los ‘Ranciofacts’ que hace Pedro Vera en la revista El Jueves. Es difícil señalar algún síntoma que Vera no haya dibujado ya. Algún día tendrán que hacer una cátedra Pedro Vera en la facultad de antropología de lo rancio, que los estudiantes ya piden a gritos aunque no sean conscientes de ello, cuando dicen cosas como: