Es noticia
Yo plagié a Roberto Iniesta
  1. Sociedad
  2. España is not Spain
Juan Soto Ivars

España is not Spain

Por

Yo plagié a Roberto Iniesta

Confieso que plagié al cantante de Extremoduro porque ha nacido el movimiento plagiarista. La publicación de Doce cuentos de Asia del Sur, libro fabuloso y difícil

Foto: El guitarrista y cantante de Extremoduro, Robe Iniesta (i) (EFE)
El guitarrista y cantante de Extremoduro, Robe Iniesta (i) (EFE)

Confieso que plagié al cantante de Extremoduro porque ha nacido el movimiento plagiarista. La publicación de Doce cuentos de Asia del Sur, libro fabuloso y difícil de encontrar, trae un manifiesto que dice, plagiando a Rajoy, que en el arte todo es plagio menos alguna cosa que no lo es.

Y esta es la historia de mis plagios:

Con trece años vivía en un pueblo de Murcia y me gustaban dos cosas: Extremoduro y una rubia de Barcelona. A mis amigos murcianícolas no les gustaba Extremoduro, así que pensaba que era un grupo desconocido para todo el mundo. Respecto a la rubia de Barcelona, era una niña como yo, hija de una amiga de mi tía. Cuando vinieron a Murcia a visitar a mi tía, me enamoré perdidamente de ella.

Fue el primer amor, resplandeciente y huidizo como un pájaro tropical. A los pocos días, madre e hija se volvieron a Barcelona y yo corrí y me estrellé contra la sordidez de mi pueblo. Escuchaba a Extremoduro todo el día. Sus letras canallas de poetas muertos reconfortaban a un chico que no había conocido otra poesía. Sufría como Roberto Iniesta, de una patada rompía el sol, el sol de invierno, y creía que lo sabía todo del amor.

El instinto me dijo que este amor había que sostenerlo por correspondencia y empecé a enviar poemas a la rubia. Eran todo plagios de Extremoduro. Deformaciones de sus letras, edulcoraciones de hipoglúcido romántico. La niña rubia respondía pletórica. Así pasó un tiempo largo. Mis plagios de Extremoduro volaban como las hojas del calendario, y ya habíamos cumplido catorce cuando nos volvimos a encontrar.

Esperé en la estación durante horas aunque sabía perfectamente cuándo llegaba su tren. Finalmente apareció el Talgo. El corazón se aceleró mientras frenaba la locomotora. Los vagones abrieron las puertas y el andén se convirtió en una multitud. Enseguida la vi, rubia y risueña. Iba a abrazarla, apartaba a gente alta y apresurada, pero cuando estaba a punto de alcanzarla vi algo que me paralizó por completo. Mi amor vestía una camiseta de Extremoduro.

¿Creen que dijo algo? ¿Que se rio?

No: ya dominaba la delicada crueldad femenina. Su madre me preguntaba qué tal iba el curso y yo sólo pensaba en las cartas que había enviado, en mi condena. Mi madre, que estaba al tanto de mis sentimientos aunque yo se los negase con malos modales, me dijo:

–He lavado tu camiseta esa horrorosa de color negro.

–¡Estúpida! –le chille, y corrí a esconder mi camiseta delatora.

Arranqué los posters y recortes de revistas de rock que empapelaban mi habitación. Hice desaparecer el rostro de Roberto Iniesta de mi corcho como si me hubiera convertido en un Stalin con malas purgas. Conservaba la esperanza de que la rubia llevase la camiseta sólo por gusto estético, que no hubiera escuchado nunca el grupo, y hasta me reconfortaba la esperanza de que no hubiera leído los poemas de mis cartas. ¿Qué clase de amante puede tolerar esta idea? El que ha sido infiel, o el que ha plagiado.

Pero las horas pasaron sin que mi amor me recriminase el plagio. Conversábamos mucho. Era la única persona en el mundo con quien yo podía hablar de política. Con catorce años resulta fascinante la política, ese territorio poblado por hombres malos y poderosos que conectan los villanos de la niñez con los de la edad adulta. Nos sentíamos grandes y sabios, denunciábamos las injusticias del mundo y nos asombrábamos de nuestra mutua sensibilidad con los niños del Biafra.

En el fondo estábamos furiosos por una injusticia aún mayor: vivir tan lejos el uno del otro.

Pero de todas las conversaciones que hubiera querido mantener, ninguna era tan urgente como Extremoduro. Soñaba con ir a un concierto suyo, con conocer a Roberto Iniesta y marchar con él a lo alto de una colina para leer poesía al viento y a la oscuridad. Y ahí estaba ella, con su camiseta de Extremoduro. Tan cerca y tan lejos. Flor que espera a la abeja, o planta carnívora en busca de una mosca que devorar.

En fin: ella se marchó con su madre sin avergonzarme, sin tararear eso de "Dónde están mis amigos". Gracias, niña, por haber desarrollado tan pronto esa mezcla de compasión y crueldad. El efecto de su camiseta la hizo tan poderosa que ni siquiera me atreví a besarle los labios. Cuando se marchó, el amor se había acrecentado. Volvía el tiempo de la nostalgia. Regresaba la necesidad de mantener correspondencia. Por esa época empecé a escuchar a Silvio Rodríguez. Y no había nadie en mi pueblo que lo conociera. Así que...

Confieso que plagié al cantante de Extremoduro porque ha nacido el movimiento plagiarista. La publicación de Doce cuentos de Asia del Sur, libro fabuloso y difícil de encontrar, trae un manifiesto que dice, plagiando a Rajoy, que en el arte todo es plagio menos alguna cosa que no lo es.

Extremoduro