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Carles Puigdemont ha vencido: la desconexión ya es un hecho
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Juan Soto Ivars

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Carles Puigdemont ha vencido: la desconexión ya es un hecho

A tres meses de su investidura, la indiferencia que provoca Puigdemont está consiguiendo que la desconexión que soñó Artur Mas se haga realidad

Foto: El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont. (Ilustración: Raúl Arias)
El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont. (Ilustración: Raúl Arias)

Dijo Chaplin que la vida de cerca es una tragedia y de lejos es una comedia, pero con el contencioso Generalitat–Estado a cuenta de la independencia pasa exactamente lo contrario. Si de cerca los personajes parecen monigotes de un retablo de cachiporra, con la debida distancia adquieren la apariencia solemne de un auto sacramental. Hasta el momento, la relación entre los dos mundos era tan próxima como la de una pareja que está todo el día peleando, pero la gironización del 'procés' que trajo Carles Puigdemont ha cambiado radicalmente la realidad.

Cuando yo vivía en la calle Fidias de Madrid, dedicaba mis noches a maldecir a los aparejadores del Plan Nacional de Vivienda Protegida. La pared de mi cuarto era fina como un tímpano y las voces de mis vecinos la atravesaban amplificadas. Esos dos eran una pareja temible. Me los cruzaba en la escalera y me lanzaban miradas desafiantes como si quisieran que yo tomase partido por uno o por el otro. Cuando discutían, en su casa temblaban los libros de la mía, había portazos y cacharros voladores, y cuando zanjaban la discusión me torturaban con el aquelarre sexual de la reconciliación. Mis vecinos de la calle Fidias eran como Cataluña y España.

Una semana, sin embargo, conseguí dormir a pierna suelta. Los primeros días creí que por fin se habían separado, pero no era así. Me los seguí cruzando por la escalera y ni siquiera me miraban. Era como si se hubieran quedado sordos de tanto gritarse. Las reconciliaciones lúbricas habían desaparecido también, y al término del año siguiente llegaron a un nivel de indiferencia tan evidente que casi los echaba de menos, como si hubieran muerto. Antes de que yo abandonase el piso, el hombre ya vivía solo.

El nuevo independentismo 'made in Girona' no enciende los ánimos con la quema de banderas españolas, sino que despierta la indolencia y el hastío

La etapa de Carles Puigdemont me recuerda a ese año de enfriamiento que precedió a la ruptura definitiva. Actualmente, hay dos mundos políticos a un lado y otro de la frontera imaginaria que separa a España y Cataluña. El reino de Nordestuña se ensimisma y no escucha, mientras el de Suroespaña se limita a tumbar las iniciativas del vecino con un gesto aburrido de desdén. El director de 'El Punt Avui' apremiaba hoy en un artículo a Carles Puigdemont para que pise el acelerador del proceso de ruptura. Uno en Madrid se preguntaría a qué proceso se refiere, cómo se puede acelerar algo que ni siquiera existe, pero esto es una consecuencia de la enorme sordera que separa las dos realidades políticas. Lo que existe aquí no es lo mismo que existe allá.

El cronómetro corre devorando los 18 meses fijados para el proceso constituyente. Ya solo quedan 15, y los independentistas más impacientes solo preguntan, como los niños en el asiento de atrás del coche, cuánto queda para llegar. Los debates sobre la pertinencia de una soberanía han desaparecido de los matinales y las tertulias de los medios catalanes. Mientras la vida en España florece sin necesidad de Gobierno, los políticos romeva-junqueristas inventan instituciones para dotar a Cataluña de una maquinaria estatal, se cuelgan del cuello medallas de hojalata, se erigen como ministros hoy y mañana como procónsules, y escriben cartas en inglés a dirigentes europeos que ni siquiera sabrían distinguir el castellano del catalán.

Artur Mas poseía el carisma y el talento de hacer pasar por graves unos asuntos que en las manos de Carles Puigdemont adquieren la categoría de ridiculez. Mas era capaz de comunicar al resto de España sus intenciones, le bastaba abrir la boca para provocar una discusión encarnizada, soliviantaba a taxistas, camareros y políticos del PP, y generaba un ambiente de crispación divertida que hoy casi recuerdo con nostalgia.

Pero el nuevo independentismo 'made in Girona' no enciende los ánimos con la quema de banderas españolas, sino que despierta la indolencia y el hastío de Madrid. Mientras se construyen Haciendas catalanas en el aire, se levantan 'castells' de arena destinados a molerse bajo las espumas de la realidad y se dan órdenes burocráticamente inviables a los funcionarios, la ausencia de virulencia se ha hecho tan evidente que hoy los únicos que siguen cabreándose son Albert Boadella y Xavier García Albiol.

Mis vecinos gritones me enseñaron que, en ciertas relaciones, es más alarmante el silencio que el escándalo. Cuando ninguno de los dos quiere, no hay pelea pero tampoco hay relación. A tres meses de su investidura, la indiferencia que provoca Puigdemont está consiguiendo que la desconexión que soñó Artur Mas se haga realidad.

Dijo Chaplin que la vida de cerca es una tragedia y de lejos es una comedia, pero con el contencioso Generalitat–Estado a cuenta de la independencia pasa exactamente lo contrario. Si de cerca los personajes parecen monigotes de un retablo de cachiporra, con la debida distancia adquieren la apariencia solemne de un auto sacramental. Hasta el momento, la relación entre los dos mundos era tan próxima como la de una pareja que está todo el día peleando, pero la gironización del 'procés' que trajo Carles Puigdemont ha cambiado radicalmente la realidad.

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