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El día en que descubrí que mi abuela Pepita era una persona
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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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El día en que descubrí que mi abuela Pepita era una persona

Mi abuela guarda una parte de mi vida que le pertenece, pero es muy generosa. Creo que quien se queja porque sus abuelos le cuentan siempre las mismas cosas, tiene todavía mucho camino por hacer

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Hace ya casi 10 años que escapé de la ciudad y volví al pueblo. Había fracasado en el amor, no tenía trabajo y creía que publicar un libro era una gloria que solucionaría todos mis problemas. Dicho de otra forma, era joven y era ingenuo. Pero lo más grotesco de mi ingenuidad era mi forma de ver a mi abuela Pepita Moreno.

Uno no madura hasta que descubre que sus padres no eran dos entes todopoderosos y omniscientes, sino un par de personas contradictorias y tan extraviadas en el mundo como cualquier compañero de colegio. Pues bien: creo que uno no termina de madurar hasta que cumple el mismo proceso con sus abuelos.

No siempre es fácil. Entre un nieto y un abuelo hay infinidad de prejuicios. Los míos, los cuatro, aparecieron en forma de visita durante toda mi niñez y manifestaron su amor enloquecido a base de billetes de mil pelas, besos agobiantes y un catálogo de caprichos digno de la vida del hijo de un millonario.

Caprichos de niño que ya no podían consolar al joven deprimido y afectado que volvió al pueblo. Una vez allí, me di cuenta de que todas mis posibilidad de conversar se reducían a ella. No hacía mucho que se había quedado viuda. Todos los días, yo hacía el camino de mi casa a la suya tratando de inventar algunas historias con las que darle conversación y entretenerla. Le contaba chistes de Eugenio y anécdotas inocentes, pero con el paso del tiempo decidí prescindir de la corrección política y empecé a tratar a mi abuela como a un ser inteligente.

Entre un nieto y un abuelo hay infinidad de prejuicios. Los míos, los cuatro, aparecieron en forma de visita y de innumerables muestras de amor durante mi niñez

No me sorprendió su reacción: se entusiasmaba. A mí también me venía bien: acobardado por el fracaso, inventaba acrobacias de seducción y escenas al límite, triunfos de toda clase, aventuras que ella celebraba. El problema es que, a medida que se ampliaba la distancia entre la verdad y la fantasía, la vuelta a casa iba volviéndose más y más deprimente. Por las noches, trataba de escribir unas líneas y no había manera.

Y así llegó un día en que fui a comer a su casa y no tenía nada nuevo que contarle. Me quedé mirando cómo Pepita se enfrascaba en la cocina. Su diminuta espalda y su cabeza, que por detrás podría ser la de Jorge Herralde, se movían al compás de las manos cortando, pelando, apartando y friendo. Yo sabía lo justo de su vida. Se casó, se salvó de las penurias de la guerra, no pasó hambre porque fue con sus tíos al campo, había estado casada más de 50 años con mi abuelo el pescador, su orgullo era mi padre y su salvación mi tía Juli. Y ahora era viuda.

Viéndola cocinar, pensé que se liaría a hostias con una jauría de yihadistas armados para defenderme. ¿A qué venía tanto amor? ¿Por qué dedicaba tanto trabajo y tanta energía a un nieto que hasta ahora no había sido más que un cajón en el que depositar regalos a cambio de unos mimos interesados? Un documental de La 2 me dio la respuesta después de la comida. Muchos animales son capaces de devorar a sus nietos si tienen hambre, pero no a sus propios hijos. El narrador del documental me estaba diciendo que nos unía un vínculo aún más humano que el de una madre y un hijo.

Todos los días, yo hacía el camino de mi casa a la casa de Pepita tratando de inventar algunas historias con las que darle conversación y entretenerla

En la sobremesa, no le di carrete ni traté de entretenerla, así que ella me contó una historia. Me dijo que cuando yo tenía dos años hablaba por los codos. Estábamos los dos tomando el aire con las mecedoras a la puerta de su casa, noche, jazmines, etc., y la Licerana, que era la vecina de la casa contigua, bajó la calle para saludarnos. Sin venir a cuento, le pregunté: “Licerana: ¿tú crees en Dios?”. Y ella me dijo: “¡Pues claro que creo en Dios, nene, pues cómo no voy a creer!”. Mi abuela no podía contener la risa al terminar la anécdota. Me puse de pie ante la Licerana y le espeté: “¡Pues Dios no existe!”.

No sé si este cambio fue la clave para que se me quitaran otras tonterías de la cabeza. Los días siguientes no tuve que inventar nada. Yo le contaba cosas de mi vida, incluso cosas deprimentes. Ella me contaba cosas de la suya.

Ahora se acerca a los 90 y está como un toro. Cada vez que voy a verla le pregunto: “¿Cómo es la historia esa de la Licerana?”. Y ella usa siempre las mismas palabras y las mismas risas para responder. Mi abuela guarda una parte de mi vida que le pertenece, pero es muy generosa. Me enseña esta historia y muchas otras como las fotos antiguas que no cambian por mucho que las miremos.

Así que creo que quien se queja porque sus abuelos le cuentan siempre las mismas cosas, tiene todavía mucho camino por hacer.

Hace ya casi 10 años que escapé de la ciudad y volví al pueblo. Había fracasado en el amor, no tenía trabajo y creía que publicar un libro era una gloria que solucionaría todos mis problemas. Dicho de otra forma, era joven y era ingenuo. Pero lo más grotesco de mi ingenuidad era mi forma de ver a mi abuela Pepita Moreno.

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