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Manuel Astur es el escritor más miserable de España
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Manuel Astur es el escritor más miserable de España

Quien os diga que dos escritores pueden ser amigos sin un punto de envidia furiosa os engaña, o se engaña a sí mismo

Foto: Manuel Astur (i) y Juan Soto Ivars, en Lisboa. (Andrea Palaudarias)
Manuel Astur (i) y Juan Soto Ivars, en Lisboa. (Andrea Palaudarias)

A esa hora, mis opciones se limitaban a dos: emprender el camino hasta el cuarto de baño o mearme encima. No era capaz de verle ventajas a la primera alternativa, pero todavía no tenía claro si la chica con la que me había morreado estaba dormida o difunta, de modo que, lleno de esperanza, decidí mantener secos los pantalones por lo que pudiera pasar. Aparté a gente, divisé lo que quedaba de cuarto de baño al otro lado del pantano humano y avancé con decisión mientras me bajaba la bragueta. Así fue como nos conocimos Manuel Astur y yo: tropecé con un bulto, caí de bruces con la pija fuera y el obstáculo, mi mejor amigo desde ese día, empezó a hablar con la cabeza apoyada en el rodapiés.

De aquella primera conversación, que duró horas, nunca hemos conseguido recordar una palabra. Sospecho que estábamos poseídos y nos narramos por turnos lo que nos quedaba por vivir. Después de todo, el futuro es lo único que nos importaba: Astur acababa de romper una relación de 10 años como quien se carga un jarrón chino porque ha entrado borracho a casa, y yo escribía sin parar, robaba chaquetas a mi padre y soñaba con la gloria. Los dos queríamos ser escritores.

No teníamos ni idea de lo trabajosa que puede ser la amistad entre dos jóvenes vanidosos llamados a competir en la escritura. Quien os diga que dos escritores pueden ser amigos sin un punto de envidia furiosa os engaña, o se engaña a sí mismo. Nosotros, dos hermanos que se disputan el amor de una madre imaginaria, tardamos años en admitir que no es fácil. Podía pasar por ejemplo que uno de los dos llegase al piso que compartimos y viera al otro encaramado a su ordenador.

Escribíamos más de lo que confesábamos, pero éramos astutos y deseábamos mantener la competitividad fuera de casa

—¿Qué, escribiendo? —suspicaz uno como una novia celosa.

—Nah, qué va —azorado y culpable el otro.

Escribíamos más de lo que confesábamos, pero éramos astutos y deseábamos mantener la competitividad fuera de casa. Si uno admitía que trabajaba en su novela, el otro se encerraba a escribir, y la furia es una inspiración genial: no habría segunda parte del Quijote sin Quijote de Avellaneda.

El descubrimiento de que uno estaba logrando escribir más que el otro era terrible. Desencadenaba la competición de terminar primero la novela. Había muchas competiciones activas sin que nosotros quisiéramos hablar de ello: acabar primero, publicar primero, ganar un premio primero, aparecer entrevistado primero en 'El País', alcanzar primero una editorial grande, tener éxito primero, ligar primero gracias a un libro. Años después, leí 'Los viernes en Enrico's' de Don Carpenter y me di cuenta de que lo que nos pasaba a Astur y a mí es habitual.

El descubrimiento de que uno estaba logrando escribir más que el otro era terrible. Desencadenaba la competición de terminar primero la novela

Pese a todos los motivos reales para matarnos uno a otro, nuestra mayor pelea fue ficticia. Un domingo de resaca nos dio por hablar como si estuviéramos en el futuro. Astur se había convertido en una especie de Salinger, arisco y genio, impenetrable y nada prolífico, del que el planeta esperaba el siguiente libro con expectación. Yo, por le contrario, era una especie de Stephen King, y mis novelas ágiles y gruesas se adaptaban al cine y agotaban varias ediciones a la primera semana.

Nos pareció divertido tener esa conversación entonces, antes de terminar cualquier libro potable, y creímos que era un juego sin riesgos. Nos equivocamos. Resulta que yo no le había ayudado económicamente cuando él estaba en la indigencia. Mi viejo amigo sospechaba que el motivo de mi desplante era que envidiaba su conexión con lo sublime. Le aseguré que, si no le había dado dinero, es porque creía que de la ruina sacaba ideas para sus 'novelitas' de la ruina. A él le ofendió que dijera novelitas y respondió que sus libros, aunque breves, eran un millón de veces más intensos que los míos.

Me incorporé en el sofá y le miré con altivez:

—Tus libritos serán intensos, pero has publicado 200 páginas en 30 años.

Astur desvió la mirada. Su voz llena de rencor:

—La verdad es que no sé si son mejores que tus tochos de 400 páginas, porque nunca he podido terminarme ninguno.

Foto: Manuel Astur

Para entonces ya nos habíamos dado cuenta de que el juego se había ido de las manos. Nos cubrimos de reproches. Las ficciones de las que nos acusábamos empezaban a doler demasiado. No sé quién de los dos puso fin a la pelea, pero estuvimos dos días sin dirigirnos la palabra. Me abrasaban sus acusaciones y su desprecio. Por las noches, venían a mi cabeza las respuestas demoledoras que tendría que haberle dado.

Yo publiqué primero, aparecí primero en 'El País', gané primero el premio, y como represalia él escribió un libro maravilloso que consiguió hacerme muy feliz. Desde entonces, Astur saborea las mieles del éxito como un glotón despreciable. Para colmo, hace dos meses, la Unión Europea lo seleccionó como uno de los 10 autores jóvenes con mayor proyección del continente. El día que me dio la noticia no tuve que fingir mi alegría. Por fin nos va bien a ambos. Por fin el amor se ha hecho más fuerte que la vanidad.

A esa hora, mis opciones se limitaban a dos: emprender el camino hasta el cuarto de baño o mearme encima. No era capaz de verle ventajas a la primera alternativa, pero todavía no tenía claro si la chica con la que me había morreado estaba dormida o difunta, de modo que, lleno de esperanza, decidí mantener secos los pantalones por lo que pudiera pasar. Aparté a gente, divisé lo que quedaba de cuarto de baño al otro lado del pantano humano y avancé con decisión mientras me bajaba la bragueta. Así fue como nos conocimos Manuel Astur y yo: tropecé con un bulto, caí de bruces con la pija fuera y el obstáculo, mi mejor amigo desde ese día, empezó a hablar con la cabeza apoyada en el rodapiés.

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