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Muerte de un maestro sordo que escuchaba
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Juan Soto Ivars

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Muerte de un maestro sordo que escuchaba

Tu forma de poner atención me empuja a escribir estas líneas para despedirme. A tu manera tranquila fuiste un verdadero revolucionario hasta el final

Foto: Antonio Areces sostiene en brazos a su hijo, que será escritor. (EC)
Antonio Areces sostiene en brazos a su hijo, que será escritor. (EC)

Te recuerdo erguido en el porche de la casa, gigante y sordo entre el verde como una montaña, ajeno al canto de los pájaros y al piar de los hijos y los amigos. Tu postura sentado: la cabeza gacha, la mirada en el libro, la espalda recta.

Te recuerdo llevándome a la bodega que en lugar de botellas guardaba periódicos. Te recuerdo también leyendo esos periódicos. Tu capacidad de concentración: la de un capitán que estudia el mapa en medio del campo de batalla. Tu voz: lenta y grumosa como el agua del arroyo que se aquieta en los márgenes. Te conocí cuando ya te habías quedado sordo.

Tu forma de poner atención me empuja a escribir estas líneas para despedirme. A tu manera tranquila fuiste un verdadero revolucionario hasta el final. Hiciste de la concentración y el sosiego tu arma revolucionaria. Me preguntabas algo e inclinabas la cabeza para escuchar la respuesta hasta el final, el labio colgando entre las ramas de la perilla banca.

Antonio Areces: fuiste un sordo que escuchaba.

Escribió con discreción, pero también leyó y fue profesor. Por sus aulas pasaron burros y salieron príncipes. Envidié a quienes fueron sus alumnos

Una vez, yo me sentía raro ante tu hijo. Había permitido que otra sordera me alejara de él. Todo estaba bien, sin embargo. Estábamos comiendo en el salón, bajo tu escudo de armas. Hacíamos bromas. Luego me quedé leyendo en un sillón mientras tú leías en el sofá. Sin venir a cuento me diste este consejo, como si también escucharas lo que no acertábamos a decir:

—Tenemos que escribir los unos de los otros, tenemos que estar juntos, entre todos podemos salvar la literatura.

Antonio Areces ha fallecido a los 79 años de edad después de salvar la literatura. En abril de 2015 publicó su primera novela: 'Éramos río', que habla de la niñez y del misterio y cierra el círculo entre la vida y la muerte. La publicación de esta novela es también mérito de su hijo y sus tres hijas. Areces había escrito mucho, había llenado cuadernos, pero prefirió mantenerse ajeno a las fiestas y los ruidos, despectivo, fuera de los bailes de graduación de la vanidad.

Su intención era salvar la literatura. Escribió con discreción, pero también leyó y fue profesor. Por sus aulas pasaron burros y salieron príncipes. Lo conocí jubilado y envidié a quienes fueron sus alumnos. La primera llamada del hijo para comunicarme que le habían diagnosticado cáncer me sumió en el desconcierto. ¿Antón con cáncer? Imposible.

Durante su enfermedad, que se ha prolongado más de dos años, lo visité un par de veces, y el miedo a los achaques desaparecía en la última curva del valle que lleva a Sama de Grado. En el porche de la casa era el mismo, la montaña concentrada sobre el libro, su perro bastante mongol babeando bajo sus piernas. ¿Enfermo? Se levantaba y te abrazaba con una fuerza tremenda. Caminaba para mostrarte un libro con una ligerísima cojera. Noté en seguida que era un hombre demasiado íntegro y demasiado fuerte como para dejar que la enfermedad lo pervirtiera.

¿Enfermo? Se levantaba y te abrazaba con una fuerza tremenda. Era un hombre demasiado íntegro como para dejar que la enfermedad lo pervirtiera

La integridad de un hombre sabio se nota en todas las decisiones: recuerda su hijo que fue comunista cuando todos eran franquistas y excomunista después, cuando todos se las daban de rojos. Areces era de los que expiden su carné cuando conlleva riesgos y lo tiran a la papelera cuando conlleva recompensas hipócritas. Areces no hubiera quemado el carné para ocultarlo de la Policía, pero sí lo hizo para ocultarlo de los trepas y los enchufados.

A medida que los tiempos se volvían rápidos, él se sumía en esa lentitud admirable en la que yo lo conocí. A medida que la actualidad se atropellaba, él fortificaba su capacidad de concentración. Nunca vi a nadie pasar como él las páginas de un periódico.

Rememoro la delectación de sus manos sobre el papel, como si comprendiera el valor exacto del milímetro cúbico de tinta. Ponía el mismo cuidado al pasar páginas de la sección de deportes que de la de cultura, el mismo cuidado con un librejo barato de novela policíaca que con la cuchara con que se llevaba la comida a la boca.

Rememoro la delectación de sus manos sobre el papel, como si comprendiera el valor exacto del milímetro cúbico de tinta

Vamos a la última vez que nos vimos: me llevabas hacia la bodega donde atesorabas las revistas como otros hombres atesoran oro y botellas. Sacaste unas cuantas, al azar, podías encontrar algo valioso en cualquier suplemento viejo de cultura. Pasábamos las páginas juntos, en pie, a la sombra, pegados al muro de piedra vieja de la casa de la que brotaría la familia que hizo mejor mi vida. Señalaste un nombre: Eugenio de Andrade. Te devuelvo sus versos ahora:

Eras la casa, el lugar

donde el sol

ardía sobre la piedra,

la piedra sobre el mundo,

el mundo sobre el corazón.

Cómo podías, una

a una, soportar las lágrimas

del mundo, nadie lo sabía:

el lugar del sol

era la casa —y ardía.

Te recuerdo erguido en el porche de la casa, gigante y sordo entre el verde como una montaña, ajeno al canto de los pájaros y al piar de los hijos y los amigos. Tu postura sentado: la cabeza gacha, la mirada en el libro, la espalda recta.

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