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Navidad y escepticismo, una combinación explosiva
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José A. Pérez

No me creas

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Navidad y escepticismo, una combinación explosiva

Reflexiones de un químico, un catedrático, un periodista y yo en torno a los mitos que se crean, cada año, en torno a la Navidad y fiestas similares

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Este artículo está basado en hechos reales. Algunas situaciones han sido alteradas para preservar el anonimato de los protagonistas. Por ejemplo, el químico es en realidad biólogo y su primo es en realidad su tío. Y así todo.

Quedamos para cenar, como cada año por estas fechas, un químico afincado en el extranjero, un catedrático, un periodista y un servidor.

Mientras tomamos algo, antes de ir al restaurante, charlamos de leyes injustas, de tarifas de la luz y de atracones navideños. Es cuando abordamos este último tema, la Navidad, que la cosa empieza a ponerse rara.

El químico sonríe, dice: no os lo vais a creer. Resulta que mi primo Tal, que siempre ha cenado con nosotros en Nochebuena, ha decidido este año quedarse en casa. ¿Y eso?, pregunta el periodista. Por las ondas, responde el químico sin dejar de sonreír. Como yo vivo en Alemania, prosigue, no me había enterado, pero resulta que lleva cuatro meses diciendo que las ondas de los móviles le hacen daño. Que le cansan muchísimo y le dan dolor de huesos. Justo desde que se jubiló.

Alguien cita entonces a Carl Sagan y nos preguntamos lo que pensaría si levantase la cabeza y, en plan zombie, se diese una vuelta por las librerías. Lo que diría al ver los últimos lanzamientos editoriales donde, por cada libro divulgativo, hay un centenar de panfletos supersticiosos

Pues yo esta semana he visto algo todavía peor, dice de pronto el catedrático. Dos profesoras universitarias discutiendo en plena facultad. Una le reprochaba a la otra el creer en la homeopatía, mientras la otra le recriminaba a la una el creer en Jesucristo. ¿Y cómo acabó la cosa?, pregunto yo. Conmigo pasando de largo, dice el catedrático, no fuese a convertirme en una víctima colateral de la furia de Dios o de los homeópatas.

¡Eso no es nada!, espeta de pronto el periodista. Hace unos días celebramos el amigo invisible en mi periódico y más de cuatro personas regalaron un libro que, al parecer, está muy de moda. Trata de una dieta basada en enzimas milagrosas que, según dice el autor, lo mismo te adelgaza que te cura casi cualquier enfermedad. Se ve que lo recomendó la presentadora de Gran Hermano y, claro, si lo dice ella…

Una cosa nos lleva a otra y empezamos a recordar otros productos mágicos popularizados por famosos. Y nos acordamos de las bayas de Goji y de aquella pulsera que prometía mejorar tu equilibrio y no sé qué más gracias a unos hologramas.

Alguien cita entonces a Carl Sagan y nos preguntamos lo que pensaría si levantase la cabeza y, en plan zombie, se diese una vuelta por las librerías. Lo que diría al ver los últimos lanzamientos editoriales donde, por cada libro divulgativo, hay un centenar de panfletos supersticiosos.

La navaja de Ockham

Y nos preguntamos por qué la navaja de Ockham, que Sagan siempre defendió como el más efectivo detector de camelos, ha caído en semejante desuso. “En igualdad de condiciones”, dicen que escribió Guillermo de Ockham, “la explicación más sencilla suele ser la correcta”. Siglos después, Conan Doyle, escribió algo parecido. Lo puso en boca de Sherlock Holmes: “Si eliminas lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, es la verdad”.

Una gran parte del planeta, sin embargo, parece preferir lo imposible a lo improbable. Miles de personas siguen decantándose por la explicación menos sencilla. La que depende de complejas conspiraciones, de ocultaciones masivas de datos, y de enzimas y poderes misteriosos que ningún científico ha encontrado pero un escritor de California sí. A saber por qué.

La cena, por cierto, fue excelente.

Este artículo está basado en hechos reales. Algunas situaciones han sido alteradas para preservar el anonimato de los protagonistas. Por ejemplo, el químico es en realidad biólogo y su primo es en realidad su tío. Y así todo.

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