Con dos ovarios
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De boda y sin tacones: si quieres, puedes
Llega la temporada de bodas y con ella los quebraderos de cabeza por encontrar modelito y evitar los dolores que nos producen los tacones. ¿Y si simplemente dejamos de ponérnoslos?
Con el mes de mayo se inaugura la temporada oficial de bodas y siempre que recibo una invitación tengo que enfrentarme a la incógnita que más se repite –con abrumadora diferencia– en la cabeza de una mujer: “¿Qué me pongo?”. Una boda es algo así como los Oscar del proletariado. Es el único momento del año en el que puedo ponerme un vestido de fiesta, una moña en la cabeza, unas sandalias de tacón que dé vértigo asomarse, maquillarme y peinarme como una puerta sin que a nadie le parezca fuera de lugar. Puedo pasear por el instagram de Miranda Makaroff, el blog de Paula Echevarría o los vídeos de Dulceida con la intención de obtener ideas y no solo de cotillear.
En una boda una puede desparramar toda su feminidad por la alfombra roja y sentirse, por fin, la reina de algo que no sea su casa. En este momento pensaréis “La reina, en todo caso, sería la novia”. Pero en el fondo del lugar en que reside vuestro gusto estético, sabéis igual que yo que, mientras la tradición mande que vayas vestida de medieval y lo acates, la novia no es competencia.
Y es que al final todo este rollo se trata de competir. Se trata de ver quien está más guapa y no admito discusión en este punto. Llevamos desde que nacimos viendo en las revistas 'rankings' de las mejor vestidas en cada evento o cóctel patrocinado por marca 'random', comparativas de a quién le queda mejor un mismo vestido y asistiendo a concursos de reinas de la belleza hasta en pueblos de menos de 500 habitantes.
Somos víctimas y cómplices. Cuando recibimos una invitación a una boda y empezamos a diseñar el 'look', queremos, admitámoslo, aparecer en ese hipotético 'ranking' de las mejor o peor vestidas aunque al día siguiente no seamos capaces de caminar o nos duela la cabeza de los nudos del peinado. La cosa es destacar. Ellos, sin embargo, van todos de traje negro. Son clones. Nadie compite con nadie. El más guapo es el que ha tenido la suerte de que la naturaleza haya sido más generosa con él, y en realidad ser o no el más guapo les importa un pimiento. Como es lógico y normal.
Al final, nos preparamos para acudir a un evento elegante y estar a la altura y acabamos paseando con chal por una finca con caballos sin cajero automático en unos 20 km a la redonda y con pinta de no haber llegado todavía ni la fibra óptica ni cobertura 4G, pero ahí estamos. Tratando de mantener la dignidad cuando los tacones de diez centímetros se clavan en el césped y necesitamos a un maromo que nos sostenga por la axila para no quedarnos plantadas, nunca mejor dicho.
Y digo maromo, porque si te ayuda otra amiga que tiene el mismo problema que tú, la sensación para los que van detrás observando el numerito es que ya vais borrachas. Admitámoslo, hay más clase en el Drag Race de RuPaul que en una boda burguesa.
Con zapato plano y pantalones de traje
Lo que yo quería contaros es que hace unas dos semanas acudí a una boda en pantalones de traje y zapato plano. Quiero dejar claro, antes de continuar, que yo solo cuento mi experiencia. No digo que acudí con zapato plano para situarme moralmente por encima de quienes prefieren andar como un caballo desbocado antes que transgredir la norma, soy la primera que quedo constantemente como una mamarracha más veces en la vida de las que me gustaría. No pasa nada. Es otra forma de destacar.
Tampoco digo con esto que se deberían abolir los zapatos de tacón, ni los vestidos vaporosos, ni las bodas en fincas a las afueras de la ciudad. Cada vez que alguien cuestiona una tradición le miran como si fuera con un decreto ley en la mano para entregar en el parlamento y poner el mundo patas arriba. Nada más lejos de mi intención, ni que fuera yo de Ciudadanos. Pero sí querría hacer mías las palabras de Evan Rachel Wood en los últimos Globos de Oro: “Quiero demostrar a las niñas y a las mujeres que ponerse un vestido no tiene por qué ser un requisito único. No tienes por qué llevar uno si no quieres, solo sé tú misma porque vales mucho más que eso”. En resumen: no tenemos por qué competir entre nosotras. Tenemos que hacer lo que nos salga del higo, eso no atentará contra nuestra feminidad, os lo juro.
Soy muy consciente de lo importante que es para una mujer no dejar de ser femenina, soy la primera que quiere estar guapa y que cada vez que sale de casa se mira con cara de pez en el reflejo de todas las ventanas que encuentra a su paso e, incluso, en algún retrovisor. No es casualidad que “fea” sea un insulto recurrente en nuestra sociedad. Las mujeres encajamos en tanto en cuanto cumplimos un canon de belleza. Esto es una mierda contra la que lucho cada día pero soy muy consciente de que ese miedo también vive en mí.
Así que a lo que iba, vestí zapato plano y pantalones de traje en la última boda a la que fui invitada e iba guapa y súper sexy. Así de claro. Me costó tomar la decisión. Lo más difícil, sin duda, fue prescindir de los tacones. Hará como unos dos años que no me subo a unos, exceptuando la última gala de los Premios Feroz, para ser sincera. A las dos horas, tirando por lo alto, me duelen los pies. Esto no es algo que me ocurra solo a mí. Quien no lo reconozca miente como una bellaca y me parece estupendo. Pero todos tenemos presente la imagen de la actriz que llega a casa y quitarse los tacones supone el mayor de los placeres.
¿Por qué claudicamos con una imposición que implica dolor? ¿Consideramos que andar sobre andamios nos hace más bellas? Puede que si tenemos las piernas robustas visualmente aparenten más delgadas, pero tampoco nos van a convertir por arte de magia en Kate Moss. Así que creo que compensa 1) ir al gimnasio y adelgazar de verdad o 2) aceptar el grosor de tus piernas.
Que el protocolo de vestimenta de una mujer, en 2017, siga incluyendo zapatos-arma blanca-elemento de tortura como parte indeleble del 'outfit' me parece una canallada por una parte y una gilipollez por la otra. Soy partidaria de que cada uno haga lo que le dé la gana, pero la realidad es que a ojos de los demás –si decides no ponértelos– estás perpetrando una transgresión de los códigos de lo femenino y lo masculino sin parangón. Lo que debería ser anecdótico se convierte en una afrenta. Puedes sentir el miedo en los ojos de algunos invitados a que lo que has hecho se propague en bodas futuras. Si otras siguen tu ejemplo, será culpa tuya y no te lo perdonarán jamás, como a Manuela.
–¿Así que tú crees que no tengo personalidad por llevar tacones? –te dirán.
–No, no. Simplemente no quería llevarlos yo, porque quiero estar cómoda.
–Ya, pero respóndeme. Entonces crees que el sistema me ha comido la cabeza, ¿verdad?
–Ehhh, no. De verdad… yo solo…
De repente, todo el peso de las convenciones medievales recae sobre tus hombros. Qué culpa tendrás tú que has tenido que enfrentarte a tus miedos, a la posibilidad de leer “feminazi” en los labios de conversaciones cuyos ojos esquivan tu mirada, que vas medio desnuda de cintura para arriba para seguir resultando femenina. Qué llevas tanto rímel que tus pestañas parecen del material con el que se hacen las camas elásticas. Librarse poco a poco de las convenciones conlleva resultar insultante para los demás. Pero recuerda: si les molesta, es que son parte del problema. Y a por otro whisky.
La verdad es que en este sentido me he cansado de hacer el ridículo. Hay una cosa que me sigue llamando infinitamente la atención por encima de todo, que es lo normalizado que está acudir a una boda con unas deportivas u otros zapatos para cambiártelos cuando ya no puedas más. He estado en una en la que regalaban alpargatas a las invitadas a la entrada de la discoteca donde seguiría la fiesta.
¿Cómo es posible que veamos esto normal? Imaginaos que ellos por protocolo tuvieran que llevar –yo que sé– una camisa súper petada que casi no les dejara respirar. Que en otra bolsita llevaran una más holgada para que cuando se considere que está todo el mundo borracho, y que ya no te van a juzgar por tu físico, puedan cambiársela y sentirse verdaderamente cómodos. Y así por el resto de sus días, durante toda su vida, evento tras evento, boda, bautizo, comunión y espectáculos varios. Es simplemente ridículo.
Hubo un momento en esta última boda, durante el cóctel, en el que eché un vistazo y solo veía cabezas de hombres. La inmensa mayoría de las mujeres estaban sentadas. Este tipo de convenciones nos reducen a ser objetos bellos que ocupen el mínimo espacio. No poder movernos libremente es una forma de represión que, a cambio de no perder esa feminidad que nos hace atraer la mirada masculina, hemos acatado inexplicablemente con una sonrisa.
Desde luego, sé que volveré a caer en la tentación de sentirme una fémina heteronormativa y, sin lugar a dudas, calzaré de nuevo esos cuerpos del demonio. Ya he dicho antes que yo tampoco escapo al miedo de ser excluida. Me alegro, por otra parte, de haber abierto la veda y entender de dónde parten mis contradicciones. De saber que no tengo por qué llevar algo que no quiero o con lo que no me siento a gusto, y por qué lo hago cuando lo hago.
¿Quizá también tenga que ver con el miedo de que nuestro 'partenaire' –si es que lo tenemos– vuelva la mirada hacia las otras invitadas? Pues os digo una cosa: quedaos con quien prefiera estar juntos de cañas que solo y aburrido esperando a que te arregles para después pasearte como si fueras un Ferrari. Solamente se arreglan las cosas que están rotas y nosotras ni somos una cosa que se arregla ni una cosa que se luce. Yo, desde luego, jamás permitiría que mi pareja fuera con algo que le oprime, le ahoga o le duele.
Y tú, ¿qué te vas a poner en tu próxima boda? Si quieres pero no te atreves, encomiéndate a Marlene Dietrich y que sea lo que dios quiera. Como Pedro Almodóvar, los tacones cuanto más lejanos, mejor. Y a disfrutar del bodorrio.
Con el mes de mayo se inaugura la temporada oficial de bodas y siempre que recibo una invitación tengo que enfrentarme a la incógnita que más se repite –con abrumadora diferencia– en la cabeza de una mujer: “¿Qué me pongo?”. Una boda es algo así como los Oscar del proletariado. Es el único momento del año en el que puedo ponerme un vestido de fiesta, una moña en la cabeza, unas sandalias de tacón que dé vértigo asomarse, maquillarme y peinarme como una puerta sin que a nadie le parezca fuera de lugar. Puedo pasear por el instagram de Miranda Makaroff, el blog de Paula Echevarría o los vídeos de Dulceida con la intención de obtener ideas y no solo de cotillear.