El arte de vivir
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El cine se pregunta sobre el amor y la muerte
La semana pasada la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas daba la lista de los candidatos a los Oscar. Entre las películas europeas, Amor
La semana pasada la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas daba la lista de los candidatos a los Oscar. Entre las películas europeas, Amor brilla con cinco nominaciones (mejor película, director, guion, película de habla no inglesa por Austria y mejor actriz). Aunque hasta hace apenas siete días no se ha podido ver en España, la película acumulaba ya con múltiples reconocimientos europeos.
Amor bucea en el drama de una pareja de ancianos (Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant) que, tras una vida plena de amor, debe enfrentarse a la enfermedad y al desamparo que rodean al envejecimiento. Haneke, con 70 años, reconoce que la película nace de su personal inquietud al verse obligado a mirar el problema de frente en su experiencia biográfica. Pero en la película están los padres, los abuelos, y una cantidad creciente de europeos ancianos que se acercan a la enfermedad y la muerte en unas condiciones que han de ser revisadas por el conjunto de la sociedad. El silencio usual ante lo espinoso del tema aboca a que cada anciano se enfrente a las situaciones finales aún más solo e inerme. Donde las instituciones dan una larga cambiada, el arte no nos va a ahorrar en este caso ni un solo acento sobre el dolor. Como tantas veces es el arte el que nos pone el problema de frente y no nos deja dar media vuelta. En este sentido, en el film de Haneke no sobra nada. Todo está medido y perfectamente calculado. El director es conocido como un hábil retratista de la violencia social, expresa o sugerida, y de la incapacidad de amar de ciertos individuos (recordemos su obra anterior La cinta blanca). Este trabajo es otro retrato de violencia a distintos niveles y cómo el amor queda intrincado en ella.
La progresión dramática nos conduce a una situación tremendamente incómoda de la que no cabe escurrirse con posturas convencionales. Los escasos personajes que acompañan a la pareja lo intentan: la hija, el discípulo, los vecinos, las enfermeras… y todos parecen insustanciales, tontos o malvados. Y cuando sabemos que los personajes circundantes son necios, entonces empezamos a ser cómplices del anciano, y ya no vale juzgarlo cómodamente. Somos testigos responsables de lo que está sucediendo en la proyección. Y con esta inquietud hay que volver a casa: "¡Es un peliculón!", comenta la pareja de mediana edad junto a mí en el cine, "pero ¿a quién se la podemos recomendar sin que crea que le odiamos?", ironiza la pareja. Porque no es una película grata que se pueda ver sin cierto miedo y sin dolor.
Pero hasta aquí la vejez, la enfermedad y la muerte. Y ahora, lo que Haneke nos deja para respirar. Haneke lleva casado 30 años y habla de su mujer como de una compañera/amiga y su mejor crítico. De algún modo eso está en la pareja protagonista. Haneke también necesita vivir y respirar. Podemos, así, ver a una pareja que al principio de la película, ya octogenarios, disfrutan de la vida compartida. George y Anne han tenido la rara fortuna de vivir juntos una larga y productiva vida en la que se han amado y continúan haciéndolo. Como Orfeo y Eurídice, cuando Anne marcha al infierno, George corre tras ella. Es brutalmente hermoso verle buscarla y ver cómo ella rechaza el sacrificio de él. De algún modo se convierten en protagonistas de un ballet romántico en el que dos hermosos jóvenes se acercan y alejan, movidos por la redes del destino. De hecho, hay escenas en las que la acción los obliga a una especie de abrazo en el que Anne se deja caer desfallecida sobre su compañero, como en un pas de deux clásico. Ninguno de ellos espera nada de los otros personajes. Tampoco hay reproches, lamentos o discursos. Son ellos dos, sobriamente frente a la vida/muerte. Schubert ocupa el poco espacio musical que Haneke se permite. Y aunque, como en el mito, George no consigue devolverla a la vida anterior, ambos encuentran la forma de seguir juntos y ser libres. Aunque Haneke es más conocido por plantear preguntas que por dar respuestas, en este caso, quizás por lo presente, biográfico y brutal de la historia, ha dejado una puerta al individuo, aunque ha dado un mazazo a la comunidad.
El año pasado Stéphane Robelin abordaba el tema de los ancianos en una comedia no exenta de crítica, '¿Y si vivimos todos juntos?'
Y la comunidad viene siendo interrogada por el cine, desde hace unos años, sobre el tema de los ancianos y la enfermedad en el primer mundo y el abandono físico, social, psicológico y filosófico, a pesar del desarrollo y la riqueza. La crisis actual no va a favorecer nada el curso del dilema. Es más, lo va a situar en primera línea al empeorar los recursos disponibles al tiempo que demográficamente aumentan los mayores.
El año pasado Stéphane Robelin abordaba el tema de los ancianos franceses en una comedia no exenta de crítica. En ¿Y si vivimos todos juntos? Annie, Jean, Claude, Albert y Jeanne son amigos desde hace más de 40 años. Pero cuando la memoria falla, el corazón se descontrola y aparece el fantasma de la residencia de ancianos, se rebelan y deciden irse a vivir juntos. Aunque la vida en grupo moleste, empiezan una aventura: compartir casa a los 75 años. Una comedia coral con Jane Fonda, Geraldine Chaplin y Daniel Brühl, junto a los franceses Claude Rich, Guy Bedos y Pierre Richard. La película reflexiona sobre la familia, la amistad, el sexo y la vida en común en la última etapa de la vida. El humor nace a raíz de las dificultades que plantea la vida en comunidad, a la vez que se encara con algunos de los tabúes sobre la vejez. En ella también una pareja se enfrentaba a la enfermedad y a la ausencia del otro, aunque, esta vez, en compañía de los amigos, sin duda un elemento que lo hace muy distinto. Amor, amistad, complicidad y compasión es lo que brilla en ambas películas.
Otra obra reciente que une amor, vejez, enfermedad y muerte es Lejos de ella (Away from Her). Esta historia canadiense es adaptación del relato The bear came over the mountain, de Alice Munro. Dirigida por Sarah Polley (Ann en Mi vida sin mí, y Hanna en La vida secreta de las palabras, ambas de Coixet), cuenta como protagonista con Julie Christie que, pasados tantos años de Dr. Zhivago, puede seguir siendo la mujer etérea, vulnerable y astuta que protagoniza una historia de amor que se sujeta con su mirada.
Lejos de ella es otra historia de amor maduro, pero más dulce y menos lacerante que Amor. La cinta planea sobre la memoria, o el olvido, y los tortuosos vericuetos de un largo matrimonio: llevan 50 años casados, poseen un sentido del compromiso aparentemente inquebrantable y una vida llena de ternura y humor. Fiona tiene ciertos bailes de memoria, pero cuando estos fallos se vuelven más evidentes y dramáticos, ninguno de los dos puede seguir eludiendo la realidad: Fiona padece Alzheimer y ella misma decide ingresar en una residencia especializada. En días, Fiona parece no acordarse de su marido y haber volcado todo su afecto en Aubrey, otro residente. La historia tiene varios giros tortuosos y con un guion austero y claro, y una dirección llena de matices, es una historia de amor sin empalagos. Una historia sobre la lealtad y la naturaleza del compromiso puesto al límite.
La memoria es un diario que todos llevamos con nosotros, personalizado por la alegría y el sufrimiento
El papel del Alzheimer en la película es una metáfora de la importancia de la memoria en una relación duradera: lo que elegimos recordar, lo que elegimos olvidar. Oscar Wilde escribió, en La importancia de llamarse Ernesto, que la memoria es un diario que todos llevamos con nosotros. A diferencia de un documental, el diario está personalizado por la alegría y el sufrimiento. “La memoria es selectiva”, comenta la productora Simone Urdl. De hecho, Polley quería explorar cuánto tiempo puede sobrevivir un matrimonio, pero sin volver la vista a un pasado más romántico, una táctica en la que se basan muchas películas. Polley explica: “Las historias de amor sobre personas mayores tienden a ser demasiado sentimentales, o están justificadas por un millón de escenas retrospectivas de la juventud de los protagonistas, y eso me parece mucho menos interesante”.
Como vemos, otra vez se trata de un esposo enfrentándose a la enfermedad de su pareja. Sin duda algo menos frecuente que la situación inversa, y algo que plantea cuestiones sutilmente distintas. El dramatismo suelen ser más sencillo de retratar, pues el habitual orden social de tareas por roles se altera. La figura de la mujer cuidadora es de sobra conocida, mientras que el hombre enfermera provoca mayor sensación de pérdida y desbordamiento y, por lo tanto, hace emocionalmente más comprometida la historia.
Epidemia de vejez
Estos son tres ejemplos de la inquietud que despierta actualmente el tramo final, incluso vivido en compañía y sin escasez económica. Nunca ha sido fácil renunciar a nada y la vida supone superar una serie de nudos evolutivos, desde el nacimiento hasta la muerte, que son pérdidas insoslayables. Con frecuencia nos atrancamos en ellos y nos quedamos como enganchados a la etapa anterior reclamando su vuelta, llorando por el avance ineludible del tiempo y buscando paliativos. De niños tenemos que superar la fantasía de omnipotencia o el deseo de que los padres nos pertenezcan totalmente. En la adolescencia nos toca descubrir que los padres tienen defectos o que no es posible la libertad “absoluta”. De adultos nos cuesta enfrentarnos a la pérdida de autoridad sobre los hijos, la merma de agilidad y la disminución del atractivo o la potencia sexual. Son las famosas crisis del desarrollo, las crisis de los 40, los 50, etc. Si piensan, seguro que conocen personas atascadas en alguna de estas etapas por muchos años y otros que lo pasaron mal y por fin lo consiguieron. Pero quizás nada tan radical como la última etapa. En ella hay que enfrentarse nada menos que a la pérdida del poder temporal (cese del trabajo y disminución de la influencia sobre terceros), a las pérdidas de salud e imagen corporal, a la independencia y finalmente a vislumbrar el fin de la existencia como un hecho inaplazable. Nadie está preparado para ello y además es un tema tabú en muchos sentidos. El suicidio en la tercera edad, por ejemplo, tiene unas cifras devastadoras que los profesionales conocen y temen, pero que siempre sorprende a hijos y familiares.
En noviembre saltaba a la prensa una de estas noticias, que son más comunes que lo que se refleja en medios. En Granada un hombre de 78 años disparaba a su mujer de 77 años y luego se quitaba la vida. “No querían ser una carga para sus hijos”. La mujer llevaba tiempo con medio cuerpo paralizado tras un ictus, y su marido también sufría alguna enfermedad. Los ancianos dejaron dos notas. En una declaraban que era algo pactado y de mutuo acuerdo. Los vecinos y los hijos afirmaron que estaban "muy bien asistidos" y "se querían muchísimo". Entre la clasificaciones del suicidio (y es aplicable al suicidio asistido) existe el lúcido o existencial. Suicidio lúcido sería el meditado en el que la persona es capaz de verbalizar las razones de su acto en discursos sólidos y estables. No parece existir otra patología psiquiátrica y generalmente no se realizan de una manera impulsiva, como indica H. Roorda en Mi suicidio (Trama editorial, 1997). Como vimos en Mar adentro, se polemiza sobre la existencia de este tipo de suicidio frente a la clasificación de suicidio por enfermedad, generalmente, depresión, algo más fácil de digerir y que devuelve el problema a términos médicos.
¿Qué no estamos haciendo bien? No hay respuesta sencilla. Necesitamos cambiar la medicina, la educación, la comunicación e incluso buscar nuevos paradigmas filosóficos y sociofamiliares. Europa necesita pensar. Repensarse. No sólo en economía. También su sociedad. Su sentido más esencial. El arte, en su función de sondear el entorno, está dando obras interesantes que exploran las últimas etapas de la existencia. La vejez como proceso complejo y, en general, terrible, pues va cerrando puertas en un viaje para el que es difícil estar preparado.
Se aproxima una “epidemia de vejez”. La población de la tercera edad se incrementa a un ritmo que no compensan los nacimientos. Y, además, ya hay menos ancianos “a la antigua usanza”. Si nunca las residencias fueron lugares tentadores, aún lo son menos para estos nuevos ancianos que, en general, tampoco están acostumbrados a la resignación. La tercera edad de hoy luchó por la libertad, teorizó sobre las nuevas sociedades, tuvo más estudios y hasta posibilidades de influir en su entorno, y no puede resignarse a dejar su destino en manos de otros. Pero pierden capacidades, y pierden poder, y saben que tienen que generar soluciones alternativas, y el arte, el cine en este caso, explora junto a nosotros.
En lo triste también puede haber luz
No hay soluciones perfectas, pero hay que intentar buscar, avanzar explorar. En las películas de las que hemos hablado, para bien o para mal, los protagonistas son los que deciden y mantienen la dirección de sus vidas. La dependencia, inevitable, es de las personas escogidas, y en un pacto de codependencia que lo hace más llevadero para todos ellos.
Jane Fonda dice en una escena de ¿Y si vivimos todos juntos? "(de jóvenes) lo hemos controlado todo y asegurado todo… Menos lo que pasaría llegado este momento". Ignorar el futuro no lo hace desaparecer. La alternativa de enfrentarse a él, a partir de lo imaginario del cine, sin duda es una buena vía para revisar los procesos, definir el problema y acercarse a las elecciones que habremos de hacer.
No hay nada que no se pueda pensar. Sobre todo lo triste, lo lúgubre, puede haber luz. Cuando vayan a ver Amor recuerden las palabras de Haneke: “El tema principal de esta historia no es la muerte ni la vejez, sino la manera de afrontar el sufrimiento de un ser querido”. Muerte, vejez, enfermedad, se eclipsan con una sola palabra Amor. Trabajen en ello, por favor. Hasta el final.
Otras cintas que harán pensar:
Cocoon, Ron Howard (1985). Regreso a Bountiful, Peter Masterson, 1985. Paseando a Miss Daisy, Bruce Beresford, 1989. El abuelo, José Luis Garci, 1998. El hijo de la novia, Campanella, 2001. Elsa y Fred, Marcos Carnevale, 2005. Juntos, nada más, Claude Berri, 2007. ¿Y tú quién eres?, Antonio Mercero, 2007. Todos están bien, Kirk Jones, 2009. Tardes con Margueritte, Jean Becker, 2010. El exótico hotel Marigold, John Madden, 2011. Arrugas, Ignacio Ferreras, 2011.
En otras culturas: Sang Woo y su abuela, Lee Jung-Hyang, Corea 2002. You and Me, Ma Liwen, China 2005. The way we are, Ann Hui, Hong Kong 2008. Poesía, Lee Chang-dong, Corea 2010. Still Walking, Hirokazu Koreeda, Japón 2008. Bab´Aziz, el sabio Sufí, Nacer Khemir, Túnez, Francia, Alemania, Irán y Hungría 2005. Largo viaje, Ismaël Ferroukhi, Marruecos-Francia 2004. Ibrahim y las flores del Corán, François Dupeyron, Francia 2003. Cartas al padre Jacob, Klaus Härö, Finlandia-Suecia 2009. Almanya: Bienvenido a Alemania, Yasemin Samdereli, Alemania-Turquía 2011. Hayuta ve Berl, Amir Manor, Israel 2012.
La semana pasada la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas daba la lista de los candidatos a los Oscar. Entre las películas europeas, Amor brilla con cinco nominaciones (mejor película, director, guion, película de habla no inglesa por Austria y mejor actriz). Aunque hasta hace apenas siete días no se ha podido ver en España, la película acumulaba ya con múltiples reconocimientos europeos.