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El capitán Cuéllar, el héroe desconocido que hizo huir a un millar de ingleses
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Álvaro Van den Brule

Empecemos por los principios

Por
Álvaro Van den Brule

El capitán Cuéllar, el héroe desconocido que hizo huir a un millar de ingleses

Una tarde del mes de septiembre de 1588, un exhausto náufrago español arribaba a las playas del oeste de Irlanda, concretamente, a la costa de Sligo

Foto: Carteles que indican hoy el camino que siguió el capitán De Cuéllas en Irlanda.
Carteles que indican hoy el camino que siguió el capitán De Cuéllas en Irlanda.

Pensar es difícil, por eso la mayoría de la gente prefiere juzgar.

Carl G. Jung.

Una tarde del mes de septiembre de 1588, un exhausto náufrago español arribaba a las playas del oeste de Irlanda en la costa de Sligo. Aquí y allá, un lúgubre coro de lamentos casi inaudibles convertía aquel inclemente lugar en un tétrico cementerio en tierra de nadie. A su lado, más de ochocientos cuerpos exánimes yacían sobre la arena de la playa en una desoladora escena que formaba parte de un mosaico de errores enmarcados en un desastre militar sin precedentes en el que paradójicamente se combatió poco y el infortunio tuvo mucha presencia; lo que con el tiempo daría en llamarse, el fracaso –que no derrota– de la Grande y Felicísima Armada o Armada Invencible.

El retorno de la Armada bordeando las Hébridas y Escocia en su vuelta a puertos españoles había sido un error tremendo

Poner rumbo hacia un mar que a partir de septiembre y durante el invierno es un escenario infernal, más que una temeridad, es un suicidio, y más en el año que aconteció, pues las mareas estaban resultando las más violentas que se registraron en la historia de la navegación documentada hasta ese momento. Además, la luna estaba mucho más cerca de la tierra de lo que solía ser habitual, y eso lo convertía todo en más inquietante. Competentes pilotos vascos y avezados marinos gallegos proponían un retraso prudente de las operaciones en curso, al menos hasta la primavera, y este era un rumor generalizado que corría entre la gente que conocía el mar desde la cuna.

En la mañana que precedió al naufragio, muy temprano, se había levantado un fuerte viento que arrastró los tres galeones que, precariamente resguardados al amparo de un ligero promontorio, acabaron contra las rocas y bajíos de la zona. La escena era dantesca. Los cadáveres albergaban un fuerte deterioro por la violencia con que el mar los había maltratado. A esta ingente pérdida humana, había que sumar la de más de treinta navíos de gran porte en los días precedentes en su singladura por el mar de las tormentas. El retorno de la Armada bordeando las Hébridas y Escocia en su vuelta a puertos españoles había sido un error tremendo, al margen de la incapacidad de Medina Sidonia en los temas concernientes a la práctica de la navegación. Bien cierto era, por otro lado, que este mando había renunciado ante su rey meses antes a liderar esta compleja operación reconociendo su incompetencia para estos menesteres, que no para las acciones en tierra.

No se tomaban prisioneros

Los ingleses por aquel entonces tenían relativamente controlada la isla, aunque la guerra de desgaste en la que estaban empantanados les suponía unas pedidas muy gravosas y a veces inasumibles. Existía una guerrilla muy activa en la que los motivados celtas no cesaban en su empeño por causarles el mayor número de bajas posible.

Encontrar una isla como Irlanda para sobrevivir, no era precisamente algo que estuviera asociado a la buena suerte

De los cientos de marineros que consiguieron alcanzar las playas, la mayoría fueron masacrados por las tropas ocupantes. Algunos, no más de trescientos, consiguieron formar grupos de resistencia junto a las anárquicas milicias locales; por otro lado, más voluntariosas que eficaces. Aquella guerra era de sable y cuchillo, de un salvajismo visceral y de principios irreconciliables. No se tomaban prisioneros.

Entre los escasos supervivientes de aquel día, brilló con luz propia un eficiente capitán de los tercios al que la adversidad convirtió en una referencia para el resto de la afectada tropa en aquellos dramáticos momentos. Por esas latitudes sin tierra a la vista, encontrar una isla como Irlanda para sobrevivir no era precisamente algo que estuviera asociado a la buena suerte, o como para cantar bingo, pero siempre era mejor opción que acabar tus días devorado por la nada liquida.

Por aquel entonces, Isabel I de Inglaterra se la tenía jurada a las Españas y a su prudente y saturado de responsabilidades rey Felipe II. De entre los siempre “aislados continentales”, unos osados que habitaban por el sur habían intentado darle un susto de muerte y eso no podía quedar sin respuesta. El intento de invasión de Inglaterra (anteriormente puesto en práctica, con éxito, por flotas castellanas) y activado en el año 1588 por la Armada Invencible le había dado la oportunidad de perseguir en la invadida Irlanda a los restos de aquella flota maldecida por una de las peores tormentas que se recuerdan en siglos.

Echando una mano a los irlandeses

Como esta egregia enemistad entre los dos poderosos monarcas era peor que mala, los españoles, claro está, no perdían el tiempo y montaban “disturbios ocasionales” en la verde isla de los Celtas. Los Fitzgerald, O’Connell, el clan de los O’Donovan, etc. recibían sustanciosas ayudas, tanto en material para causarles estropicios a los ingleses, como en “dietas de mantenimiento” para que estos los tuvieran bastante entretenidos.

A resultas de esta buena relación entre los levantiscos irlandeses y la Corona Española, se dieron muchos casos de ayuda mutua, compromiso formal de defensa de sus aliados y colaboración en todos los intentos de desestabilizar a Inglaterra, que no fueron pocos.

Cuando se vive tanto tiempo rodeado de niebla, uno acaba pensando que es parte de la misma

Por todo ello, cuando los náufragos de la Invencible aterrizaron en aquellas latitudes, por lo general, podían confiar en los locales, siempre y cuando no estuvieran envueltos en trifulcas entre clanes, cosa más que frecuente y habitual.

Sobre Francisco de Cuéllar hay que decir que se puso manos a la obra y creó células de información muy activas que posteriormente y durante mucho tiempo reportarían puntualmente al bien engrasado espionaje de Felipe II. Adoptó un bajo perfil en general para pasar lo más desapercibido posible, mimetizó a los suyos con toda suerte de inventos, actualizó la práctica del camuflaje, diseñó sacos parecidos a los de patata con profusión de aderezo vegetal para mejor ocultar a sus hombres, llevó a cabo exitosamente varias emboscadas y en ocasiones evitó otras sabiamente, para mantenerse en el más posible anonimato cuando convenía a sus intereses. Cuando se vive tanto tiempo rodeado de niebla, uno acaba pensando que es parte de la misma.

Cuéllar era un tipo con buena suerte. Algo mas al sur, estaban las tierras de los O´Rourke y sabían que eran de confianza. Él y otros diez hombres armados, con el escaso material que pudieron aprovechar de los restos del naufragio, no más de una docena de arcabuces y algo de ropa con la que cubrirse ante tanta inclemencia, llegaron al poblado habitado por este clan. La acogida fue insuperable y las celebraciones destacaron por que se bebió copiosamente un brebaje local que provocaba amnesias incontestables. Durante tres días nadie se acordaba de su nombre y los damnificados por aquellos excesos, incluyendo la tropa española, lo recordarían como un episodio memorable.

Algo más de un millar de rubicundos ingleses habían sido devorados por la hambrienta torrentera

El caso es que para cuando se despertaron de aquella pesadilla etílica descubrieron para su disgusto que los ingleses andaban merodeando por los alrededores y prendiendo fuego a todo; por lo que pusieron tierra de por medio a velocidad inusual y sostenida. En su retirada a zonas más propicias, alcanzaron a refugiarse en la imponente torre de Rosclogher, que estaba en una elevación rocosa de muy complicado acceso. El señor de aquellas tierras prefirió buscar refugio en el impenetrable bosque, mientras que la tropa española decidió defenderse entre aquellos sólidos muros. Finalmente, los ingleses se aburrieron soberanamente de tanto disparo fallido y desperdicio de munición, mientras que los españoles tiraban a placer desde arriba. Para más inconveniente, los cañones de los sajones no tenían ángulo suficiente de tiro y eran muy complicados de manejar en aquel roquedal. Mientras se comenzaban a retirar, la desgracia súbita de una tormenta perfecta se abatió sobre ellos. No sólo no estaban al abrigo o protección de nada que les pudiera albergar, sino que el agua bajaba con un ímpetu incontrolable por el cauce por el que se retiraban aquellos desdichados. Aquello más bien parecía el fin del mundo. Total, un descalabro en toda regla. Algo más de un millar de rubicundos ingleses habían sido devorados por la hambrienta torrentera. Nunca tan pocos pusieron en fuga a tantos.

Para cuando después de muchas vicisitudes consiguieron salir de la isla e ir a Escocia, todavía tardarían en retornar a España más de seis meses. La mediación del Duque de Parma para quien había combatido a sus órdenes y la necesidad de Alejandro Farnesio de oficiales expertos en la Guerra de Flandes le devolvieron a la cruenta realidad que llamamos normalidad.

Poco se sabe de este ilustre soldado. Ni dónde murió, ni dónde está enterrado, ni dónde nació con exactitud. Es posible que al ausentarse de su cuerpo volviera a confundirse con las nieblas de aquella isla del norte tan llena de elementos mágicos y de enigmas.

Sobre la extraordinaria oportunidad de que dispuso España de apuntillar a su secular enemiga en aquel septiembre de 1588, sólo cabe decir lo que aquel proverbio árabe: “Hay cuatro cosas que no vuelven: una bala disparada, la juventud, la palabra dicha y una ocasión desaprovechada”.

El ser humano está claro que no tiene límites. Hay gente a la que se puede sacar a hombros sin complejos. Por el capitán Cuéllar. In Memoriam.

Pensar es difícil, por eso la mayoría de la gente prefiere juzgar.