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La enfermedad de la imagen
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Arturo Leyte

Escuela de Filosofía

Por
Arturo Leyte

La enfermedad de la imagen

La vida misma ha dejado de ser real para vivirse exclusivamente como imagen. La experiencia de la vida se vuelve así la experiencia de una representación

Foto: ¿Somos personas o somos la imagen de esas personas? (iStock)
¿Somos personas o somos la imagen de esas personas? (iStock)

¿Qué significado se esconde en el gesto aparentemente irrelevante de disparar una fotografía? ¿O, más que de significado, habría que hablar ya de ansia por recoger y archivar todos los momentos y lugares de la experiencia que le tocan a cada uno? En definitiva, ¿qué se esconde tras esa conducta? ¿Generar en la efímera eternidad de las pantallas una realidad paralela, más hospitalaria que la vida real, o tal vez sustituir simplemente la realidad por sus imágenes?

Tras estos interrogantes se esconde seguramente uno de los rasgos que caracterizan nuestra época: que la vida misma ha dejado de ser real para vivirse exclusivamente como imagen (o al menos según esa pretensión). La experiencia de la vida se vuelve así la experiencia exhaustiva de una representación, como si lo que resultara válido fuera solo el inacabable archivo de imágenes de los lugares donde estuvimos, las personas que conocimos, los eventos vividos, por insignificantes que fueran. Porque la cuestión decisiva es si ese self al que reconocemos como “yo” ha dejado de ser algo para reducirse al encadenamiento de las imágenes de todo lo vivido.

El viejo retrato de encargo, cuya pretensión estribaba en dejar huella de una pose concreta en un momento concreto pero que viniera, por así decirlo, a reflejar la biografía completa, como si el retrato compendiara idealmente algo definitivo, se ha trocado en la ininterrumpida sucesión de imágenes de nosotros mismos en las más diversas poses y compañías, ya guarden un significado especial o no tengan ninguno.

Pero se trata de pensar también si esa ansia por retratar todo no se consigue a cambio de una pérdida irreparable, la de laintimidad, cuyo valor queda definitivamente eclipsado por una apabullante exterioridad. Quizá nosotros mismos, identificados por la tradición con el significado de la interioridad, nos hemos vuelto exteriores y solo nos reconocemos en la imagen que nos devuelve la pantalla del ordenador o el teléfono: la imagen que reproduce el smartphone se ha vuelto más real que nosotros. ¿Dónde aquella substancia llamada “alma” o “yo”? Es como si este “yo” se hubiera multiplicado infinitamente. Del mismo, solo quedan lasdiversas imágenes según la perspectiva singular, espacial y temporal que se toma en cada caso.

Definitivamente, la eternidad del alma ha quedado suplantada por la de las imágenes, por efímeras que sean, o quizás precisamente porque son irrelevantes y efímeras. Porque bien sabemos que las fotos disparadas compulsivamente ante paisajes y museos, en festividades y viajes, o simplemente en la intimidad de la habitación, tomadas precisamente para romper esa intimidad mediante el gesto de colgarlas en la red, jamás se volverán a ver o se verán de un modo anecdótico y casual. Incluso el registro que los padres del bebé recién nacido quieren ejecutar de cada uno de los momentos señalados de su joven vida, acaba amontonado en el inaccesible archivo y, finalmente, en el absoluto olvido.

Sin embargo, eso define paradójicamente el valor del intento, que no tiene como mero objetivo la recuperación exhaustiva del pasado sino precisamente la constitución de su olvido. En efecto, ejecutar las imágenes constituye un acto de poder, por humilde que sea, para conjurar el olvido, porque solidariamente se genera la representación, ciertamente ilusa, de la pura accesibilidad. Basta con que se presuponga que “todo ha sido fotografiado” y puede ser recuperado en cualquier momento para que el olvido definitivo pueda reinar: el mejor modo de producir pasado es multiplicar las imágenes de un acontecimiento, que poco menos que deja de serlo por mor de esa reiteración. La destrucción de las torres gemelas, por ejemplo, nunca llegó a ser completamente un acontecimiento singular, porque ya comenzó siendo una representación, multiplicada como imagen hasta la extenuación.

Ese ejemplo ni siquiera trata de la banalización de las imágenes, al modo en el que el realizador de la inquietante Shoah sobre el Holocausto judío denunciaba, sino de algo más decisivo: del descubrimiento de la intrínseca banalidad original de todo acontecimiento biográfico o histórico, que no resiste su singularidad cuando se plantea de modo infinitamente multiplicado y al lado de millones de otras experiencias singulares, al final reducibles todas ellas a las mismas estrechas pautas de un conjunto de gestos.

La infinita multiplicación de las imágenes ha convertido las experiencias, y en definitiva las diferentes vidas, en documentos, sustituyendo la presencia inmediata de la realidad (la de las cosas y la propia nuestra) por su representación. Nosotros mismos somos solo nuestra propia representación, a la que casi tenemos que solicitar permiso para ser: nos debemos a la imagen re-presentada que nos precede y anticipa nuestro ser.

Una amenaza al mundo real

Si al principio de la fotografía las imágenes constituyeron el documento para certificar que algo había ocurrido realmente, la pregunta hoy es si realmente existió ese mundo real fotografiado. Cuando se ha revelado que, contra su supuesto carácter más objetivo, nada se ha vuelto más manipulable que las imágenes tomadas por una cámara, al punto de convertir lo verdadero en falso y lo falso en verdadero, lo relevante ya no es validar lo sucedido mediante una fotografía, sino justamente reconocer el juego entre realidad e irrealidad que define las imágenes: cualquiera pudo haber estado en cualquier lugar porque cualquier imagen es constitutivamente manipulable.

En el mundo ideal de las imágenes, lo que en el fondo tiene validez es así la desposesión de realidad. Si definitivamente la diferencia entre el original y la copia se ha vuelto irrelevante, los procedimientos técnicos pronto harán imposible reconocer la referencia real de una imagen, por lo menos si se juzga de acuerdo a un mundo objetivo supuestamente sucedido que también se ha vuelto, por medio de las imágenes, una ficción. Ya no se puede decir lo que vino antes, si la realidad o su imagen, porque la realidad viene a ser lo que refleja el documento gráfico, por otra parte nunca definitivo. Finalmente, lo único que no es ficción es la capacidad de generar imágenes, es decir, de convertir lo real en ideal y lo temporal en eterno. Eso define al sujeto actual, ansioso por traducir lo que le sucede, sea de la naturaleza que sea, en una imagen. En cierto modo, ese sujeto se va constituyendo paradójicamente por medio de su disolución visual.

Pero intelectual, moral y hasta políticamente, sería todavía más catastrófico demonizar las imágenes, como si éstas definieran el mal ontológico de nuestra época. Porque al contrario, lo que vienen a evidenciar y a poner en juego las imágenes es justamente un nuevo modo de ser, justo aquel que consiste en la mencionada sustitución de lo real por su representación. Si se puede hablar de “la enfermedad de la imagen” es solamente en la medida que reconozcamos que la enfermedad es inherente al yo, cuando no su mejor definición. La enfermedad verdaderamente aciaga no residiría, así pues, en la compulsiva conversión del mundo en imágenes, sino en la incapacidad de reconocer ese modo de ser. En todo caso, si la potencia de la realidad visual parecía eximirnos del pensamiento, lo verdaderamente moderno sería reconocer que en el mundo de las imágenes el pensamiento resulta insustituible, porque de él depende finalmente toda discriminación, de las imágenes mismas y de aquello que es imagen frente a lo que no lo es.

Al modo platónico, se podría decir que decisivamente verdadero solo puede ser lo que no es imagen, pero a sabiendas, como Platón sabía –y de ahí su inquietante símil de la caverna–, de que las imágenes resultan imposibles de eliminar, porque son irreductibles y siempre estarán ahí, aunque a la postre ese reconocimiento solo provenga de lo que no es imagen, esto es, del puro pensar que hay una diferencia entre lo sensible visual y lo verdaderamente inteligible, que es solo lo que no se deja reducir a contenido ni imagen alguna. De ese contenido imposible sigue hablando la filosofía.

¿Qué significado se esconde en el gesto aparentemente irrelevante de disparar una fotografía? ¿O, más que de significado, habría que hablar ya de ansia por recoger y archivar todos los momentos y lugares de la experiencia que le tocan a cada uno? En definitiva, ¿qué se esconde tras esa conducta? ¿Generar en la efímera eternidad de las pantallas una realidad paralela, más hospitalaria que la vida real, o tal vez sustituir simplemente la realidad por sus imágenes?

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