Es noticia
¿Nos falta un Occidente no sajón?
  1. Alma, Corazón, Vida
  2. Escuela de Filosofía
Ignacio Quintanilla Navarro

Escuela de Filosofía

Por
Ignacio Quintanilla Navarro

¿Nos falta un Occidente no sajón?

Cumplidos los 13 años del 11S no es prematuro decir que la reacción intelectual de Occidente ante el terrorismo de comienzos de siglo es decepcionante

Foto: Occidente se encuentra en la encrucijada en los albores del siglo XXI. (iStock)
Occidente se encuentra en la encrucijada en los albores del siglo XXI. (iStock)

Cumplidos los 13 años del 11-S no es prematuro decir que la reacción intelectual de Occidente ante el terrorismo de comienzos de siglo es decepcionante. Tanto que incluso, tras la crisis del 2008, se observa en Europa –genio y figura– cierto coqueteo de la clase académica y mediática con la justificación de muy diversas formas de violencia política. Tras esta lamentable penuria argumental se esconde un grave problema: Occidente está perdiendo su capacidad para defenderse con argumentos en el escenario geoestratégico de las ideas.

¿Y eso es grave? ¿Importa algo Occidente a estas alturas de la película? Como pienso que el cuidado de la condición humana en su integridad y sin excepción, es decir, desde la noción de persona, ha sido y es la seña de identidad definitiva de la cultura occidental, pienso también que Occidente ha sido y es una causa defendible. Pero esta defensa se topa hoy con dos graves obstáculos lógicos.

El primero es que, como se ve, no hay nada más contrario a esta comprensión de Occidente que los conceptos de raza, lengua o nacionalidad. Ni los genes, ni la lengua ni el lugar en que nacimos nos otorgan la occidentalidad por sí mismos, y viene aquí muy bien al caso la conocida frase de Eugenio d´Ors: Europa es mi tierra porque mi cielo es la inteligencia.

Por eso, cuando atribuimos a cualquier nación a perpetuidad el papel de esencia de Occidente incurrimos ya en una contradicción insalvable. Tanto más si ocurre que muchos de los beneficiarios de esta atribución tienden a mirar –flaqueza muy humana en momentos de superioridad tecnológica, económica o, sobre todo, militar– con algo de desprecio a las demás. Y esto es algo que, en opinión de este modesto ciudadano del modesto club de los PIGS, sucede todavía en mucha mayor medida de lo que se quiere ver y pensar.

Aflora aquí una paradoja radical del Occidente moderno cuyos principios políticos se nutren de la Ilustración y cuyos Estados y burguesías, sin embargo, se han consolidado desde el Renacimiento mediante el ejercicio de un nacionalismo feroz y con frecuencia violento. Ahora bien, no se puede ser nacionalista e ilustrado a la vez. Los ideales de la Ilustración, que continúan inspirando nuestras constituciones y estilos de vida, son intrínsecamente internacionalistas, católicos, globales, o como prefiramos designar el hecho de estar esencialmente comprometidos con un vector de liberación común para todo el género humano.

Al construirse en torno a sucesivos proyectos de redención universal, lo que llamamos Occidente es inevitablemente una cultura peligrosa y expansiva, pero es también una utopía abierta a todos en todas partes y que no admite vínculos primigenios o sagrados de tierra, lengua o apellidos. Por eso, en cuanto se sacraliza la lengua materna o se activa el viejo remoquete de la nación por encima de todo, se pierde la credencial de occidental y se pasa a ser otra cosa.

Este es el error que extravió en su día a la cultura alemana –con lástima lo acabo de leer estropeando una argumentación en Guillermo Dilthey– y que puede extraviar también a la cultura americana como está extraviando de nuevo a la europea en esta patética hora de Europa como continente y de muchos de sus rinconcitos como contenidos.

Occidente a la deriva

El segundo obstáculo consiste en que Occidente ha perdido su capacidad para comprenderse y justificarse más allá de la libertad de mercado y sus presupuestos jurídicos. Presupuestos que se resumen en el juego –siempre un tanto ficticio– del contrato libre entre partes libres. De ahí la imposibilidad básica que el occidental medio tiene –también el intelectual medio de izquierdas medias– para imaginar cualquier alternativa política sustantivamente distinta de lo que ya hay.

Ahora bien, una novedad histórica determinante de este comienzo de milenio es que culturas y naciones muy ajenas a nuestras tradiciones y principios de convivencia han demostrado que pueden ser excelentes sociedades capitalistas y, con ello, dejan flotando en el aire la pregunta de si la causa de la democracia o de los derechos cívicos, tal como los entendemos desde hace un par de siglos, no acabarán siendo también una rémora en el desarrollo de la lógica del libre mercado.

Efecto importante de esta situación es la sustitución, como pilar fundamental de legitimidad política, de la noción de justicia por la noción de éxito –jugada que era, por cierto, a gran escala, la esencia del fascismo. Por supuesto, esto no se piensa casi nunca en estos términos. Lo que se hace, en primera instancia, es cambiar la noción de justicia por la de prosperidad. La prosperidad es un valor realmente importante para una sociedad y está comprometida -a diferencia de la justicia- con el carácter económico e inmanente de la condición humana cuya vindicación ha marcado el signo de los tiempos en los últimos 400 años. Además, en nombre de una mera justicia descarnada -que no sabemos exactamente lo que es y, al final, es sólo patrimonio de los dioses- se pueden hacer todo tipo de barbaridades. Todo esto es cierto.

Pero la prosperidad es, en el fondo, un combinado de éxito y condiciones de orden público requeridas para el éxito, y colocarla por encima de la justicia debilita enormemente la racionalidad política y moral de nuestras sociedades. Unas sociedades en cuya lógica más profunda un terrorista lo será en la medida en que fracase y si triunfa se convertirá –todos lo sabemos– en un prócer de la patria o de la humanidad.

Por esta razón, nuestro discurso político oficial apenas puede pensar el terrorismo y enfrentarle la fuerza de la razón, y debe conformarse con el penoso sucedáneo de definir al terrorista como alguien violento. Error fundamental que tergiversa en nuestras conciencias el hecho básico de que el acto terrorista, mucho más que por violento, es rechazable por injusto.

En realidad, la obsesión de nuestra corrección política por la violencia es, en parte, un signo de su incapacidad para pensar la injusticia. Volar un avión de pasajeros o una casa donde duermen familias –aunque sea una casa cuartel– no es esencialmente un acto violento, es una abominable injusticia. Y, sin embargo, algo tan obvio desde el punto de vista ético, se nos enturbia tan pronto nos convertimos en opinión pública occidental.

La prueba está en que seguimos otorgando al asesino que se empeña en cambiar una bandera, o en poner un velo en la cara de alguien, un aura y una categoría moral superior a la de aquel otro asesino vulgar que, simplemente, quería regalarle un descapotable a su sufrida madre o una matrícula en Princeton a su desatendido hijo. Objetivos estos últimos, por cierto, que ni una sana razón ni una afectividad normal podrán calificar, de entrada, como más innobles o disparatados que los primeros.

El Occidente que deseamos

Definimos, pues, como Occidente sajón al modelo de occidentalidad hoy dominante. Un modelo que asume al menos uno de estos dos parámetros: se vincula esencialmente a una raza, lengua o nación, o hace de una lógica económica su seña de identidad fundamental. Y, en este caso, la conclusión a la que llegamos, sorprendente pero inevitable, es que la memoria del 11S y sus efectos en el mundo de nuestras ideas éticas y políticas subraya la urgente necesidad de un Occidente no sajón.

Personalmente soy un admirador de la democracia norteamericana, a la que considero, en sus principios y concepción, el más sabio de los regímenes políticos en uso –aunque también uno de los más difícilmente exportables–. No descarto, por tanto, que este nuevo Occidente que humilde y vagamente reclamo vea su origen precisamente en esa república. Sobre todo a la luz de cómo pintan las cosas en el proyecto de Unión Europea. Además, debo ser de los pocos españoles que aprendería inglés para leer a Coleridge o a Tolkien,aunque el inglés lo hablasen sólo 10 millones de personas en el mundo.

Pero lo cortés no quita lo valiente, y, si se me permite terminar con una provocación arquitectónica –apartando un debate taurino que aquí no toca– debemos considerar seriamente la posibilidad de que una plaza de toros sea un edificio mucho más genuinamente occidental que un rascacielos.

Occidente ha sido siempre una aventura cultural de mezcla, simbiosis y asimilación, es decir, una cultura bastarda, impura y de foro abierto y circular con sus pitos, broncas, pañuelos y salidas por la puerta grande. Por eso nace en la gran corrala del mundo que era –entonces– el Mediterráneo. De ahí se trasladó al Atlántico y del Atlántico a la WEB. Veremos qué pasa ahora. Pero quienes le tenemos cierto cariño no podemos estar tranquilos con lo que hoy parece que se conforma con ser.

Cumplidos los 13 años del 11-S no es prematuro decir que la reacción intelectual de Occidente ante el terrorismo de comienzos de siglo es decepcionante. Tanto que incluso, tras la crisis del 2008, se observa en Europa –genio y figura– cierto coqueteo de la clase académica y mediática con la justificación de muy diversas formas de violencia política. Tras esta lamentable penuria argumental se esconde un grave problema: Occidente está perdiendo su capacidad para defenderse con argumentos en el escenario geoestratégico de las ideas.

Política Terrorismo Nacionalismo
El redactor recomienda